—No voy a ir—
Lo dijo casi en murmullo, él salía de casa rumbo a su trabajo, los niños desayunaban en el comedor, listos para la escuela, las loncheras alineadas junto a la puerta.
Ella siempre se quedaba sola en casa, limpiaba la cocina, ponía la lavadora, tendía las camas, preparaba de comer frente al televisor, adormeciéndose con los programas para amas de casa, con el actor de la telenovela de moda bailando ridículamente el pasito del canguro.
La ducha le despejo la cabeza, se vistió de viernes y salió por la compra del día. Paso por sus hijos al colegio; llevaba lo necesario en el baúl de trasero del sedan que volaba por el malecón rumbo a la playa. Era un día soleado de abril, la brisa despeinaba su cabello rizado, y las risas de los niños que aún no entendían por qué iban a la playa si no era domingo, la hacían sentirse más atrevida de lo que era.
Comieron atún, fruta y sándwiches bajo la sombra escuálida de una palmera, hicieron castillos de arena, descubrieron un patito silvestre malherido junto a una roca, su pequeña hizo una camita en la lonchera y lo arrullo el resto de la tarde.
Lo vio venir caminando con dificultad sobre la arena caliente, venía gritando, haciendo aspavientos con las manos, los chicos corrieron entusiastas a recibirlo, él los hizo a un lado mientras continuaba avanzando directo hacia ella.
—¡Ya viste qué hora es!— grito.
—No voy a ir— respondió tranquila, te había dicho en la mañana—.
Él la miró con rabia, le dio la espalda, y regreso por donde había llegado. Ella no se movió. Quedaba algo de luz antes de que el sol se ocultara en el azul oscuro del mar, y esa era la hora del día que más le gustaba; atrajo a sus hijos, besó en el cuello a la más pequeña, y disfrutaron una puesta de sol estupenda.
Por primera vez, desde que llegó al puerto hace más de seis años, se sintió valiente. Las cosas no funcionarían igual que antes y, aunque sintió miedo, sonrió para sí. Estaba lista.
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Adris Calderón. Integrante del Taller literario "Letras tintas". Radica en Guadalajara, Jalisco.
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