CUENTO Mirada cruzando la calle | Isabel Ferrer


I
 
Una vez más, el hombre de enfrente me está mirando. Sentado en su balcón, fumando como siempre, con su cara desgastada y su mirada algo estúpida. Hay días en que ya no lo soporto, siempre allí, esperando a que mi figura se aparezca de una vez por la ventana para observarme desde el otro lado de la calle. Me mira cuando cocino, porque también la ventana de mi cocina da a la calle. En invierno, cada que me preparo un té, este hombre, si está afuera fumando, aunque estemos a menos grados, me observa. Es como si esperara los momentos precisos y sólo por ello saliera al balcón. No es el cigarro su vicio, su vicio real es observarme. Ese cigarro que su esposa cree que él necesita reiteradamente a lo largo del día es un mero pretexto para salir a su balcón y con suerte encontrarme con sus ojos a través de la ventana; mientras como, mientras riego, mientras fumo. Es esta la peor de las situaciones en que me observa, porque entonces estamos fumando los dos afuera y aunque yo intento esquivar su mirada insolente cada que puedo, hay algo de esa mirada suya tan cínica que me jala y no me deja concentrarme de lleno en mi propio cigarrillo.
            Y ahora mismo, mientras escribo estas líneas sentada en la mesita del balcón, me mira. Esta actividad de cruzar la calle con la vista y mirarme la lleva haciendo ya por mucho tiempo. Fue todo el invierno así. Así nevara, así lloviera, así tormentaran vientos apocalípticos, él salía al balcón reiteradas veces a observarme. Pero no hace nada más, no se mueve. A veces parece que fuera un muerto con los ojos abiertos (porque eso sí, nunca los cierra), ahí en su silla del balcón a cualquier hora del día. Y en verano ni se diga, me imagino que es su época favorita, porque es la época de ir a nadar al lago y de ponerse shorts y faldas para aguantar los calores que sofocan la ciudad.
            Yo ya no soy ninguna jovencita, mi cuerpo cuenta con algo más de cinco décadas, y mi piel ya no es lo que solía. Tengo las tetas caídas y un par de canas sobresalen en el castaño de mi cabellera lacia y larga. Pero no voy a mentir, mis piernas siguen siendo una chulada, así que en verano, cuando se puede, las luzco, claro que sí.
            Esta debe ser también su época favorita, porque es cuando más olvido cerrar la cortina del cuarto (cuyas ventanas también dan a la calle) y cuando más salgo de bañar desnuda para vestirme en la recámara. Lo he pescado ya un par de veces mirando cuando esto sucede, pero entonces me quito la toalla que tengo de turbante en el cabello y me cubro el cuerpo mientras corro a cerrar las cortinas para poder vestirme a mis anchas.
            En el verano, además, suelo comer afuera, a veces con algún invitado, aunque casi siempre sola, y como a mí me gusta la silla que mira a la calle, pues lo veo a fuerza de frente, de forma que si estoy sola, es lo mismo que no estarlo. Es como si comiera con un invitado con el que no hablo. Otras veces, salgo a leer. Me sumerjo en los libros por completo, olvido todo; olvido el balcón, la calle, al señor, su mirada, mi cigarrillo, todo. Estoy como en otro mundo y otro tiempo, en una realidad muy lejana a la mía. Levanto la cara cuando alguna frase me pega con fuerza en la conciencia. La analizo, la medito… y es entonces que me encuentro de nuevo con la mirada inquisitiva (algo estúpida, ya dije), la mirada pasivamente perversa esperando pacientemente encontrarse con mis ojos que reaccionan enojados. Me corta el flujo de pensamiento, pierdo el hilo de las conclusiones que estaba por dilucidar. Él debe saber que me molesta. Si no saberlo, al menos suponerlo, imaginarlo; pero no hace nada, no cambia su actitud y a estas alturas no creo que la vaya a cambiar nunca.
            Digo que no creo que cambie, porque el hombre de enfrente ya es viejo. Tiene canas, tiene arrugas, y esa cara tan cansada. Como si estuviera cansado de todo. Con cara de que su trabajo nunca le gustó. Con cara de que nunca estuvo enamorado. Con cara de que si se enamoró, no fue, por desgracia, de su esposa. Nunca los he visto besarse. A veces, ella también sale a fumar. Mientras fuman juntos, el hombre mira disque al vacío, pero en realidad es obvio que me está buscando. Qué digo yo buscando, encontrando; porque si yo lo estoy viendo, quiere decir que él me vio primero. Ella, claro, no se da cuenta, él podría estar mirando a cualquier parte, pero es que yo ya lo conozco. ¿Se alegrará siquiera de verme? No hay forma de saberlo. Cuando me encuentra, su cara es muy acartonada, por no decir completamente inexpresiva.
 

