RELATO La mujer de las dunas | Anaïs Nin



Louis no podía dormir. Se revolvió en la cama, se puso bocabajo, y, escondiendo la cara en la almohada, se restregó contra las sábanas calientes como si estuviera sobre una mujer. Pero cuando la fricción lo acaloró, se detuvo.
Se levantó de la cama y miró el reloj. Eran las dos en punto. ¿Qué podía hacer para aplacar la excitación? Salió del estudio. Había luna y veía con claridad los caminos. El lugar, una ciudad costera de Normandía, estaba lleno de pequeños chalés que se alquilaban por una noche o por una semana. Louis vagabundeaba sin rumbo fijo.
Vio que en uno de los chalés había luz. Era un chalé metido en el bosque, aislado. Le intrigó que hubiera alguien levantado tan tarde. Se acercó sin hacer ruido, dejando sus huellas en la arena. Las persianas estaban echadas, pero no cerraban bien, de forma que pudo mirar dentro de la habitación. Y sus ojos dieron con la más pasmosa visión: una cama muy ancha, repleta de almohadas y colchas revueltas, como si antes hubiera sido el escenario de una gran batalla; un hombre, al parecer arrinconado contra un montón de almohadones, como si se hubiera retirado después de una serie de ataques, recostado como un pacha en su harén, muy tranquilo y satisfecho, desnudo y con las piernas cruzadas; y una mujer, también desnuda, a quien Louis solo veía la espalda, retorciéndose delante de este pacha, ondulándose y obteniendo tal placer en lo que estuviera haciendo con la cabeza entre la piernas del hombre que su culo temblaba trémulo y las piernas se tensaban como si estuviese a punto de saltar.
De vez en cuando el hombre le ponía la mano sobre la cabeza, como para contener su frenesí, y trataba de alejarse. Luego, ella saltó con gran agilidad, colocándose encima, arrodillada sobre la cara. El hombre no se movió. Tenía la cara debajo del sexo de la mujer y esta, sacando el estómago, se lo ofrecía.
Al quedar él encajado debajo, era ella la que se movía al alcance de la boca del hombre, que aún no la había tocado. Louis vio el sexo del hombre, empinado y agrandado, y al hombre tratando de ponerse a la mujer encima mediante un abrazo. Pero ella se mantuvo a corta distancia, mirando complacida el espectáculo de su hermoso estómago, su vello y su sexo tan cerca de la boca del hombre.
Después, poco a poco, se acercó lentamente y, doblando la cabeza, observó la humedad de la boca del hombre entre sus piernas.
Durante largo rato se mantuvieron en esta posición. Louis estaba tan excitado que se apartó de la ventana. De haber seguido más tiempo, hubiera tenido que tirarse al suelo y satisfacer su ardiente deseo como fuera, y eso no quería hacerlo.
Comenzó a tener la sensación de que en todos los chalés estaba ocurriendo algo que a él le hubiera gustado compartir. Anduvo más de prisa, obsesionado por la imagen del hombre y la mujer, por el vientre firme y redondo de la mujer cuando se arqueaba sobre el hombre…
Al cabo llegó a las dunas de arena y la absoluta soledad. Las dunas brillaban como colinas nevadas en la noche clara. Más allá estaba el mar, cuyos rítmicos movimientos oía. Anduvo bajo la luz blanca de la luna. Y entonces vislumbró una figura delante de él, que andaba a pasos ligeros y airosos. Era una mujer. Llevaba puesta una especie de capa, que el viento henchía como una vela y que parecía impulsarla. Nunca la alcanzaría.
Ella andaba hacia el mar y él la siguió. Anduvieron largo rato sobre las dunas que parecían nieve. Al llegar a la orilla, ella dejó caer al suelo sus ropas y quedó desnuda en medio de la noche estival. Echó a correr hacia la rompiente. Y Louis, imitándola, también se deshizo de las ropas y entró corriendo en el agua. Solo entonces le vio ella. Al principio se quedó inmóvil. Pero cuando vio el cuerpo joven a la luz de la luna, la hermosa cabeza y la sonrisa, ya no sintió miedo. Él fue nadando hacia ella. Se sonrieron mutuamente. La sonrisa de él, aún de noche, era deslumbrante; y también la de ella. Casi no distinguían otra cosa que sus sonrisas brillantes y los contornos de sus cuerpos perfectos.
