OPINIÓN 2019, setenta años de la mafia cultural | Víctor Roura


[El domingo 6 de febrero de 1949 surge un suplemento cultural en el ya desaparecido diario Novedades que encumbraría, en una estrategia calculada y fortalecida conforme pasaban los años, a determinados personajes del intelecto artístico por una decisión muy suya manteniéndose en el poder cultural pese a que el implacable tiempo ha ido mermando al cerrado grupo con sus muertes naturales. Pero la costumbre del poder es una y la misma, no importa si ésta se establece en los rigores del pensamiento reflexivo.] 

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El poder tiene numerosos, predeciblemente leales, seguidores. No sólo político, sino en todos los órdenes de la vida.
      No se diga el cultural.
      Cuando Fernando Benítez se introdujo en los medios de comunicación, inaugurando en 1949 el suplemento “México en la Cultura” en el periódico Novedades no sólo creaba un centro de congregación intelectual sino, sobre todo, un poderoso núcleo cultural de amistades que, en las acertadas palabras de Luis Guillermo Piazza, en poco tiempo se afianzaría en una mafia que, como todas las mafias, sería muy pronto un coto de privilegios donde la inclusión sería permanentemente vigilada y rigurosamente calificada.
      Como tal, pese a la intervención de personajes considerados de ilustre progresismo, el grupo no advertiría en sus estatutos, si bien nunca escritos, el modelo de la democracia sino todo lo contrario, aunque suene paradójico, porque de paradojas siempre se ha visto expuesto el quehacer cultural del país.
      Conservadora a su pesar, la mayoría de los que conformaron esa famosa mafia (porque no todas las mafias se hacen de fama y prestigio) de la cultura vivió determinando y juzgando las actitudes y los trabajos de los creadores que giraban en su entorno, pues su ventaja era que tenían una tribuna donde verter o airear sus facultades, sus decisiones, pareceres y reprobaciones, opiniones y veleidades, simpatías y antipatías, sus alabanzas y sus detracciones, sus violencias y sus amabilidades, sus lucideces pero también sus arbitrios, y aprovechándose de  este espacio fue categorizando y evaluando la actividad cultural mexicana en un momento en que no existía tal rango clasificatorio, porque México apenas entraba a una etapa de composición social tras sólo dos periodos sexenales (Lázaro Cárdenas, 1934-1940, y Manuel Ávila Camacho, 1940-1946) luego de los complejos, convulsos y aparatosos acomodamientos políticos que dejara la Revolución unas cuantas décadas atrás.

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Fernando Benítez —que viviera 88 años, de 1912 a 2000— era ya un periodista consagrado en los años cuarenta dirigiendo incluso El Nacional, el periódico del gobierno, acatando los nombramientos a modo cuando el funcionariato acomodaba sus piezas, con cauto descaro, en los distintos medios de comunicación (¡para seleccionar al conductor nocturno de noticias Televisa tenía que contar con la aprobación del presidente de la República, por ejemplo!), afirmándose éstos —los medios de comunicación— en su preclara sobrevivencia.
      Cuando a Fernando Benítez lo despiden de la dirección de El Nacional, luego de la inesperada muerte del entonces secretario de Gobernación, amigo de Benítez, el periodista decide ahora apostar por la cultura mirándola abatida, desolada, sin liderazgo alguno. Según Víctor Manuel Camposeco, autor de la historia de los primeros pasos en la cultura de Benítez —en uno de los libros de la colección “Periodismo Cultural” que la Secretaría de Cultura eliminó de sus obligaciones (para pasarle la responsabilidad al Fondo de Cultura Económica)—, muy probablemente Fernando Benítez se gastó en un bar los 500 pesos que le abonara el periódico como último pago por su dirección editorial. Lo que no dice Camposeco es que 500 pesos para 1948 era, en efecto, muchísimo dinero, cantidades excesivas que los políticos, por costumbre, compartían a los periodistas favorecidos.
      De ahí que se entienda el sencillo traspaso de Benítez al Novedades con la intención de crear en ese periódico un suplemento cultural. Después de todo, Fernando Benítez era, y lo fue siempre, amigo de todos los presidentes de México. ¿A quién no conviene un personaje de ese talante en una empresa periodística?
      Fernando Benítez se inicia en la cultura durante la administración de Miguel Alemán Valdés (1946-1952) empezando, a la vez, a distribuir los dones creativos de acuerdo a sus particulares perspectivas ajustadas, sobre todo, a sus cercanías o distanciamientos entre sí: la inteligencia también puede ser estratégicamente sectorizada, elitista o autoritaria y causar canales exclusivos de propia beneficencia. Porque la inteligencia es una cosa y la ambición otra cosa. Porque el buen hombre no necesariamente es un artista y el artista no siempre es un buen hombre.

