TEXTOS CARDINALES Por el camino del faro | Aline Pettersson


(Diálogo imaginario entre dos mundos: Proust-Woolf)

A Luz Aurora Pimentel

Minta Rayley se lleva la mano al broche: un sauce de oro engarzado con perlas. Es tan automático el movimiento que no repara en éste. Y será la voz del pintor, quien le comenta que seguramente debe tratarse de una pieza antigua, aquello que va a sacarla de su abstracción. La mujer entonces lo oprime con fuerza, Sí, era de mi abuela. Piensa que el broche está muy ligado a estos cuadros, o mejor, al paisaje que se despliega sobre estas telas. Y el tiempo empieza a girar como en un rehilete, como en las aspas de un molino, como en la luz de un faro, para de pronto detenerse por completo, paralizarse y dejar al frente aquel atardecer.
     Las combas orladas del mar, la comba de la colina que irrumpió de súbito —torre catedralicia— de entre la bruma. Ella lo tomó entonces como buen augurio: era la torre de una futura iglesia. Porque esa caminata larga modificó la ruta de su vida. El olor del mar parece destacarse ahora por sobre el del aguarrás y los pigmentos. El olor fuerte de los líquenes, de las conchas, que el juego de la marea había puesto a la vista, mientras se había confabulado también para jugar a las escondidas con el broche. Los sentimientos acaso se mezclen igual que los colores en la paleta de un pintor, Minta —todavía Doyle aquella tarde— recuerda haber estado dividida entre dos haces de emociones. Al tiempo en que había decidido aceptar la propuesta de matrimonio del joven que la miraba expectante en esos momentos, sí, en ese momento preciso se llevó, como lo acaba de hacer ahora, la mano al pecho, y sintió el vacío. Su broche, el prendedor de su abuela, su única joya, la herencia de su sangre que ella se estaba prometiendo continuar. El objeto que ligaba las generaciones y que ella —a su tiempo— le habría entregado a su hija…
     Cuánta sangre ¡por Dios!, cuánto dolor. Cuántos muertos, el broche, casi un memento fúnebre. Tal vez su abuela, ya vieja, al prenderlo en su ropa, haya echado también la mirada hacia atrás; hacia los ausentes; hacia las promesas cumplidas, incumplidas; o hacia adelante, hacia el tiempo futuro de esa pequeña Minta que arrullaba a su muñeca de porcelana casi en silencio, cuidadosa de no llamar la atención de los mayores y que entonces se rompiera el cristal de su dicha. Esa pequeña Minta ajena aún a las reflexiones tristes.

Yo le comenté sobre las coincidencias, que, por poco original que sea el insistir en ello, no dejan jamás de alterar el alma. Se habla de la vida, del arte, de en cuál de los dos espacios se despliegan más los atributos de la imaginación. O quizá mejor sería decir, ¿dónde se reflejan, dónde se refractan vida y arte? ¿Dónde se llega a tocar la realidad? Que esta parte de mi obra, que esta serie de marinas provenga de la visita que hice en mi niñez con mis padres a ese paraje inglés ya es peculiar, pero que ella —la señora Rayley— haya conocido a los Ramsay, los amigos de mis padres con quienes nos hospedamos, es algo en verdad extraordinario.
     El paso de la guerra en medio de su horror permite establecer otros vínculos, dolerse, buscar olvido, pero también, como en una paradoja, fijar la memoria. Y yo pinté estos cuadros ansiando transformar la realidad primera, la que se ve antes de dejarse mirar. ¿El espíritu de Turner? —me preguntó ella—. Quizá, pero más bien se trata de un homenaje al maestro Elstir. El deleite de la contemplación. La línea que difumina las barreras… ¿entre goce y dolor? Los elementos marinos y los de la tierra que usurpan y ensanchan sus funciones, como en el cuadro “El puerto de Carquehuit” de Elstir, ¿lo conoce usted?
     Pero ella no contestó. La vi perderse sin despegar los labios en la superficie de las telas. Y la entendí bien, la respuesta en ese momento estaba de más. Las palabras iban a romper el efecto del instante; y acaso el arte y su contemplación no sean otra cosa que recobrar o por lo menos intentar aprehender al tiempo, al convocarlo en un objeto con su total esencia decantada. Así, la condensación del tiempo va a brotar desde el fondo de una luz particular, un aroma, una textura, un sonido, para fijarse, luego, en la frase musical, el poema, en mis marinas donde, en ocasiones, puede sugerirse la sombra del faro que tanto la ha conmovido, y que ni ella ni yo llegamos nunca a visitar. Pinté el faro como representación de ese horizonte que a veces surge de entre la niebla, pero que, perfectamente inaprehensible, se convierte en su propio fantasma, en el aura de algún santo, que va a destacarse en un vitral que la guerra haya perdonado.

