TEXTOS CARDINALES La jaula | Bertram Chandle

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Dentro de una cierta línea de pesimismo crítico muy típica de la ciencia ficción, Chandler consigue con este relato un pequeño clásico: el viejo tema de la naturaleza de la inteligencia, o más bien de su «diagnóstico» (¿cómo descubrir si un ser completamente extraño es inteligente?, o, viceversa, ¿cómo demostraría un hombre a seres completamente extraños que es inteligente?), tiene sin duda en The Cage una de sus versiones definitivas.

El encarcelamiento siempre es una experiencia humillante, por mucha filosofía que tenga el preso. El encarcelamiento por otra persona de la misma raza ya es malo en sí, pero al menos el preso puede hablar con sus captores, logrando que le comprendan; incluso puede abogar por su causa.
El encarcelamiento es doblemente humillante cuando los aprehensores, con toda honestidad, le tratan a uno como a un animal inferior.
El grupo de la nave de reconocimiento tenía, quizá, una excusa al no considerar a los supervivientes del crucero interestelar Lode Star como seres racionales. Habían transcurrido al menos doscientos días desde su aterrizaje en el planeta sin nombre, aterrizaje forzoso cuando los generadores Ehrenhaft de la nave, funcionando muy por encima de su capacidad normal por culpa de un fallo del regulador electrónico, apartaron a la nave de su rumbo regular hacia una región inexplorada del espacio. La Lode Star aterrizó sin problemas, pero poco después (los males nunca vienen solos), su batería se descontroló y el comandante ordenó al contramaestre que evacuase a los pasajeros y a los miembros de la tripulación que no fuesen necesarios para reparar la avería, llevándoles a todos lo más lejos posible de la nave.
Hawkins y sus evacuados estaban ya muy lejos cuando se produjo el luminoso desprendimiento de energía, con una explosión poco violenta. Los supervivientes pretendieron volverse a contemplar el siniestro, pero Hawkins continuó obligándoles a caminar, mediante maldiciones y algunos golpes. Por suerte, se habían alejado mucho de la nave y no sufrieron los efectos de la radiactividad.
Cuando los fuegos artificiales parecieron haber terminado, Hawkins, acompañado por el doctor Boyle, cirujano de la nave, volvió al lugar de la catástrofe. Los dos hombres, temerosos de la radiactividad, tomaron precauciones y permanecieron a prudente distancia del cráter, poco hondo y aún humeante, que señalaba el sitio donde había estado la nave. Resultó obvio para ellos que el comandante, junto con sus oficiales y técnicos, no eran ya más que una parte infinitesimal de la nube incandescente que había formado una seta sobre la penumbra inferior.
Después, los cincuenta y pico de hombres y mujeres, los supervivientes de la Lode Star, fueron degenerando. No fue un proceso rápido, puesto que Hawkins y Boyle, ayudados por un comité compuesto por los pasajeros más responsables, ofrecieron una fuerte resistencia a la degeneración, pero era una lucha sin esperanzas. El clima estaba en contra de ellos, para empezar. El calor era excesivo, siempre fluctuando alrededor de los 30 grados centígrados. Y había humedad: una llovizna caliente que caía de manera constante. El aire contenía abundantes esporas de hongos, que, si bien no atacaban la piel humana, sí se alimentaban con la materia orgánica muerta, con la ropa. También corroían, aunque en menor grado, los metales y las telas sintéticas que llevaban muchos de los náufragos.
El peligro, un peligro exterior, habría ayudado a mantener la moral. Pero allí no había animales peligrosos. Sólo unas criaturas de piel lisa, parecidas a ranas, que saltaban por entre la maleza y, en los numerosos riachuelos, unos animales acuáticos cuyos tamaños iban desde el del tiburón al del renacuajo, si bien todos poseían la belicosidad del primero.
La comida no fue problema después de las primeras horas de hambre. Los voluntarios probaron un hongo grande y suculento que crecía en las hojas de unos árboles semejantes a helechos. Anunciaron que eran sabrosos. Al cabo de cinco horas, ninguno había muerto ni se quejaba de dolores abdominales. Aquellos hongos se convirtieron en la dieta única de los náufragos. Unas semanas más tarde encontraron otros hongos, así como moras y raíces, todos comestibles, que aportaron una variación muy bien recibida.