II
 
Una sola vez lo vi en la calle. Yo iba a hacer las compras y él venía de alguna parte. Iba solo. Me di cuenta que es muy alto. En el balcón siempre se sienta, y lo poco que lo había visto parado no alcanzaba para adivinar bien su estatura. Pasé a un lado de él y no puedo negar que sentí nervios. Después de todo, no sé quién es, es sólo el hombre de enfrente, el que no deja nunca de verme. Día y noche, día y noche, día y noche. Se hizo el que no sabe nada, el que no me conoce, pero sentí una vibra muy densa. Lo vi todo en cámara lenta, pasó casi rosándome el hombro, mirándome solo de reojo. Sus ojos son muy azules; azules como el azul de una alberca. No soporté verlos de cerca; esos ojos que me absorben siempre que pueden y que siento que me están chupando el alma poco a poco. Yo lo miré desde abajo, porque es muy alto, y solo fue por un instante. La mirada la tiene vacía.
            ¿Que por qué no lo confronto?, ¿por qué no le grito desde el otro extremo de la calle que pare ya de verme, que me deje fumar en paz?, ¿que no me mire mientras me visto?, ¿mientras leo?, ¿mientras cocino y mientras como? No lo sé. No lo sé, como miles de otras cosas no las sé. Supongo que no soy una persona proclive al conflicto. Y qué diría su esposa de que la vejarrona de enfrente (¡pues más vejarrona ella!) le reclame al marido que la deje de estar viendo cuando sale al balcón (que es casi todo el tiempo). Les causaría un problema que sólo de pensar en él me da una flojera tremenda.
 

III
 
Pocas veces lo he visto salir. Salir de su casa, a la calle, quiero decir. Además de esa única vez que me lo encontré allá afuera, no lo he visto salir casi nunca. Su mujer tampoco sale. Ni siquiera en verano. En verano la mujer arregla el balcón muy bonito cuando empiezan los calores. Compra flores y las cuelga. A veces van a la alberca pública que queda cerca. Lo sé porque llegan con los cabellos húmedos y vienen muy aletargados caminando de esa dirección. Un par de veces al año se aparecen sobre su balcón una niña y un niño que podrían ser mellizos. Tendrán alrededor de nueve años. Cuando vienen, se quedan en la casa con ellos por las tardes, luego viene la madre (me imagino) a recogerlos antes de la hora de la cena. Ella no se queda, apenas sube y baja luego con los niños de las manos. Será la única hija porque nunca he visto a nadie más. Literalmente, a nadie más. En Navidad, normalmente, se van por unos días, me imagino que a casa de la hija, festejarán junto con los nietos. Qué eterna ha de ser para él esa semana en la que no puede salir al balcón a fumar y mirarme. Yo esa semana descanso. 
            Su casa debe ser pequeña, debe tener solo dos cuartos. La estancia y una recámara. Todos los edificios de por aquí son muy parecidos, así que a partir de mi departamento me puedo hacer una idea del que habitan ellos. Por dentro es obviamente como uno lo imaginaría: muebles pasados de moda, lámparas de pantallas grandes como las que hay en casa de las abuelas, y un librero adosado a la pared con pocos libros. Tendrán, qué será,  doscientos. Pocos, que además no creo que lean porque en el balcón jamás tienen otra cosa en la mano que no sea un cigarro. Una buena parte de esos libros son anticuadas colecciones de enciclopedias que ya nadie usa. De esas que la verdad nadie nunca usó y que servían en las casas no muy cultas entre de adorno y para esconder un poco la ignorancia, evidenciándola irónicamente aún más. De esas que ahora se rematan en librerías de viejo sin éxito y que esconden en sus páginas artículos, de la A a la Z, que parece que estuvieron destinados al olvido desde que sus eruditos e ingenuos autores escribieron las primeras consonantes.
            ¿Que cómo sé cómo es su casa por dentro? De día, sería imposible verlo, porque de las ventanas cuelgan siempre cortinas blancas que bajan pesadas hasta tocar el suelo. De noche, en cambio, cuando prenden las luces interiores, las cortinas se hacen transparentes. Lo he visto cuando lavo los trastes, antes de irme a acostar, porque mi ventana da directamente a la de ellos y no tengo a otro lado a donde mirar. Cuando están adentro miran tele, se la viven en su sala, no hacen nada. Él estará ansioso de salir a ver si estoy, a ver ahora qué estoy haciendo y a ver si casualmente no vengo saliendo recién de bañar.
 

