RESEÑA Vuelo raso de Ana Laura Bojórquez (sobre vivos y muertos… y todos conformes) || Daniel Olivares Viniegra


Al cobijo lejano y reciente de poderosas plumas como las de Saúl Ibargoyen y Eduardo Cerecedo, así como con la musical y polifónica bendición de Roberto López Moreno (esta última haciendo lo propio desde el no/prólogo), los más recientes poemas de Ana Laura Bojórquez sortean con solidez su propia necesidad de ser, expresarse y emprender su amplio vuelo, el cual es asimismo sólido puente comunicativo.
 
Desde el introito la poeta se muestra avezada en las lides de la palabra y procede a intentar demostrarnos que “Las aves no se extravían”.
 
luz endémica que muta
abismo que vuelve el aire en agua
que nos deja flotar en el océano primigenio
donde en vuelo podemos nadar vestidos
(Ícaro en clase turista, p. 25)
 
Su primer poema “Cadenza” es luz además de canto, amén de aspiración de nube, y mediante él nos internamos en esta propuesta de entornos estéticos constantes y rampantes, arraigados en nuestro entorno social-histórico, reconocible y citadino, populoso y cívico, e inclusive en algo así como una defensa del vivir desde una muy particular orientación de género.
 
Los acordes suspiran elásticos, arengando
para el día cuando se tomen las ciudades.
[…] canto de mujeres emergiendo
de un contrabajo; nubosidad que corre con su chismorreo de boca en
boca.
[…] lamentos que no se miden, no callan con la última orden
de la batuta sobre el viento.
(Cadenza, p. 13)
 
Con su segundo texto “Ingrávida” confirma asimismo su orientación social, solidaria con las que, y los que, menos tienen, pero que igualmente mucho nos aportan.
 
Ahora que vuelves a subir
no debes bajar de nuevo.
Quédate como el tótem
al que se le mira hacia arriba,
quédate como un ataviado vigía de la ciudad.
(Ingrávida, p. 14)
 
Con “Asueto” y los poemas que siguen confirmamos, además, el peso específico de esta andante alma, alígera y pesarosa, que no renuncia sin embargo a la escasa belleza que es posible exprimir, extraer (aún), a esta ciudad, o a sus personajes, o bien tanto al presente como a la carga cultural, muy nuestra, que por igual con insospechado afán termina por salvarnos.
 
Lo que perturba breve, y silenciosamente mi asueto
es la comunión que alcanzo con los espíritus de Comala
materia etérea, de la ciudad silenciosa
donde los perros y el viento se enfrentan al frío
que custodia, celoso, el abandono.
(Asueto, p. 15)
 
Sus referentes son una y otra vez nuestros antihéroes citadinos cotidianos, limosneros y vienevienes, lo mismo que los entornos donde estos y uno mismo, si se lo propone, hallan sus personales tareas de sobrevivencia, pócimas de algo así como alegría diluida o al menos el espacio para el descanso contemplativo.
 
¿Cómo recordar el nombre del río
donde en la infancia nadaba? […]
La memoria de aquello se volvió el viento del verano, querer nombrarlo
es resentir el mismo azoro callado de un niño
cuando se da cuenta, que la vida se inicia para él.
(Desmemoria, p. 21)
 
Por otra parte, sin romantizarlos de ninguna manera, en su rol de voz militante nos presenta conmovedores pasajes en contra del abuso infantil, tanto como ácidos retratos de los sátrapas que osan perpetrarlos.
  
enterradores de los fetos de sus propios hijos
príncipes del indulto
bendecidores maldecidos
manoseadores de dios
eternamente viejos, y terrenalmente libres.
(Legión, p. 19)
 
Pero ante todo es su canto a la ciudad (o hasta al país), a su paisaje y su historia, y sobre todo su más noble gente lo que se extiende entonces sin cesar, calle a calle, día día, tambor a tambor batiente y asimismo valiente o doliente.
 