El fuego, a pesar del calor que todo lo invadía, era lo que más echaba de menos aquella gente. Con él habrían podido enriquecer su dieta atrapando y cociendo lo que parecían ranas del lluvioso bosque y los peces de los ríos. Algunos más valientes se comieron en crudo a esos animales, pero los demás miembros de la comunidad les miraron con el ceño fruncido. Además, el fuego habría ayudado a disipar la oscuridad de las largas noches, y la sensación de frío producida por las incesantes gotas de agua que caían de cada hoja, de cada rama.
Al huir de la nave, casi todos los supervivientes poseían encendedores de bolsillo, pero éstos se perdieron cuando los bolsillos, junto con toda la tela que les rodeaba, se desintegraron. De todos modos, los intentos de hacer fuego en los días en que aún poseían encendedores habían fracasado, pues, como masculló Hawkins, no existía un solo sitio seco en todo el maldito planeta. Ahora era imposible ya hacer fuego, puesto que aunque hubiese estado presente un experto en el arte de frotar dos palos secos, no habría encontrado material con que trabajar.
Construyeron un refugio permanente en la cresta de una loma. (Por lo que habían visto, no había montañas en el planeta.) Allí, el terreno estaba menos arbolado que en las llanuras circundantes, y el suelo no era tan pantanoso. Consiguieron cortar ramas de los supuestos helechos y fabricaron unas chozas muy toscas, más por gozar de cierta intimidad personal que por las escasas comodidades aportadas. Se aferraron con desesperación a las formas de gobierno del mundo que habían abandonado, eligiendo un consejo. Boyle, el cirujano, fue nombrado presidente. Hawkins, ante su sorpresa, fue elegido miembro del consejo por una mayoría de sólo dos votos. Al meditar sobre ello comprendió que muchos náufragos todavía debían de estar enojados contra el personal de la nave por su situación actual.
La primera asamblea del consejo tuvo lugar en una choza, si así podía llamarse, construida con tal propósito. Los miembros del consejo se acuclillaron en círculo. Boyle, el presidente, se puso lentamente en pie. Hawkins sonrió torvamente al comparar la desnudez del médico con la pomposidad que parecía haber asumido con el rango adquirido, al comparar su dignidad con el aspecto andrajoso ofrecido por su cabello gris, sin cortar ni peinar, y su barba enmarañada.
—Damas y caballeros —empezó Boyle.
Hawkins contempló a su alrededor los cuerpos desnudos y pálidos, las cabelleras polvorientas, despeinadas, las uñas largas y sucias de los hombres, y los labios sin pintar de las mujeres.
«Supongo que yo —pensó— tampoco ofrezco el aspecto de un oficial, de un caballero.»
—Damas y caballeros —repitió el doctor Boyle—, hemos sido elegidos, como sabéis, para representar a la comunidad humana de este planeta. Sugiero que en esta primera asamblea discutamos nuestras posibilidades de sobrevivir, no como individuos, sino como raza…
—Me gustaría preguntar al señor Hawkins cuáles son las probabilidades de que nos rescaten —dijo uno de los dos miembros femeninos, una mujer seca, solterona, con las costillas y las vértebras muy visibles.
—Pocas —repuso Hawkins—. Como saben, no es posible la comunicación con otras naves ni con las estaciones planetarias mientras funciona el impulso interestelar. Cuando lo cerramos, dispuestos a aterrizar, mandamos una llamada de socorro…, pero sin poder fijar nuestra situación. Además, no sabemos si alguien recibió la llamada…
—Señorita Taylor —le interrumpió Boyle—, señor Hawkins, debo recordarles que yo soy el presidente electo de este consejo. Más tarde iniciaremos una discusión general. Como la mayoría de nosotros sabrá ya, la edad de este planeta, biológicamente hablando, corresponde más o menos a la de la Tierra en la era carbonífera. Como todos sabemos, no existe aún ninguna especie que pueda desafiar nuestra supremacía. Cuando surja esta especie, o sea, algo análogo a los lagartos gigantescos de la era triásica de la Tierra, deberíamos ya estar firmemente establecidos…
—¡Estaremos muertos! —exclamó uno de los asistentes.