Minta aún no retira la mano del broche y piensa en el genio de la lámpara de los cuentos infantiles que aparece, obediente a la reiterada caricia de los dedos, para conceder un deseo. Los mástiles y velas de los barcos apenas se adivinan en los cuadros de Horace Legrandin, que tiene frente a sí, y sin embargo se destacan lo suficiente como para ir levantando, a su derredor frente a los ojos, aquel paisaje: costa, dunas, la silueta informe de la torre en la perspectiva engañosa. Una gama de colores suaves, de veladuras permiten advertir el frágil tejido de la bruma que principia a crecer desde las orlas marinas para elevarse y cubrir la vegetación y llegar al acantilado, hasta entretejer una superficie con la otra.
     Y Paul Rayley regresó al alba, cuando ya se había ido la marea. Después, frente a la jarra humeante de té en el desayuno, bajo la mirada cálida de la señora Ramsay, y la sonrisa irónica de su marido, le entregó el broche recuperado, semioculto en un manojo de anémonas, que el hombre había recogido en su trayecto. Minta no puede evitar estremecerse a la luz del recuerdo. Por un instante ínfimo el correr de su sangre desata un furor juvenil. El viento de la pasión, del deseo se asoma por entre los riscos en aquel primer beso que, de ninguna manera, sirvió de anticipo para la dicha. Tan breve fue como la vida de las anémonas. El muy joven Andrew Ramsay, acompañante en aquel paseo donde Minta y Paul consagraron sus esponsales, murió en la trinchera, en la Gran Guerra, al estallarle una granada, apenas un año después. Su muerte fue instantánea, dijeron entonces, aunque su madre ya no lo supo. Fue instantánea, y ése es el único deseo que se atreve uno a pedir. Quiera Dios que la muerte de mi hijo Kenneth en esta otra horrible guerra haya sido misericordiosamente instantánea.
     Por fin la mano suelta el broche y se deja caer lacia por el costado. Minta piensa que la señora Ramsay fue más afortunada que ella al morir, de súbito, ignorante del triste futuro que aguardaba a su familia. Su familia… Había sido una obsesión de la señora Ramsay el querer ordenar a las personas en pareja, en familia. Quizá formaba parte del deseo de extender la belleza, que emanaba de ella, más allá de sí. Porque lo que no podía soslayarse, piensa Minta, era la atmósfera intensa que iba creciendo y que nos convocaba, a la que era imposible resistirse. Hombres y mujeres quedaban sujetos por los hilos de un tapiz que ella hubiera podido elaborar, o por el estambre de esos calcetines de lana que estaba tejiendo hace treinta años. La señora Ramsay era como esta luz que irradian los cuadros de Horace Legrandin. Suave, cálida y muy hermosa, pero que también impone su poder… Ya sobrepasé su edad un par de años, pero qué lejos estoy de su aspecto, yo me siento sola y vieja, piensa Minta.

