POESÍA Anulación de Eva | Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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a las de la frontera, y a las de la patria,
las negadas de nombre, las negadas de vida.
I

La noche pega en los muros y el agua resuena
a través del eco de su propio cuerpo,
como una pisada que se adelanta al peso del pie sobre el suelo,
como una sombra dejada tras de la llama
que se ha consumido sin que nadie se conmoviera;
y el frío penetra la oscuridad, y la angustia se adhiere
a las grietas profundas de la memoria.
Entre la noche y el agua pasan las horas, pasa la bruma,
pasa la espera.

El cuerpo y la materia, el cansado golpe de la noche,
la bruma y la duda, la carne que se desvanece
por las comisuras delgadas del aire, la negación
de las voces y los nombres dentro de las listas interminables
que se quiebran en los dedos con el tremor de los pasos
entre los callejones deshabitados.
Se puede paladear entre el aire la estridencia de un llanto
profundamente arrastrado en las plazas y los árboles,
la señal inamovible de una cosecha sangrienta
que no se televisa para el coliseo de la conformidad,
que no se menciona entre la espuma que arde bajo las uñas.


II

Tengo bajo la punta de la lengua el amargor
de una respuesta que no llega, de una memoria
que se desgasta en la imposibilidad de completarse,
de llegar a un puerto conocido por los días.
Todo en el mundo ha sido puesto en venta,
                     sin despreciar la simpleza de su monótona arrogancia,
                     sin pesar las entrañas antes de gritar la subasta
en la que el silencio se impone sobre todos los rostros.
No es una persona,
                                    son todas las voces que se revuelven.
No es una mujer,
                                    son todas las mancillaciones pronunciadas.
Y la balanza que sostiene al mundo se descarna
por la peonza poco antes de reventar
en las sombras que se adueñan de las figuras elementales
                        de la vida
sin dejar las grasientas huellas de la obviedad
que nos arranca los labios;
entonces somos también el silencio.


III

¿A qué se reduce una persona?
                     A la espera de un rostro detrás del escritorio.
¿A qué se reduce la espera de una respuesta?
                     A la espera de una promesa rota.
No me duelen los nombres que no conozco. No me duelen
las promesas que no se cumplieron. Lo que me fastidia
es la desgana corrompida que se asienta por detrás de las palabras
que se enjugan su propia complicidad.
¿Acaso desaparece una persona en realidad?
¿se reduce a la elemental constitución de su materia
y se subleva en el aire, y entonces no queda detrás
más que una cifra, una herida en el pecho que no puede cerrar
porque es un boquete archivado que no se entiende?
Siempre quedan un par de ojos que todo lo miran
siempre queda una cadena de rebabas sangrientas
que tiran desde lo alto para aceitar los engranes
de la poderosa hambre por el cuerpo, por sus dones
reducidos a una mercancía perfectamente sustituible.

Dicen que nadie puede ver, que nadie puede encontrar
la paja sangrienta en las ciudades que nos atraviesan
sin que nadie pretenda darse cuenta.


IV

Las manos se sienten demasiado ligeras,
se anudan con los dedos propios, con la crispada
elocuencia de las horas que crecen exponencialmente
hasta volver arena los ojos, hasta que la ausencia
cobra el cuerpo y la forma de una conformación
que deambula por la casa, rompiéndolo todo.

No existe una respuesta si no existe un problema.
por eso el blindaje colorido de los discursos,
                     y la bondad venenosa de su sintaxis.
Pero incluso la pena es una llama que va creciendo,
Y que no deja de apoderarse de las vocales que
vienen detrás de ella, de su florecimiento de cristalinas
rosas ensangrentadas que cortan la mirada,
el aire que atraviesa el nombre que ha sido despojado
de su cuerpo, de su lumínica concentración
que ha sido tomada entre las sombras ante la permisividad
perversa de todos.

Pero incluso nombrar lo que desaparece es peligroso,
tanto para la memoria como para su búsqueda,
para la salvaje desesperación que impulsa a los amputados
del amor que se disolvió en la noche,
y que incluso arrastra las cuchillas dentro de las casas,
dentro de la piel humana,
que se rasga y descompone en las cicatrices
con que nos llenamos de vergüenza.


Zepeda Villarreal, Ernesto Adair. (Texcoco, Estado de México, 1986). M.C., Economista. XVI Premio Nacional de poesía Tintanueva 2014, con Reminiscencias. Primer lugar del III certamen Buscando la Muerte, del Centro Cultural Mexiquense Bicentenario, 2014. Actualmente es el Editor del proyecto Colectivo Entrópico. Ha publicado en revistas y medio digitales. Los libros colectivos más recientes donde ha participado son: El conto de los faunos (C. Entrópico), Masturbación Latina (La Fonola Cartonera, Chile), Lo poéticamente incorrecto (MiCielo Ediciones), A contraolvido (Alja Ediciones), Poetas Latinoamericanos (Imaginantes, Argentina), entre otros. Tiene publicado el dossiere Estatua de Fuego en la Revista Bitácora de vuelos.

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