Él se acercó. Ella lo dejó. De pronto, Louis se echó a nadar hábil y graciosamente sobre el cuerpo de ella, rozándolo y sobrepasándolo.
Ella seguía nadando y él repitió el cruce por encima. Luego ella se puso en pie y él buceó y pasó entre las piernas. Rieron. Los dos estaban a sus anchas en el agua.
Louis estaba profundamente excitado. Nadaba con el sexo erecto. Entonces se acercaron el uno al otro, agachados, como si fueran a pelear. Él apretó el cuerpo de la mujer contra el suyo y ella percibió la dureza del pene.
Él lo colocó entre las piernas de la mujer. Ella lo tocó. Sus manos la registraban y acariciaban por todas partes. Luego, ella volvió a alejarse y él tuvo que nadar para alcanzarla. De nuevo con el pene provocativamente entre las piernas de la mujer, la apretó con mayor fuerza y trató de penetrarla. Ella se zafó y salió corriendo del agua a las dunas de arena. Él corrió detrás, chorreando, resplandeciente y riéndose. El calor de la carrera volvió a encenderlo. La mujer se dejó caer en la arena y él encima de ella.
Entonces, en el momento en que más la deseaba, súbitamente le abandonó la potencia. Ella yacía esperándolo, sonriente y húmeda, y su deseo se fue amansando. Louis estaba confundido. Había estado rebosando de deseo durante días. Quería tomar a aquella mujer y no podía. Se sentía profundamente humillado.
—Hay mucho tiempo —dijo ella. Curiosamente, su voz estaba llena de ternura—. No te muevas. Estoy muy bien.
Ella le pasó su calor. El deseo no volvía, pero le gustaba sentirla. Sus cuerpos yacían juntos, vientre contra vientre, el vello sexual enzarzado, los pechos de ella clavándole las puntas y las bocas pegadas.
Se soltó para mirarla: las largas piernas esbeltas y lustrosas, el abundante vello púbico, la encantadora piel pálida que resplandecía, los pechos abundantes y muy erguidos, los cabellos largos, la amplia sonrisa de la boca.
Estaba sentado en la postura de Buda. Ella se aproximó y cogió con la boca el pequeño pene alicaído. Lo lamió suavemente, con ternura, demorándose alrededor de la punta. El miembro se rebulló.
Louis bajó los ojos para contemplar cómo la boca, ancha y roja, se redondeaba alrededor del pene. Una mano le acariciaba los testículos, la otra removía la cabeza del pene, cubriéndola y sacudiéndola muy despacio.
Luego, sentándose apoyada contra él, lo cogió y lo metió entre sus piernas. Lo frotó suavemente contra el clítoris, una y otra vez. Louis miraba la mano, pensando en lo hermosa que era con el pene cogido cual si fuera una flor. El pene se estiró, pero no estaba lo bastante duro para penetrarla.
Al abrirse el sexo de la mujer, Louis vio brotar la humedad de su deseo, brillante a la luz de la luna. Ella seguía frotando. Los dos cuerpos, igualmente hermosos, se doblegaban a la frotación; el pequeño pene sentía el contacto de la piel de la mujer, su carne cálida, y gozaba con el contacto.
—Dame la lengua —dijo ella, acercándose.
Sin dejar de frotarle el pene, le cogió la lengua con la boca y le tocó la punta con su propia lengua. Cada vez que el pene le rozaba el clítoris, la lengua de ella rozaba la punta de la lengua de él. Y Louis sintió cómo el calor descendía de la lengua al pene, recorriéndole de pies a cabeza.
—Saca la lengua, sácala —dijo ella con voz ronca.