IV
 
A decir verdad, me alivia mucho. Me alivia que ya no esté allí todos los días fumando conmigo, comiendo conmigo, a veces, llorando conmigo (porque a veces, cuando en la casa no sale bien el llanto, salgo al balcón a llorar). A la que veo más, ahora, es a su esposa, que antes también salía pero solamente muy de vez en cuando a fumar como queriendo matar el tiempo o escapársele al marido con el que parece que pasa todo el día encerrada en casa. ¿De qué hablarán después de tantos años? No puedo imaginar ver todos los días a la misma persona durante décadas, todo el tiempo, y seguir teniendo temas interesantes de conversación. Sobre todo si no leen, porque, por lo que se alcanza a ver desde mi ventana, estos dos ni al periódico le dan una hojeada. Si leyeran, al menos lo que no viven con el cuerpo lo vivirían con la mente, cada quien por separado, una vida distinta, emocionante, y al terminar, podrían contarse esa otra vida que fue real por un instante. Ni hablar de internet y celulares, que para eso ya están muy viejos.
            En fin, ahora me siento más libre. Él aún sale, pero, por suerte, ya no tanto. Estará intentando dejar el cigarro (que es lo mismo que decir que está tratando de olvidarme). Salgo, y mi mirada cruza inmediatamente la calle para corroborar que estoy yo sola, que puedo moverme tranquila, hacer mis cosas sin la presión de que alguien más las esté “haciendo” conmigo. No lo veo y respiro. La mujer nunca mira en dirección mía, cosa que por lo demás no entiendo, porque digo, de mirarme a mí, a mirar a la nada (por nuestra calle nunca pasa nada), pues claro que yo debo ser más interesante. Incluso cuando no hago mucho, cuando estoy nada más allí parada fumando, o leyendo, será más interesante que mirar meramente al vacío. En fin, todo esto significa que ahora que estamos en pleno calor veraniego, puedo salir a la calle con mis shorts y minifaldas reluciendo las piernazas que me cargo, sin temor a estar siendo observada por unos ojos color alberca a los que no les quiero dar el gusto. Antes salía y me montaba en la bici y lo veía de reojo mirarme, enfocando mis piernas bronceadas y musculosas, pedaleando para escapar de su alcance, abandonando alegremente los perímetros de su campo visual. Ahora me subo a la bici sin que nadie me moleste. También puedo salir tranquila a comerme una sandía completa en sujetador y minifalda, por las tardes, para aprovechar las longitudes eternas del día, sin tener que preocuparme de que alguien más esté disfrutando mi sandía más que yo.
 