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Si eran amigos, todo en su derredor era bueno; pero si no lo eran, sus defectos saltaban a la vista demasiado visibles. Este empeño por fortalecerse culturalmente atrajo graves consecuencias, como la admiración, indivisible, a ciertas figuras con obra mediana, por ejemplo, en la narrativa, sobradamente exaltada por la mafia, de autores como Juan García Ponce, Salvador Elizondo o Sergio Pitol; el mismo Carlos Fuentes anda a veces con tropiezos en su escritura, y errada ocasionalmente en sus conceptos de investigación, obras que han pasado por insuperadas y gloriosas, merecedoras de tesis universitarias y estudiadas hasta el cansancio por un profesorado dispuesto a no discutir con los resultados aprobatorios de los consagrados intelectuales, renuentes a los debates, problema que se ha extendido de manera ininterrumpida por siete décadas.
      Porque lo que ha traído este consentimiento generalizado ha sido una pléyade de cortesanos que ha continuado los tópicos impuestos para acomodarse resueltamente a la diestra del poder. De ahí que esta persistencia temática haya durado tanto tiempo, al grado de que, ya desaparecidos casi todos los que reinaron y vigorizaron esta mafia cultural, la teoría cultural, promovida y establecida a partir de la década de los cincuenta, permanezca inamovible, casi incólume, siendo aún beneficiada por las instituciones del Estado, cuestión que podemos observar, con claridad, con el magnífico trato que habían recibido, por lo menos visiblemente hasta antes del inicio presidencial morenista, dos grupos antípodas entre sí como Clío y Nexos, a los que el gobierno federal había compensado generosamente en su economía personal. No sólo eso. La mafia cultural en su totalidad dependía directamente, para su sobrevivencia, de la cortesía gubernamental: desde Miguel Alemán Valdés hasta Enrique Peña Nieto, doce sexenios, setenta y dos años, de consentimiento financiero. Que no es poca cosa. La costumbre se hizo ley. Por eso la desavenencia actual, la muina, la incomprensión, el choque, el enfado.
      La muerte de Fernando del Paso, ocurrida el 14 de noviembre de 2018, hizo olvidar a los dolientes, por ejemplo, su adhesión a la burocracia gubernamental porque, finalmente, Del Paso fue beneficiado enormemente por el funcionariato cultural, como toda la mafia que reinara la mitad del siglo XX (1949-1999).
      [Y aquí el señalamiento de los acomodamientos en el poder nada tiene que ver con los pensamientos o los resultados artísticos de los creadores, que una cosa no tiene que ver con la otra, porque en el caso de Fernando del Paso, por ejemplo, estamos hablando, en efecto, de un escritor de altura: su José Trigo, digamos, es una novela insuperable. Hablo, sobre todo, de las cercanías con el poder, complejas en sus resoluciones prácticas, que no teóricas, éstas de sencilla expiación cuyo máximo modelo, en México, lo tenemos en Octavio Paz, uno de los lúcidos exponentes de las tesis de la cortesanía y el principado, aunque en vida siempre el poeta dependió del Ogro Filantrópico para sobrevivir a sus anchas. ¡Cuán difícil resulta cruzar el puente entre lo dicho y lo hecho!]