—Estaremos muertos —concedió el médico—, pero nuestros descendientes vivirán. Por tanto, hemos de decidir cómo podemos ofrecerles un comienzo lo mejor posible. Hemos de inculcarles un lenguaje…
—El lenguaje no importa, doctor —gritó la otra mujer miembro del consejo. Era una rubia delgada, de rostro duro—. Yo estoy aquí para tratar de la cuestión de la descendencia. Represento a las mujeres en edad de concebir, pues, como saben, somos quince. Todas las chicas han sido hasta ahora muy, pero que muy cuidadosas. Y tenemos razón para serlo. ¿Puede usted, como médico, garantizar (considerando que no tenemos medicinas ni instrumentos) unos partos seguros? ¿Puede garantizar que nuestros hijos vivirán?
Boyle dejó de lado su pomposidad como un traje raído.
—Seré sincero. No tenemos, como usted ha dicho, señorita Hart, ni medicinas ni instrumentos. Pero puedo asegurarle, señorita Hart, que las posibilidades de un parto seguro son mucho mejores que las existentes en la Tierra en, digamos, el siglo XVIII. Y le diré por qué. En este planeta, por lo que sabemos (y llevamos ya el tiempo suficiente para conocer todos sus problemas), no existen microorganismos nocivos para el hombre. De haber existido, los cuerpos de todos los supervivientes serían, en este momento, unas masas de supuración. Naturalmente, la mayoría ya habría muerto hace mucho de septicemia. Y creo que esto contesta a sus dos preguntas.
—Todavía no he terminado —exclamó ella—. Hay algo más. Entre hombres y mujeres somos cincuenta y tres. Hay diez parejas casadas… de modo que no las contaremos. Esto deja a treinta y tres personas, de las cuales veinte son hombres. Veinte hombres y trece mujeres (¿verdad que siempre tenemos mala suerte las mujeres?). No todas somos jóvenes… pero somos mujeres. ¿Qué clase de matrimonio estableceremos? ¿Monógamo? ¿Poliándrico?
—Monógamo, claro —opinó con sequedad un individuo alto y delgado.
Era el único de los presentes que estaba vestido… o algo por el estilo. Las ramas formaban como un taparrabos desde su cintura, con un cinto hecho de tallo de enredadera, aunque tal prenda apenas servía para su propósito.
—De acuerdo —asintió la señorita Hart—. Monógamo. Yo también lo prefiero. Pero les advierto que de esta manera habrá conflictos. Y en todo asesinato pasional o por celos, la víctima suele ser la mujer… y en ciertas ocasiones, el hombre. Y esto no interesa.
—Entonces —quiso saber el doctor Boyle—, ¿qué propone usted?
—Esto, doctor. Cuando se trate del apareamiento, hemos de prescindir del amor. Si dos hombres quieren casarse con la misma mujer, que luchen. El mejor se llevará a la chica… y la conservará consigo.
—Selección natural —murmuró Boyle—. Me gusta. Propongo que se ponga a votación.

En la cumbre de la loma había una depresión superficial, un coso natural. En torno al reboorde se sentaron los náufragos… menos cuatro de ellos. Uno de éstos era el doctor Boyle, que había descubierto que sus deberes de presidente comportaban el de árbitro. Habían sostenido que él podría juzgar mejor cuándo uno de los contendientes estaba a punto de sufrir lesiones permanentes. Otro de los cuatro era la señorita Hart. Había encontrado una ramita aserrada con la que se peinaba el cabello, y también había confeccionado una guirnalda de flores amarillas para el vencedor.

        ¿Sería, se preguntó Hawkins al sentarse con los miembros del consejo, un encuentro de acuerdo con las ceremonias nupciales de la Tierra, o retrocederían a algo mucho más antiguo y oscurantista?
—Lástima que esos malditos mohos hayan destruido nuestros relojes —se quejó el hombre sentado a la derecha de Hawkins—. De haberlos tenido, podríamos cronometrar los asaltos, organizando un combate perfecto.
Hawkins asintió. Contempló a los cuatro que estaban en el coso: la mujer altanera, bárbara; el pomposo anciano, los dos jóvenes barbudos de cuerpos blancos y relucientes. Los conocía bien a ambos: Fennet había sido cadete mayor de la desdichada Lode Star, y Clemens, al menos siete años mayor que Fennet, era un pasajero, prospector de los mundos de la frontera.