Él obedeció. Ella volvió a gritar:
—Sácala, sácala… —obsesivamente.
Cuando lo hizo sintió tal conmoción en todo su cuerpo que parecía como si el pene se alargara hacia ella, como si fuera a alcanzarla.
Ella mantenía la boca abierta, dos delgados dedos alrededor del pene y las piernas separadas, esperando.
Louis sintió el torbellino de la sangre que le recorría el cuerpo y descendía al pene. El miembro se puso duro.
La mujer esperó. No cogió inmediatamente el pene. Dejó que de vez en cuando rozara la lengua contra la de ella. Le dejó jadear como perro en celo, abriendo su ser, estirándose hacia ella. Él miraba la boca roja del sexo de la mujer, abierto y expectante, y de pronto la violencia del deseo le hizo temblar y completó la erección. Se arrojó sobre ella, con la lengua dentro de su boca y el pene abriéndose camino en su interior.
Pero tampoco ahora pudo correrse. Rodaron juntos largo rato. Finalmente, se pusieron en pie y anduvieron, llevándose las ropas. El sexo de Louis estaba empalmado y tenso y ella disfrutaba viéndolo. De vez en cuando se dejaban caer en la arena y él la tomaba, la revolcaba y la dejaba mojada y salida. Y al seguir andando, yendo ella delante, la rodeaba con los brazos y la arrojaba al suelo, de modo que copulaban a cuatro patas como los perros. Él temblaba dentro de la mujer, empujaba y vibraba y le sostenía los pechos con las manos.
—¿Quieres? ¿Quieres tú? —preguntó Louis.
—Sí, pero despacio; no te corras. Me gusta así, repitiendo muchas veces.
Tan mojada y enfebrecida estaba la mujer. Andaba esperando el momento en que la tirara de nuevo a la arena y volviera a tomarla, excitándola y dejándola antes de que se hubiera corrido. Cada vez volvía a sentir las manos del hombre sobre su cuerpo, la arena cálida contra su piel, la caricia de la boca del hombre, la caricia del viento…
Mientras andaban, ella sostenía en la mano el pene erecto. Una vez lo detuvo, se arrodilló delante e introdujo el miembro en la boca. Él se mantuvo arriba, de pie, adelantando ligeramente el vientre. Otra vez ella apretó el pene entre los pechos, almohadillándolo, sujetándolo y dejándolo resbalar por el blando abrazo. Avanzaban como borrachos, aturdidos, palpitantes y vibrando a consecuencia de las caricias.
Luego vieron una casa y se detuvieron. Él le pidió que se escondiera entre la maleza. Quería correrse; no la dejaría hasta haberse corrido. Ella estaba muy excitada, pero, no obstante, quería contenerse y esperarle.
Esta vez, cuando estuvo dentro de la mujer, empezó a temblar y por último se corrió violentamente. Ella se había montado encima para alcanzar su propia satisfacción. Los dos aullaron al unísono.
Echados de espaldas, descansando, fumando, con el amanecer próximo, sintieron frío y se cubrieron con las ropas. Sin mirar a Louis, la mujer le contó una historia.
Estaba en París cuando ahorcaron a un extremista ruso que había matado a un diplomático. Por entonces vivía en Montparnasse, frecuentaba los cafés y había seguido el proceso con apasionamiento, al igual que todos sus amigos, porque el hombre era un fanático y había respondido a lo Dostoyevski a cuantas preguntas le hicieron, afrontando el proceso con gran valor religioso.
En aquellos tiempos todavía se ejecutaba a la gente por los delitos graves. Habitualmente se llevaba a cabo al amanecer, cuando no había nadie, en una placita cercana a la prisión de la Santé, donde se irguiera la guillotina en la época de la Revolución. Y no era posible acercarse demasiado porque lo impedía la policía. Pocas personas asistían a estos ahorcamientos. Pero en el caso del ruso, dadas las grandes pasiones que había despertado, decidieron asistir todos los estudiantes y artistas de Montparnasse, los jóvenes agitadores y los revolucionarios. Aguardaron en pie toda la noche, emborrachándose.