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Cuando empieza el siglo XXI fallece Fernando Benítez, la cabeza visible de ese núcleo avasallador y arbitrario (¡porque ay de aquél que se opusiera a sus ideas, desterrado que era del círculo privilegiado!), aunque su secuela beneficiadora continuara hasta el día de hoy con becas, distinciones, galardones, viáticos, viajes, compensaciones, mimos, alud económico, que durante el salinato encontrara su máxima expresión. Octavio Paz influyó con su amigo el mandatario para crear el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, ese enorme centro de beneficencia para una mafia férrea y centralizadora.
      Y, sí, en esta eclosión mafiosa participaron ilustres personalidades del intelecto, que en nada disminuye sus talentos aunque sí visibiliza sus infamias.
      Pero en nombre de esta obnubilación admirativa se han cometido, efectivamente, numerosas mezquindades y vilezas.

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En una ocasión, cuando el periódico La Jornada aún estaba instalado en el número 68 de la calle de Balderas —en el Centro Histórico de la Ciudad de México—, todavía ni un año teníamos de iniciar aquella aventura periodística, me hallé al ya desaparecido Sergio González Rodríguez y a Fernando Solana Olivares cargando tantos voluminosos libros que hasta el sudor perlaba, incontenible, sus respectivas frentes. Esperaban el elevador, impacientes. Estaba yo a punto de preguntarles por qué el ejercicio extenuado cuando en ese momento apareció Fernando Benítez, su jefe (Solana Olivares y González Rodríguez eran, ambos, secretarios de redacción del suplemento cultural de La Jornada), quien, encolerizado por algún motivo, les gritaba:
      —¡Órale, pendejos, que no tengo su tiempo!
      Ignoro cuántas vueltas dieron para obedecer a su patrón en el cargamento de libros que le llegaban, por veintenas a la semana, al director del suplemento.
      Yo los miré, a Sergio y a Fernando, moviendo la cabeza de un lado a otro, compadeciéndolos.
      Pero sabía que, pese a aquella ingratitud, los dos secretarios de redacción siempre iban a hablar de la generosa actitud de don Fernando en la prensa cultural. Porque es como una costumbre referirse así a un escritor de fama, adjetivo que la misma mafia se impuso para congraciarse consigo misma.
      Empezaba 1985, faltaban todavía tres años más para que su economía personal, para cada uno de los miembros de esta fortalecida mafia cultural, se estableciera con una firmeza nunca antes vivida: en 1988 Carlos Salinas de Gortari les concedería la creación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes para que dispusieran a su antojo del presupuesto anual otorgado por el gobierno federal, que la mafia utilizó para su sagrado provecho.
      ¿No las primeras becas que concedió el Conaculta fueron otorgadas para el propio jurado que determinaría las compensaciones de esa nueva instancia benefactora suya?
      ¿No el poeta Marco Antonio Montes de Oca se vio sorprendido al ser abordado por la prensa para preguntar por su proyecto ganador y el afamado escritor no estaba enterado de su fortuna por el solo hecho de ser amigo de Octavio Paz?
      ¿No esta misma mafia era la que no concedía reconocimientos si los creadores no los solicitaban mediante una inscripción o una petición suscrita?
      ¿No existe, aún, un jurado que determina premios y castigos artísticos?
      René Avilés Fabila murió en octubre de 2016 sin haber obtenido el Premio Nacional de Literatura tras haberlo solicitado casi por una década, misma situación que aconteciera con el también ya fallecido, en diciembre de 2016, Guillermo Samperio. Porque no coincidían con los pareceres del glamoroso jurado que determina estas circunstancias. Porque los premios, en realidad, muchas veces no son reconocimientos sino compensaciones.