Ella me había dicho, al pedirme venir a mi estudio, que deseaba contemplar el paisaje aquel. O lo que yo había hecho a partir del paisaje aquel. Una gran vuelta de tuerca al Impresionismo, comentó. Dos grandes conflagraciones, le respondí. Y desde luego que alguna fotografía de esa época hubiera sido mucho más fiel al modelo, aunque, pensándolo bien, no, quizá no. No se busca la exactitud sino algo que subyace en una capa profunda de la mirada. Y sé que Elstir afirmaba que “la sabiduría no se transmite, que uno mismo debe descubrirla, que la sabiduría es una manera de ver las cosas”.
     Tal vez por eso la realidad, aun invisible, está fuertemente atada al arte, porque entonces puede verse más, abarcarse más, percibirse más, los sentidos han sido afinados hasta la punta. Después el pincel hará el resto, la pintura no cuenta historias, lo que hace es un collage de las impresiones visuales, del tacto de los ojos. Aquí, el faro, la sombra de los barcos, lo rugoso de la roca, el engaño de la luz, los colores que se interpenetran producen un cierto efecto, que hoy nos acercó a ella y a mí. Y aunque no exista imagen realista alguna, o quizá por eso mismo, la apreciación del mundo en superficie, en volumen, en profundidad, se ensancha. No hay palabras que puedan decirlo, es un golpe interior que altera la estructura por debajo de la estructura ósea, por debajo de la ciega obediencia del sistema vegetativo, es una convulsión muda.
     Yo era entonces un niño pequeño y, por lo que se ve, ella, una joven mujer. Quizá como el viaje fue justo antes de que estallara la Gran Guerra, no lo he olvidado nunca, ni el sitio; ni a James y a mí escondidos entre las ramas de un enorme y tembloroso sauce llorón; ni la niebla con la que ahora he tratado de jugar en los cuadros; ni esa casa de recreo algo deteriorada, bastante distinta a la que tenía mi tío en Combray. Y hoy, al ver a la mujer vestida con el previsible traje sastre de tweed, el suéter de lana y los zapatos masculinos, tan perfectamente inglesa, pensé que la ínfima frontera de mar entre nuestros países es mayor de lo que parece.
     Acaso aquella tormenta, aquella locura del mar que viví de niño en esa tan lejana —tan casi en otra vida— estancia, empezó a afilarme la mirada. Porque entonces tuve la sensación de que en los objetos, en la naturaleza, cabe la posibilidad, la posibilidad milagrosa de gozar de algún instante en que se descubren otras capas muchísimo más profundas, donde todo de súbito parece prodigarse. Y uno se siente con una fugaz, pero muy intensa, capacidad para aprender, para comprender.
     Debe haber sido entonces también cuando reparé en el juego de la luz: el sauce, como una celosía viva, calaba los rayos entre su delicada espesura. Pero no se lo dije a nadie, porque no supe qué decir o a quién, o si era posible siquiera decirse. Aún lo ignoro, y me parece que mis cuadros serán siempre mucho más elocuentes. Mis cuadros son las metáforas que yo no tendré nunca.

Ella interrumpió su observación de las marinas para olfatear el aroma de comida que se colaba por la ventana. Seguramente en el piso de abajo estarían preparando estofado de res. Este olor, junto a sus bellas pinturas, me hace evocar aquella lejana visita a nuestros amigos comunes, me dijo. Para mí sólo se trata de un olor de comida francesa que ha estado presente siempre, le dije. Y le comenté luego que sería el olor a carnero y menta lo que me acercaría a cruzar el canal con la imaginación.
     Sentí hambre, y al ella interrogarme, un tono culinario se apropió de mi estudio. Le hablé del dulce sancocharse de la cebolla hasta el punto exacto de su perfecta e incolora transparencia. Una veladura que iría a exponer su brillo iridiscente. Quise describirle el proceso de las zanahorias, cuyo fuerte tinte tendría que ser modificado por el fuego. Porque ese color, que duplica al mismo fuego, iría transformándose, como a la llama de un fogón le sucede cuando se atizan sus brasas. Se precisa de una calma cuidadosa para obtener la pátina que finalmente culminará en la cristalizada presencia de los negros. De nuevo otra veladura. Le hablé del sellar a fuego vivo los trozos de res para preservar íntegra su fuerza esencial. Le hablé del triturar en el mortero las negras esferas de pimienta, que posteriormente irían a desparramarse y manchar la oquedad de barro y sus componentes, mientras que, por otra parte, un pequeñísimo lienzo debería sujetar el manojo de aromas que la naturaleza esparce, generosa, entre sus campos. Hierbas que han alterado y decantado el olfato y el gusto del hombre. Y luego le hablé del lento, lentísimo andar del tiempo, del calor atemperado. Pues fue en aquella casa inglesa donde disfruté de este platillo, justo una noche muy importante para mí, me dijo ella.