V
 
Ha muerto el hombre de enfrente. Jamás me enteré de su nombre. Su muerte fue quizás el acontecimiento más emocionante de toda su vida. La esposa se había marchado, por lo que cuenta el conserje. Parece que se fue a pasar unos días con la hija y él se quedó solo en la casa. Al parecer sí leían el periódico, o por lo menos lo recibían, porque un vecino suyo vio cómo varios ejemplares se acumulaban con los días afuera de su puerta sin que nadie saliera a recogerlos y dio señal de alarma a la policía. La cosa es que hace unos días llegaron dos oficiales que tocaron en todas las puertas del edificio para preguntarle a los vecinos cuándo era la última vez que habían visto al hombre este. Si me hubieran preguntado a mí, creo que habría podido responder con bastante precisión cuándo lo vi salir por última vez al balcón a fumar (y a observarme, por supuesto), pero no lo hicieron, porque no pensaron en la valiosa información que podrían aportar los vecinos del otro lado de la calle. En todo caso, nadie supo decirles muy bien si lo habían visto y esto alarmó a los oficiales, que obviamente ya habían tocado varias veces a la puerta sin obtener respuesta. Llamaron entonces a los bomberos, y fue cuando llegó su camión, seguido por una ambulancia, que varios vecinos empezamos a asomarnos por las ventanas y balcones (algunos incluso salieron de sus edificios) para ver por qué había tanto alboroto en esta calle, que como ya he dicho, es en general tranquila, por no decir completamente desalmada.
            Los bomberos intentaron forcejear la puerta, sin romperla, pero al no lograrlo decidieron intentar por el balcón. Mientras tanto, los oficiales aún intentaban abrir la puerta principal del departamento. El chiste era no tener que recurrir al bochornoso proceso de destruir el cerrojo sin saber si había realmente alguien dentro o todo esto había sido una mala broma de algún vecino aburrido (por aquí vive mucho viejito aburrido). La emoción alcanzó su clímax cuando los vecinos vimos cómo uno de los bomberos entraba triunfal al departamento por la puerta del balcón, después de haber aplicado un par de trucos de especialista para abrirla sin romperla. Casi al mismo tiempo entraba un oficial por la puerta principal; se había desesperado y la había serruchado. Ambos entraron corriendo a ver con qué carajos se encontraban. Se vieron en la sala y las emociones de la situación no les dieron tiempo de asombrarse por el hecho de estar los dos dentro. Se asomó uno a la cocina y el otro a la recámara; no vieron a nadie. Terminaron por revisar el baño juntos, y efectivamente allí encontraron tieso al hombre. Yo vi cómo sacaban la camilla con el cuerpo tapado con una cubierta de plástico como lo ha visto uno mil veces en la televisión. Los bomberos fueron los primeros en retirarse de la calle con su camión, cuyas dimensiones siempre parecen exageradas para las maniobras que no implican apagar un incendio. Después arrancó la ambulancia y al final los oficiales, que no se fueron sin antes pegar en la puerta con un pedacito de tape la factura del nuevo cerrojo que habían instalado ellos mismos para reemplazar el que había sido serruchado, junto con la dirección en la que podía recogerse la llave, enseñando el recibo de pago del banco.
 

VI
 
La nueva pareja es un tanto aburrida. Casi nunca están en casa, parece que los dos trabajan full time. Son dos rubios perfectos, con la ropa siempre limpia y siempre nueva. Ambos parecen de una frivolidad espeluznante. Tal vez exagero, no lo sé. Llevan lentes que asumo sin aumento para hacerse los interesantes. Los fines de semana, cuando están en su casa, salen al balcón a pasar el rato pegados a sus teléfonos cada uno sin hablarse. El interior de los cuartos (aún no han colocado cortinas) se ve muy minimalista. No tienen hijos, pero sí un pobre perro diminuto que ella saca a pasear por las noches después de haberlo dejado todo el día encerrado en casa. Cuando invitan amigos se visten todos de lino blanco y solo salpican la blancura de sus atuendos con el naranja exagerado de sus aperoles, meneando todos las copas muy orgullosos, como si estuvieran bebiendo champán. No recuerdo nunca haber cruzado una mirada directa con ninguno de los dos, no sé si ellos siquiera habrán notado mi existencia.
 
Me he acostumbrado a fumar sola y a salir despreocupada de la ducha desnuda, sobre todo porque las cortinas del cuarto ya casi nunca las tengo abiertas.
 

0 Comentarios