—Si pudiéramos apostar algo —continuó el otro— yo lo haría por Clemens. Ese cadete no tiene la menor probabilidad. Le entrenaron para luchar limpio… y Clemens sabe luchar sucio.
—Fennet está en mejores condiciones físicas —replicó Hawkins—. Se ha ejercitado, mientras que Clemens se ha limitado a comer y dormir. ¡Fíjese en su panza!
—No hay nada malo en un cuerpo gordo, sano y musculoso —objetó su interlocutor, acariciándose su propia barriga.
—¡Nada de atacar a los ojos, nada de mordiscos! —advirtió el cirujano—. ¡Y que venza el mejor!
Retrocedió, apartándose de los luchadores, colocándose junto a la mujer.
Los dos antagonistas se contemplaron un poco cohibidos, con los puños colgando a sus costados. Ambos parecían lamentar que las cosas hubiesen llegado a tal punto.
—¡Adelante! —gritó al fin Mary Hart—. ¿No me queréis? ¡Aquí viviréis muchos años… y sería horrible sin una mujer!
—Mary, siempre podrán esperar hasta que tus hijas sean mayores —se oyó la voz de una de sus amigas.
—¡Si las tengo alguna vez! —respondió Mary—. ¡A este paso nunca las tendré!
—¡Adelante! —rugió la multitud—. ¡Adelante!
Fennet esbozó un ataque. Avanzó con desconfianza y alargó el puño derecho hacia el rostro descubierto de Clemens. No fue un golpe fuerte, pero debió resultar doloroso, porque Clemens se llevó una mano a la nariz, la retiró y miró la sangre que la manchaba. Gruñó, y se precipitó hacia adelante con los brazos abiertos, para abrazar y aplastar a su contrincante. El cadete saltó hacia atrás, amagando dos veces más con la derecha.
—¿Por qué no le pega? —preguntó el vecino de Hawkins.
—¿Para romperse los huesos de los dedos? —sonrió Hawkins—. No llevan guantes…
Fennet decidió plantar cara. Se mantuvo firme, con los pies ligeramente separados, y volvió a poner en movimiento su derecha. Esta vez no apuntó al rostro de su contrario, sino al vientre. Hawkins se sorprendió al ver que el prospector aceptaba los golpes con aparente ecuanimidad. Debía de ser mucho más resistente de lo que parecía.
El cadete se hizo a un lado con presteza… y resbaló en la húmeda hierba. Clemens cayó pesadamente sobre su rival; Hawkins oyó el ¡ufff! cuando el aire salió de los pulmones del joven. Los gruesos brazos del prospector le rodearon… y la rodilla de Fennet subió con malas intenciones hacia la ingle de Clemens. El prospector chilló, pero no soltó su presa. Tenía una de sus manos en tomo a la garganta de Fennet, y la otra, con los dedos engarfiados, apuntando a los ojos del cadete.
—¡Nada de sacar los ojos! —gritó Boyle—. ¡Nada de sacar los ojos!
Se dejó caer de rodillas y asió con aunabas manos la gruesa muñeca de Clemens.
Algo obligó a Hawkins a levantar la vista. Se trataba de un sonido, aunque era dudoso. Los espectadores se estaban comportando como los fanáticos de un encuentro de boxeo. Pero no se les podía reprochar… ya que era la primera situación excitante a la que asistían desde la pérdida de la nave. Pudo ser un sonido lo que hizo que Hawkins levantase la mirada, pudo ser el sexto sentido que poseían todos los astronautas. Lo que vio le hizo chillar.
Planeando sobre el coso se hallaba un helicóptero. Había algo extraño en su forma, una rareza sutil, que le dio a entender a Hawkins que no era un aparato terrestre. De pronto, de su vientre liso y brillante cayó una red de un metal opaco. La red envolvió a los dos contendientes del suelo y atrapó a Boyle y a Mary Hart.
Hawkins volvió a gritar…, un simple alarido. Se puso en pie y corrió para ayudar a sus atrapados compañeros. La red parecía viva. Se enredó sola en torno a las muñecas y tobillos del ex contramaestre. Otros náufragos se dispusieron a ayudarle.