Con la vista en las madreselvas que trepan sobre el muro del edificio de enfrente, Minta Rayley evoca un cuadro inacabado de una amiga distante, tan distante, que ignora si sobrevivieron a la guerra el cuadro y Lilly Briscoe, su autora. En realidad, eran dos cuadros, uno de líneas geométricas, en el que Lilly experimentaba buscando la inhallable posición de un triángulo, y otro que ella misma abandonó pronto por tradicional y pasado de moda. Pero es ése en el que Minta piensa. Recuerda que en el espacio, que recreaba la sala de la casa, se perfilaban la señora Ramsay y su pequeño hijo James. Ella parecía leerle un libro de cuentos, aunque las figuras no eran nítidas, ya que sería el ventanal y la luz tamizada por un sauce, la parte central de la pintura. Pero, ¿qué me hizo recordarlo ahora exactamente?, piensa Minta. Las flores, sí, las flores, aunque no eran madreselvas sino violetas salvajes y ciclaminos rosados y púrpura que, sin que pudiera constatarse del todo, parecían asomarse de entre la cabellera de la dama. Quizá eran sólo reflejos. Pero la señora Ramsay semejaba la estampa de una bella diosa madre o una matrona pagana coronada de flores. No sería representación de la primavera, sino el tramo final del estío, piensa Minta.
     De nuevo la sorpresa, la cristalización del instante, al escuchar al pintor comparar aquel paisaje inglés con el otro paisaje de la niñez del propio pintor, el de Combray, lleno de flores, en la casa de su tío. Porque las flores han llegado a nosotros ahora, bajo el amarillo y blanco de las madreselvas, se dice Minta. Y desearía aclararse más en la memoria el cuadro que capturaba el tiempo de aquella estancia, el punto exacto en que, acaso, se vio precisada a obedecer la poco menos que perentoria invitación silenciosa de la señora Ramsay. ¿Cómo no aceptar la propuesta matrimonial de Paul, Minta?, parecían haberle dicho sus ojos. Y quizá si la dama no hubiera despertado tal efecto de seducción a su lado, tal delicada persuasión, Minta no se habría comprometido, ni habría tenido dos hijos, John en la India y Kenneth muerto en batalla y el fracaso de su matrimonio tan tan pronto. La mano se deja caer sobre el broche que fue de su abuela y que quizá nadie va a heredar ya. Mi único deseo es que la muerte de Kenneth haya sido instantánea, vuelve a decirse Minta Rayley.
     Por qué es cada quien como es no debe tener una explicación científica concreta: herencia, costumbres, tiempo de vida, circunstancias. Es probable que todo ello junto. Y yo acabé por pensar hoy en los paseos que daba mi anciano tío con su amigo Marcel, tan enamorados, ambos, de las flores, y que, por lo mismo, a su lado aprendí a gozarlas enormemente también. Carezco de la capacidad casi infinita de ellos para construir de nuevo aquel espacio florido a través de las palabras; por eso pinto, por eso las pinto.
     Y sin embargo, atrás, muy atrás, aquella manera de expresarse, aquellas imágenes están al fondo de algunos de mis cuadros. Si me detengo a meditarlo, es mi propio recuerdo gozoso, y la posibilidad de confrontar la visión real ahora, pero es mucho más la construcción mental de aquellas imágenes verbales lo que me permite distanciarme para reconstruir, ya no la realidad, sino un objeto que acaso la evoque, pero que también la cancele. Pintar es el privilegio de la mirada, el ojo que se faceta como los de aquellos moscardones que revoloteaban entre las flores en los pequeñísimos esteros que formaba el río Vivonne, a la sombra de los árboles. Como una especie de tapiz móvil, cambiante que el viento, la luz y el agua corregían de mirada a mirada.
     Eran los hilos de un tapiz o una generosa paleta cromática; eran los vuelos de la imaginación que veía escenas fantásticas de ninfas coronadas de flores de rosada espuma, de faunos ataviados con guías de enredaderas cuya constancia verde ofrecía la certeza de la inalterabilidad del tiempo. Era la irrupción azul de un apretado macizo de flores, etéreas mariposas que descansaban un instante de su vuelo a orillas del estanque. Era la posibilidad de perder la vista hasta el momento en que la escena suele terminar siempre por distorsionarse; y que entonces acabaría apropiándose de mi visión infantil. Una especie de alucinación que ya no distinguía aquello que provenía de los cuentos que en mi mente cobraban vida y aquello que se me ofrecía a los ojos, engañados por la fijeza de la mirada en un punto. Eran, al fin, reflejos duales que se alimentaban los unos a los otros.
     Nunca he olvidado el timbre de la voz ronca y vieja de mi tío, que al emocionarse, podía silbar algunas notas muy agudas. Eso en mi niñez llegó a parecerme bastante ridículo, ¡vaya qué dureza y crueldad hay en los niños! Aunque, por otro lado, había en él algo sumamente pretencioso —después lo supe— que a los de Combray desagradaba también. No era encantador, y sin embargo quizá su peculiar característica vocal me ha hecho tener lo que él decía tan presente. Porque, vistas desde hoy, desde estos tiempos tan bárbaramente duros, de los que aún no nos recuperamos, sus palabras cobran un tono de época muy lejana, de una visión de tintes a la manera de los lirios de Monet que no hablan de espacios convulsionados.
     La primavera y sus flores diversas y delicadas que se insinuaban por uno de los caminos que llevaban a Combray. Mi tío me urgía a cortar de todas ellas, para luego arreglar, en un bello recipiente de alabastro con asas de bronce muy oscuro, un gran ramo de duración más que efímera, como los amores, le escuché decirle a su amigo Marcel, sin que yo tuviera entonces edad para interesarme en ello. Es sólo que la nota en falso de su voz me resguardó su dicho en la memoria.
     La boca de mi tío se llenaba con el deleite de las mismas palabras, del ir enumerando los nombres de las flores y sus cualidades. Y más o menos recuerdo que me hablaba de: “las bolas de nieve, las margaritas, joyeles de la Pascua, la gloriosa azucena, digna de Salomón, el magnífico esmalte de colorido diverso de los pensamientos, las copas de oro, la flor de sedum, de la que habla Balzac, un escritor famoso que algún día leerás tú, querido niño, de la primera rosa, casi alada, de Jericó”, y probablemente de muchos otros nombres y muchas otras texturas, que debo haber olvidado.
     Ahora que ella reparó en las enredaderas sobre la pared de enfrente, pensé que también yo vivo aferrado al muro de los momentos felices del pasado, pero también a los que deben venir. La hecatombe de esta guerra no puede acabar con nosotros, los que la sobrevivimos. Quisiera creer que algo hemos aprendido en medio de tanto dolor. Que esto no volverá a ocurrirle a nadie.

