RELATO Un destello de luz | Alberto Llanes


Así que con la rebeldía de una niña de escasos diez años, y con la ayuda de un tío muy querido que ahora descansa en el cielo para la eternidad, mi mamá de nombre Ana María y mi tío de nombre Ricardo, se pusieron de acuerdo para no dormir y ver y conocer a los Santos Reyes.
Esta historia no me pasó a mí. Es lo que he escuchado que mi mamá cuenta cada Navidad. Y lo narra con vívida emoción, con ojos iluminados, con la inocencia de lo que a unos niños les pudo haber ocurrido. Es una historia de Navidad, es una historia de amor y, hasta cierto punto, de rebeldía.

Resulta que mi madre, siendo apenas una niña, tenía la curiosidad de ver (o conocer ella en persona) a los Santos Reyes.

En el Distrito Federal es tradición que los niños pidan sus juguetes a los tres andariegos reyes que, guiados por una estrella llegaron a Belén a visitar y adorar al niño Jesús, amén de llevarle, cada uno, un regalo.

La historia la conocemos todos, incluso sabemos que llevan por nombres: Melchor, Gaspar y Baltazar; que iban montando en sendos animales: Caballo, Camello y Elefante; e incluso sabemos que uno era rubio, otro castaño y el otro moreno, y que llevaban oro, incienso y mirra. Eso dice la tradición.

Esa misma que ha pasado de generación en generación hasta nuestros días, y en lugar de Santa Claus (que tiene su propia historia, leyenda, tradición y hasta país) en México, (ya dije que más propiamente en el Distrito Federal) los niños esperan la llegada de estos personajes para recibir juguetes, pedir un deseo, que se haga realidad un sueño o simplemente para continuar con la tradición.

Así que mi madre, hija de una familia de ocho hermanos, nueve con ella, un día tuvo la inquietud (como la que todos alguna vez hemos tenido), de permanecer despierta la noche del cinco de enero para saber cómo eran los reyes magos. Verlos, sentirlos, analizar sus trajes, todo.

Saber, por ejemplo, cómo, quiénes y qué hacían, por dónde entraban, cómo es que sabían exactamente qué juguete dejar en cada casa, etcétera. Hay que tener en cuenta que la Ciudad de México es una urbe extensa, grandísima. Se antoja imposible que una noche baste para atender a tantos niños. Pero, a decir de la historia y la tradición, ellos sí pueden hacerlo, ellos y Santa Claus.

Así que con la rebeldía de una niña de escasos diez años, y con la ayuda de un tío muy querido que ahora descansa en el cielo para la eternidad, mi mamá de nombre Ana María y mi tío de nombre Ricardo, se pusieron de acuerdo para no dormir y ver y conocer a los Santos Reyes. Esos personajes que viven en la imaginación.

Antes de esto, como es obvio y tradición, tuvieron que hacer lo necesario para verlos, ya saben, eso de portarse bien, arreglar y adornar el arbolito navideño con muchas luces de colores que prendían y apagaban, obviamente dejar la cartita con un bonito saludo, con la consigna de que este año quizá no fue en el que se portaron mejor, pero con la promesa de que el venidero sería mucho mejor y, claro, con la solicitud de los juguetes, ropa o enseres deseados.

Ese día, cinco de enero de mil novecientos sesenta y seis, mi madre y mi tío engañaron a los adultos (tarea fácil, a veces) y, en tanto todos dormían, ellos permanecieron despiertos. Imagino que habían tramado un plan, un plan que ellos a esa tierna edad no sabían que era un plan, obviamente. Así que en medio del silencio que nos regala la noche, en medio de la inocencia de un par de niños, en medio de los nervios que siempre lo traicionan a uno, se quedaron despiertos hasta que un sonido extraño (de esos que siempre hay en todas las noches y que nos sobresaltan, asustan e incomodan); ese ruido los levantó de la duermevela quizá, del letargo quizá, de la ensoñación quizá y, con paso raudo, de puntillas, viendo en todas direcciones, con el corazón dando vuelcos se levantaron del camastro y fueron con rumbo a la sala de donde provino ese repentino ruido.

Aquí recuerdan (los pequeños) que no pusieron ningún calcetín con la notita dentro, recuerdan también que olvidaron poner el tradicional vaso de leche con algunas galletas por si los visitantes traían hambre. Mi tío era un muchacho astuto, inteligente, más pequeño en edad que mi madre y ahí van, caminando rumbo al árbol, él siempre detrás de ella, esperando que ese ruido escuchado con anterioridad les dijera algo, no sé, lo que fuera.

Dice mi madre que en el justo medio de ese lugar un refrigerador ocupaba un espacio en ese entorno, así que cada uno por un lado, cuan pequeños que eran, con las pijamas puestas, con los gorritos en la cabeza, las pantuflas en los pies y agachados y sin hacer el menor de los ruidos (sólo el que producía el frigorífico), esperaron a que el sonido que había salido justo de la sala les dijera algo, ¿qué?, no lo sabían, pero que les dijera algo.

En eso estaban los dos pequeños cuando un haz de luz iridiscente les cegó los ojos a ambos, era una luz producida por no saben qué elemento o fuerza o centro de poder, sólo dicen que vieron una luz intensa y, luego de un breve rato (cuando las pupilas se acostumbraron al enceguecedor brillo), observaron la aparición de un rostro, un rostro hermoso, barbado, de gente madura pero no tanto, de gran personaje, de… ¿rey mago?, un rostro limpio, puro, sincero, tierno, un rostro amigable, que sonrió, que no los vio, pero que sonrió; ellos, tan niños, tan pequeños, se abrazaron asustados, sí, asustados sí, por lo que estaban viendo, por lo que estaba pasando, porque no lo podían creer, porque su sueño se había hecho realidad.

Dice mi madre que no gritaron porque no había motivo para hacerlo, (pero que sí estaban muy asustados), que todo se llenó de mucha paz, de mucha tranquilidad, de mucho amor, poco a poco la luz se fue apagando y los niños así como llegaron se regresaron, sin ver nada más, sin pensar en nada más, sin imaginar nada más que lo que habían visto con sus propios y pequeños ojos.

No vieron a los tres personajes, no, aseguran que nada más era un rostro, ni siquiera el cuerpo completo, no, sólo un rostro.

Al otro día los regalos aparecieron como es tradición, abajo del árbol de Navidad, eran nueve regalos, uno para cada hijo, quizá no era exactamente lo que había pedido, pero para una familia numerosa y de escasos recursos económicos, tener nueve regalos para igual número de niños era un milagro, milagro que esa noche (o mañana ya del día seis de enero) se vio reflejada en el rostro de todos los hermanos, pero más en el ojo de estos dos pequeños, que vieron lo que vieron y que ahora les comparto.

Fotografía | Imágenes de Google 

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