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El suplemento del Novedades se sostuvo de 1949 a 1961, año en que fuera expulsado Fernando Benítez de ese diario, donde publicara 665 números de “La Cultura en México”. Después, amigo de presidentes, Fernando Benítez se trasladaría a la revista Siempre! para continuar creando el suplemento ahora con el nombre invertido: “México en la Cultura”. Con dinero de por medio proporcionado por la Presidencia de la República, la mafia cultural prosiguió, indemne, su labor intelectual con el mismo objetivo de crearse, con sus insignes inteligencias, para sí un altar.
      Y esa fue, es, la línea idónea para afianzar un grupo con múltiples satisfacciones en su interior. Como en la política, que los miembros de un partido callan las atrocidades internas para poder continuar impunes con los indebidos exabruptos, lo mismo sucede en cada secta.
      No podía ser de otra manera también en la cultura, por supuesto.
      Estas siete décadas no fueron en balde para sus creadores, no así para el adjetivador de este poderoso núcleo, el escritor argentino, avecindado en México, Luis Guillermo Piazza (1922-2007) quien en su libro La mafia (1968) apunta varias obscenidades acometidas por estos intelectuales, que le valieran, a Piazza, el destierro cultural, por cierto.
      Los ínclitos fundadores de esta mafia se han ido diluyendo por el implacable tiempo.
      Pero sus enseñanzas no han disminuido, pues las apreciamos, a veces con demasiada alevosía, en algunas publicaciones contra los que no pertenecen a su mismo círculo, silenciando su paso por este mundo. Emmanuel Carballo (1929-2014) entendía muy bien este encajoso procedimiento: decía que no había nada peor para un creador que el silencio en torno suyo, práctica que realizaba con premeditada alcurnia la mafia cultural, paradójicamente considerada “progresista” por la prensa mexicana. Y los que hacíamos notar estas minucias éramos, sencillamente, unos resentidos del sistema, fácil manera de saldar el espinoso asunto, tal como comentó una vez Hugo Hiriart a un reporterto que lo entrevistaba para un periódico que yo dirigía.
      —Roura está resentido con el Conaculta porque ha pedido becas pero no las ha obtenido —dijo Hiriart.
      El reportero le dijo que Víctor Roura no había pedido ninguna beca, pero Hiriart desestimó la afirmación zanjando el asunto: él estaba en lo cierto, no el reportero, y allí se acababa el tema.
      Pero yo no he pedido, hasta este momento de mi vida, ninguna beca a ninguna institución cultural. Sin embargo, no me sorprendió el hecho pese a la demoledora inteligencia de Hugo Hiriart simplemente porque su creencia se ajusta perfectamente a los cánones discursivos proclamados por la mafia: quien no está con ella, está contra ella.
      Y punto.
      No hay vuelta de hoja.


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Para eso precisamente se crean grupos, no para pluralizar culturalmente al país sino para apropiarse sectariamente, si dicho núcleo prospera, de los posibles beneficios que la práctica intelectual trae consigo.
      Las enseñanzas de la mafia cultural, con poderosos profesores como Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Jaime García Terrés u Octatvio Paz, han sido resistentes a los cambios sexenales, permanecido impertérritas en la práctica y absolutamente indispensables, por el simulacro —bien plantado y planteado— del progresismo político que no daña ni perjudica las entrañas del sistema establecido, ni en las decisiones que se toman en las burocracias oficiales: la apariencia crítica es un detonador satisfactorio en las políticas oficiales.
      ¡Porque ahora resulta que haber servido a Díaz Ordaz y a Luis Echeverría, o a Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, o a Vicente Fox y Felipe Calderón, o a De la Madrid y Peña Nieto, tal como lo hicieron numerosos creadores inmersos en la mafia cultural, ha sido parte de un irremediable orgullo del que hoy se congratulan pensadores y artistas!
      Setenta años después… 

VÍCTOR ROURA. Posee una trayectoria de más de 40 años en el periodismo cultural. Fundador de importantes medios en el país, como Unomásuno y La Jornada, y creador de la sección cultural de El Financiero, así como de los periódicos culturales De Largo Aliento y La Digna Metáfora. Es autor de medio centenar de libros en los que ha explorado el ensayo, el cuento, la poesía, la narrativa e incluso la ilustración para hablar acerca de rock, erotismo, prensa y literatura (poética y narrativa, sin hacer a un lado las letras infantiles); se ha adentrado en la crónica de las perplejidades del medio escritural e informativo y demás jocosidades del ámbito en el que se ha desempeñado toda su vida. Subdirector cultural de Notimex.

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