¿A cuántos más les significará algo la presencia de aquel faro?, piensa Minta, ¿a cuántos más? Porque un objeto acaba por convocar los sentimientos y recuerdos de quien lo mira. Es gran condensador de los instantes de la vida. Dentro de su forma, indiscernible mas presente, se adhiere, idéntico a la materia, el fantasma del tiempo vivido. Pero además, el objeto pone a la luz el proceso de su propio tránsito, al que a partir de las líneas de su figura transparenta. Y es que su deterioro suele manifestarse de manera más lenta que el de la vida humana. Así, las cosas ofrecen una ilusoria sensación de pertenencia, de precaria eternidad, medida en la fidelidad de su estar ahí. ¿A cuántos les ha significado algo el viejo faro?, vuelve a pensar Minta, y regresa a la contemplación de la serie de marinas, colgadas unas, alineadas otras en el suelo. Las flores pasan a un segundo término.
     No logro decidirme por alguno de los cuadros, piensa Minta, pero debo hacerlo. Se trata de uno de esos raros momentos que quedan más allá de sí mismos, y que aquí despliega los otros caminos que yo sellé aquella tarde de verano.

La oí decirme, con la voz alterada, que el faro ya sólo existe insinuado entre la niebla en mis pinturas; que ya no existe en la realidad; que fue destruido en un ataque aéreo, pero que el trayecto que ni ella ni yo llegamos a hacer, y que ya no será posible hacer nunca, ella lo va a llevar a cabo. Que el arte es la perpetuación del tiempo, es su sublimación. Que el arte es la única manera de recuperar los instantes.

15 de octubre de 1999

Tomado del libro Obra reunida, Alfagura, 2011.



Aline Pettersson. Nació en la ciudad de México, el 11 de mayo de 1938. Narradora y poeta. Estudió letras. Ha desempeñado labores en CONACyT y la SEP. Colaboradora de Diálogos, El Gallo Ilustrado, El Universal, Novedades, Revista de Bellas Artes, Revista de la Universidad de Tabasco, Revista Universidad de México, Sábado, y Unomásuno. Becaria del CME, 1977. Premio Jurado Infantil, 1986, de la Feria del Libro de Caracas, Venezuela, por El papalote y el nopal, libro por el que también obtuvo el Premio de la Feria del Libro de Japón (1987). Premio Latinoamericano y del Caribe Gabriela Mistral, 1998, otorgado por la Editorial Cote Femmes de París y la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Más información en Enciclopedia de la literatura en México.

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