El agua disfruta ahogando a la tierra
atropellándose contra nosotros […]
Esa sangre traslúcida desborda por horas las alcantarillas.
Al siguiente día, lo que queda de su alma
nos tortura con una atmósfera bochornosa.
(Circular, p. 17)
 
En “Batir de alas”, la segunda parte del libro, la crónica continúa, si bien se comparten los sentires y pensares ante anécdotas de lo más íntimas, como las transiciones ante la enfermedad, si bien la dolencia catártica mayor ocurre al evocar pérdidas trágicas y los correspondientes rituales que han de cursarse, ya en los hospitales, ya en las iglesias, ya en los personales templos de la siempre inquieta e indómita memoria.
 
La muerte debe ser como dicen aquellos que tienen
al dios más viejo:
una letra hebrea que se muestra
cuando alguien toca lo prohibido.
Un animal inmortal nacido de una mistura
caduca pero perenne
emotiva y frívola
que sin saber nos hereda
nos paterna, toda la vida.
(Herida grave, p. 38)
 
Casi en la misma línea, aunque más personalizada (si ello es posible) “El vuelo del papalote” es una amplia elegía para el hermano ya perdido. Toda una celebración de su vida y su larga lucha por llevar una vida digna.
 
Por tu alcoba se llega al cosmos
de grillos atrapados
que trepan a los segunderos
en persecución de cada acto libre.
Cronómetro hipnótico de desenlaces
zambullida involuntaria a tus noches rotas
a tus mitologías personales.
Eones que devoran esos instantes
con regularidad milimétrica
y se afinan con el alcalino deseo
de infringirle cada noche
un itinerario a cada uno de tus sueños
(El vuelo del papalote, IV, p. 49)
 
Al respecto, Ana Laura, nos comparte una visión y un canto de lo más sensatos que, si bien evocan y provocan humana empatía, y nos dan constancia de su cierto y comprensible dolor, nunca caen en el estridente desgarramiento. Por el contrario, dan cuenta del atisbo de una nueva etapa de reconciliación vital, luego de haber superado las distintas etapas del duelo.
 
Hombre y hermano si escuchas en la loma
conocidos rumores por la mañana
acentos que arrecian su silbido
el llamado que has esperado
un frescor que te reconoce
que viene por ti
vuelve a buscarme y no dudes
para soltar sobre las corvas del viento
el viejo mensajero de colores
un nuevo pájaro empapelado.
(El vuelo del papalote, IX, p. 55)
 
Con ese tono asimismo elegiaco, pero aún más maduro, sereno y filosófico, en la parte final “Parvadas” continuará un disperso obituario, a la vez que galería de personajes entrañables (examantes y familiares, los más), traídos al presente siempre con un propósito más crítico o celebratorio.
 
¿Qué puede temperarte?
¿Qué te tranquilizaría?
Destierra la creencia que moviéndote
cambiarías mi destino.
Es hora que sepas
que aunque aún me arrope bajo tu plumaje blanco
solo te aceptaré, como mi madre.
(Musa alada, p. 74)
 
Entre todo ello, no falta la citación de los propios afanes de la palabra, misma que –ingobernable– nos sitúa y nos descoloca al parecer a su recanijo antojo. Encontramos aquí, entonces, anécdotas y desencantos del vivir, o del por momentos ya no quererlo, y asimismo sobre el escribir y sus afanes tampoco siempre gratos, en todo lo cual no se descartan la resignación, la ironía y hasta el franco humor.
 
Si hoy me refiero a los puentes
es porque su altura presta cierta divinidad […]
algo nos invita a saltar
para herir a las mentiras […]
Desde arriba, mirando bajo los pies el correr de los autos
rememoro a Sylvia Plath y a Alejandra Pizarnik:
su falta de dudas.
¡Pero no! Sólo deseo no quedar fuera
no quiero entregar las llaves
con la garganta caliente, y secarla al golpe del agua.
(Abstinencia, p. 69)
 
Alejados de las inalcanzables pretensiones por comprender o cambiar al mundo o vencer al destino, alejados de los altos vuelos del egoísmo vital o escritural, buscar y dejarnos llevar por el vuelo raso del buen vivir (y el buen decir, si es que se puede y hasta donde se pueda) es entonces la conclusión, y el remedio de lo más atendible que asume esta poeta.
 
Por otra parte, su soltura escritural insoslayable, y la rememoración afectiva que provoca, ameritará en todo momento la más amplia y hasta gozosa recurrencia.
 
Ana Laura Bojórquez, Vuelo raso, México, Voz Lírica, 2024.

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