—¡Apártense! —gritó él—. ¡Dispérsense!
El zumbido del helicóptero aumentó estridentemente. El aparato se elevó. En un tiempo increíblemente breve, el coso fue a los ojos de Hawkins sólo un platillo verde pálido en el que correteaban alocadamente unas hormigas. Luego, la máquina voladora subió más, atravesó la base de las nubes bajas, y Hawkins ya sólo distinguió una infinita blancura.
Cuando por fin descendió, Hawkins no se sorprendió al divisar la torre plateada de una enorme nave espacial que estaba entre los arbustos de una meseta nivelada.
El mundo al que habían sido trasladados habría sido mucho mejor que el que habían abandonado, de no ser por el amable error de sus captores. La jaula en la que los tres hombres fueron metidos imitaba, con notable fidelidad, las condiciones climáticas del planeta sobre el que había aterrizado la Lode Star. Era de cristal, y de unas duchas del techo caía una constante llovizna de agua caliente. Un par de helechos proporcionaban protección contra aquel leve aguacero. Dos veces al día se abría una escotilla al fondo de la jaula, hecha de una especie de cemento armado, y pedazos de hongo similares a los que les habían alimentado en el otro planeta les iban siendo entregados. En el suelo de la jaula había un agujero, que los prisioneros supusieron era para propósitos sanitarios.
Al lado había otras jaulas. En una estaba sola… Mary Hart. Ella podía hacerles gestos, saludarles… pero nada más. La jaula del otro lado contenía a un animal parecido a una langosta con cierta mezcla de calamar. AS otro lado del amplio camino había otras jaulas, aunque los presos no veían qué albergaban.
Hawkins, Boyle y Fennet se sentaron sobre el suelo mojado y miraron a través del grueso cristal y las rejas de los que, a su vez, les miraban desde fuera.
—Si al menos fuesen humanoides —rezongó el doctor—. Si tuvieran la misma forma que nosotros, podríamos tratar de convencerles de que somos seres inteligentes.
—No tienen la misma forma —replicó Hawkins—. Y a nosotros, de ser la situación al revés, nos costaría mucho convencernos de que esos barriles de cerveza, con seis patas son hombres y hermanos nuestros… Prueba otra vez el teorema de Pitágoras —le ordenó al cadete.
Sin gran entusiasmo, el joven rompió unas ramas del helecho más próximo. Las rompió en pedazos más pequeños, y luego los dispuso sobre el suelo en forma de un triángulo rectángulo, con cuadrados en los tres lados. Los extraterrestres, uno grande, otro más pequeño y uno casi enano, le miraban sin curiosidad con sus ojillos planos, opacos. El mayor metió la punta de un tentáculo en un bolsillo, pues llevaban ropas, y sacó un paquete brillantemente coloreado, que entregó al enano. Este le quitó la envoltura y empezó a meter trozos de algo azul dentro de la ranura de su costado, en la parte superior, que sin duda le servía de boca.
—Ojalá alimentaran así a los animales —suspiró Hawkins—. Ya estoy harto de éstos malditos hongos.
—Recapitulemos —propuso Boyle—. De todos modos, no podemos hacer nada más. Nos sacaron de nuestro campamento por helicóptero… a seis de nosotros. Nos llevaron a la nave de reconocimiento…, que en manera alguna parecía superior a nuestras naves interestelares. Usted nos aseguró, Hawkins, que la nave utilizaba el impulso Ehrenhaft o algo tan igual como su hermano gemelo.
—Correcto —asintió Hawkins.
—En la nave nos metieron en jaulas separadas. No hubo malos tratos, nos alimentaron y nos mojaron a intervalos frecuentes. Aterrizamos en este extraño planeta, del que nada hemos visto. Y nos encajonaron en jaulas como al ganado en un camión. Sólo sabíamos que nos llevaban a alguna parte. El camión se para, se abre la puerta y un par de esos barriles de cerveza animados introduce unos palos con una edición más pequeña de aquella red en sus extremos. Cogen a Clemens y a la señorita Taylor, y se los llevan. No hemos vuelto a verles. Los demás pasamos la noche y todo el día siguiente en jaulas individuales. Y al día siguiente nos traen a este… zoológico.
