Cuando el sol
comenzó a ocultarse, su pierna empezó a moverse al ritmo grave de su
respiración, su cuerpo se puso tenso y su corazón se aceleró. Empezó a
transpirar frías gotas de sudor que como un río descendían sin control por su
rostro. Sacó del bolsillo un pedazo de servilleta y lo pasó por la frente. Sus
manos temblorosas las llevó a su boca y pedazos de sus uñas, tiernas y
delicadas, comenzaron a caer una a una al piso, víctimas del crujir de sus
dientes.
El viento
nocturno hizo su aparición, soplando y sacudiendo con más fuerza el columpio, produciendo
un sonido que hería sus oídos y aceleraba aún más su respiración. El frío le
enchinó la piel obligándola a cruzar los brazos para cubrirse, ya que sólo un
pequeño vestido la envolvía. Sentía un escozor en el cuerpo con esa ropa tan
pegada. Por más que trataba de jalarla para cubrir sus piernas, no podía,
porque arriba se descubrían sus pequeños y redonditos senos.
El hombre frente
a ella era alto, tenía un corte de cabello tipo militar y la cara llena de cicatrices
de acné. Se quitó de la boca el cigarrillo y dejó escapar el humo directamente en
el rostro de Angélica, haciendo que cerrara los ojos por el ardor que le
produjo. Al disiparse la humareda, tras esa sonrisa de dientes chuecos y de
color amarillento, pudo divisar algo macabro. Inmediatamente desvió la mirada y
la enterró en el suelo. Esos ojos retorcidos la intimidaban.
— ¡Cuidadito y
me quedes mal! Si es así, te juro que no te vuelves a levantar en un mes —dijo
con fuerza el hombre de dientes amarillentos.
Angélica solo
asintió. “Qué más me queda”, pensó. La última vez que se había dejado ganar por
los nervios y el miedo, había corrido con lágrimas hacia su casa. Se sentía
segura aún tras esas paredes de cartón y una puerta de madera amarrada con
lazos. Había mirado con lágrimas la foto de su madre, que estaba junto a un
vaso con flores de buganvilias y una veladora encendida, la extrañaba mucho y
pedía que la ayudara; pero aquella foto no había podido librarla de la paliza
que el hombre le había puesto.
—Párate bien
—dijo él—. ¡Qué vestido tan feo te pusiste! Ni lo lavaste.
—Es el que me
dio —dijo Angélica con voz temblorosa y confundida—, y sí lo…
—Ya, ya, no
quiero oírte más —le interrumpió.
El hombre de
dientes amarillentos le había dicho que no llevara uno de esos vestidos colorados
y floreados que usaba; y para asegurarse, le había dado uno que se había
encontrado. El vestido parecía más bien un fondo ralo, que alguna vez había
sido de color blanco.
Una camioneta
Lincoln negra de doble cabina con ventanas polarizadas se estacionó al otro
lado de la calle. Cuando el hombre de dientes amarillentos la vio, se dirigió con
presteza hacia ella. Mientras, Angélica se quedó parada observando, con el
corazón palpitándole. Sus pensamientos estaban en Sofi, la muñeca que su madre
le había regalado en su cumpleaños, y con la que hacía algunas horas había
jugado, la bañó, le cambió de ropa y le hizo una trenza con su cabello rojizo.
Angélica le contaba todo mientras ella la escuchaba paciente, mirándola con sus
ojos grandes y azules. Desde que su madre se la dio, no hubo noche que no
durmieran juntas, y cuando la mujer murió, solo con ella se sentía segura. A
pesar de que Sofi era su única y mejor amiga, Angélica envidiaba que no tuviera
lágrimas. Muchas veces, después de ser golpeada por el hombre de dientes
amarillentos, deseó ser de plástico como ella para no sentir nada.
La ventanilla de
la puerta trasera bajó lentamente y Angélica notó el rostro de un hombre que
escondía los ojos tras unas gafas oscuras. Él se asomó inclinando la cabeza y
se bajó los lentes con el dedo índice. La miró de pies a cabeza detenidamente.
Ella se encogió, como si tratara de esconderse, sintió un escalofrío que recorrió
su cuerpo y la piel se le enchinó de miedo, al grado de hacerla estremecerse. Cuando
esos ojos negros y pesados terminaron de hurgarla tuvo la sensación de que su
corazón iba a explotar.
— ¿Seguro que es
nueva en esto? —preguntó el hombre de las gafas.
— ¡Claro!
—No vale los
mil. Exageraste —dijo el hombre de las gafas—, te doy 500.
Sacó los
billetes de un sobre y se lo puso enfrente sacudiéndolos de arriba abajo. Los
ojos del hombre de dientes amarillentos no perdían de vista el dinero.
— ¿Qué pasó? —Dijo
el hombre de dientes amarillentos—. Me han ofrecido más que eso. Además está en
su mero punto, ¡cómo le gustan, tiernitas! No va encontrar otra así.
—Si no quieres,
no —replicó el hombre de las gafas y guardó nuevamente el dinero en el sobre—,
ve adonde te den más.
Ordenó a su
chofer partir y empezó a subir la ventanilla. El hombre de dientes amarillentos
estaba indeciso, pero pensó que probablemente no encontraría un cliente mejor,
y los billetes frente a él lo llamaban. Con rapidez estiró la mano para detener
el subir de la ventanilla.
—Está bien,
cerremos trato —con ansia febril tomó el sobre y empezó a contar.
El hombre de las
gafas abrió la puerta, dirigió la mirada otra vez a Angélica y le dijo que
subiera. Ella, angustiada, se volvió hacia el hombre de dientes amarillentos:
aún tenía la esperanza de que la llamara para ir a casa. Pero él seguía
contando su ganancia. Temblorosa, subió el primer pie y se sostuvo de la puerta
para entrar, sentía que sus piernas se romperían en pequeños cristales.
—Me dio gusto
hacer negocios —terminó por decir el hombre de las gafas—. Usted es lo que
llamamos “un buen padre”.
Subió la
ventanilla. Miró a Angélica sentada junto a él y le sonrió. Ella no le prestó
atención, iba con la mirada petrificada viendo al frente mientras la camioneta
avanzaba.
—No tengas
miedo, nada malo te pasará. Solo es cuestión de que te portes como una niña
buena —le dijo el hombre de las gafas al tiempo que le ponía una mano en la
pierna.
Angélica cerró
por un momento los ojos y unas lágrimas le escurrieron por las mejillas. A su
mente acudió la envidia que le tenía a su muñeca por las lágrimas que jamás
había visto brotar en ella.
ARTURO FLORES MARTÍNEZ. Originario
del Estado de Morelos. Licenciado en Idiomas. Ha tomado algunos cursos de
literatura, realización cinematográfica y escritura de guion de cine. Participó
en una convocatoria y obtuvo la publicación de un compendio de cuentos en Playa
del Carmen, Qroo.
Fotografía | Imágenes de Google
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