Ella había esperado con los demás, había bebido con ellos y estaba muy excitada y asustada, por primera vez vería morir a una persona. Por primera vez sería testigo de una escena que sería repetida muchas veces, muchísimas veces, durante la Revolución.
Hacia el amanecer, la multitud se dirigió hacia la plaza, hasta donde lo permitía el cordón desplegado por la policía, y formó un círculo. La marea de la multitud la arrastró a un punto situado a unos diez metros del cadalso.
Allí se quedó, apretada contra el cordón policial, fascinada y aterrorizada. Luego, un revuelo de la multitud la empujó a otro sitio. De todas formas, poniéndose de puntillas, podía ver. La gente la aplastaba por todas partes. El reo apareció con los ojos vendados. El verdugo estaba dispuesto y esperaba. Dos guardias cogieron al hombre y, lentamente, lo guiaron por la escalera del patíbulo.
En aquel momento se dio cuenta de que alguien se apretaba contra ella con mucha más fogosidad de lo normal. En su estado tembloroso y excitado, la presión no era desagradable. Tenía el cuerpo enfebrecido. De cualquier forma, casi no se podía mover; tan clavada la tenía la curiosa multitud.
Llevaba una blusa blanca y una falda con botones a todo lo largo de un costado, a la moda de entonces: una falda corta y una blusa a cuyo través se veía la ropa interior rosada y se adivinaba la forma de los pechos.
Dos manos le rodearon la cintura y sintió con toda claridad el cuerpo de un hombre, su deseo duro contra su propio culo. Contuvo la respiración. Tenía los ojos fijos en el hombre que iban a ahorcar y los nervios la torturaban. Al mismo tiempo, aquellas manos avanzaron hacia sus pechos hasta apresarlos.
Estaba aturdida por las sensaciones contradictorias. No se movió ni volvió la cara. Ahora una mano buscaba una abertura de la falda y descubrió los botones. Cada botón que soltaba la mano la hacía suspirar de miedo y alivio. La mano se detenía, por si protestaba, antes de pasar al siguiente botón. Ella no hizo el menor movimiento.
Luego, con destreza y rapidez inesperadas, las dos manos hicieron girar la falda de forma que la abertura quedase detrás. En medio de la palpitante multitud, lo único que ahora sentía era el pene deslizándose lentamente por la abertura de la falda.
Sus ojos seguían fijos en el hombre que ascendía al patíbulo y, a cada latido del corazón, el pene avanzaba un poco más. Había atravesado la falda y abierto un siete en las bragas. Lo sentía caliente, firme y duro contra su carne. Ahora el condenado estaba de pie sobre el patíbulo y le pusieron la soga al cuello. El dolor de verlo era tan grande que convertía el contacto carnal en un alivio, en algo humano, cálido y consolador. Le pareció que el pene que se estremecía entre sus nalgas era algo hermoso de coger, que era vida, vida a la que cogerse mientras se desarrollaba la muerte…
Sin decir una palabra, el ruso dobló la cabeza sobre el nudo. El cuerpo de ella tembló. El pene avanzaba entre los blancos bordes de las nalgas, abriéndose inexorablemente su carne.
Palpitaba de miedo y la palpitación era la misma para el deseo. A la vez que el condenado saltó al vacío y a la muerte, el pene se estremeció dentro de ella, vertiendo su cálida vida.
La multitud aplastaba al hombre contra ella. Casi dejó de respirar y, conforme el miedo se convirtió en placer, en salvaje placer al sentir la vida mientras el hombre agonizaba, se desmayó.
Después de esta historia, Louis descabezó un sueñecito. Al despertar, saturado de sueños sensuales, vibrando a resultas de un imaginario abrazo, vio que la mujer se había ido. Pudo seguir las huellas sobre la arena durante un buen trecho, pero desaparecieron en la zona arbolada que daba a los chalés, y así la perdió.

Anaïs Nin. Pájaros de fuego. Plaza Janés editores 2ª edición 1990. 176 páginas.

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