—¿Cree que les habrán matado para su estudio anatómico? —preguntó Fennet—. Clemens no me gustaba, pero…
—Temo que sí —repuso Boyle—. Gracias a esto, nuestros carceleros deben de haber aprendido las diferencias de nuestros sexos. Por desgracia, por medio de la vivisección no es posible determinar el grado de inteligencia.
—¡Los muy brutos! —exclamó el cadete.
—Calma, hijo —le aconsejó Hawkins—. No podemos censurarlos. Nosotros hemos viviseccionado a animales mucho más parecidos a nosotros de lo que nosotros nos parecemos a esos… bichos.
—El problema —continuó el médico— es convencer a esos… bichos, como usted les llama, Hawkins, de que somos seres racionales como ellos. ¿Cómo deben definir a un ser racional? ¿Cómo definimos nosotros a un ser racional?
—Lo es el que conoce el teorema de Pitágoras —repuso el cadete, malhumorado.
—Leí no sé dónde —terció Hawkins— que la historia del hombre es la historia del animal que usa herramientas, que hace fuego…
—Entonces, hagamos fuego —sugirió el cirujano—. Fabriquemos herramientas y usémoslas.
—No sea tonto. Ya sabe que no tenemos nada aquí. Ni siquiera una dentadura postiza ni un diente de metal. Y con todo… —hizo una pausa—. Cuando yo era joven, hubo entre los cadetes de las naves interestelares una resurrección de las viejas artes y artesanías. Nos considerábamos descendientes en línea directa de los antiguos marineros a vela, de forma que aprendimos a empalmar cuerdas y cables, a hacer nudos marineros y todo lo demás. Luego, a uno se le ocurrió confeccionar cestos. Estábamos en una nave de pasajeros y confeccionábamos los cestos secretamente, pintándolos con colores chillones, que vendíamos a los pasajeros como auténticos souvenirs de los planetas de Arturo VI. Hubo un poco de alboroto cuando el comandante y el contramaestre lo descubrieron…
—¿Qué insinúa? —se interesó el cirujano.
—Sólo esto. Demostraremos nuestra destreza manual trenzando cestas… Les enseñaré de qué modo.
—Podría dar resultado —opinó Boyle, lentamente—. Podría darlo… Por otra parte, no olvide que algunas aves y animales hacen lo mismo. En la Tierra tenemos el castor, que construye estupendas presas. Y el pájaro tinolorinco, que fabrica enramadas para su cónyuge como parte del ritual nupcial.
El jefe carcelario debía conocer seres cuyos hábitos conyugales se parecían a los del tinolorinco terrestre. Al cabo de tres días de fabricar cestos febrilmente, lo cual despojó de todas sus ramas a los helechos, al tiempo que les dejó sin camas, sacaron a Mary Hart de su jaula y la pusieron junto a los tres hombres. Una vez se le hubo pasado su histérico placer por tener alguien con quien hablar otra vez, se mostró indignada.
Era agradable, pensó Hawkins amodorrado, que Mary estuviese con ellos. Unos días más de encierro solitario seguramente habrían acabado con los nervios de la joven. Pero tener a Mary en la jaula también ofrecía algunos inconvenientes. Hawkins tenía que vigilar a Fennet. Y también a Boyle… ¡el viejo chivo!
Mary chilló.
Hawkins se despertó por completo. Veía la forma pálida de Mary (en aquel planeta nunca era totalmente de noche) y, al otro lado de la jaula, las formas de Fennet y Boyle. Se levantó apresuradamente y se tambaleó hacia la joven.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Yo… no sé… Algo pequeño, con garras afiladas… Corrió sobre mí…
—Ah —sonrió Hawkins—, era Joe.
¿Joe? —repitió ella.
—No sé exactamente qué es —respondió él.
—¡Pero decididamente es un macho! —aseguró el médico.
—¿Y quién es Joe? —insistió Mary.
—Debe de ser lo equivalente al ratón de este planeta —explicó Boyle—, aunque no se le parece en nada. Atraviesa el suelo, no sé cómo, en busca de restos de comida. Estamos intentando domesticarlo…
—¿Domesticar a ese monstruo? —gritó Mary—. ¡Exijo que hagan algo! ¡Al momento! ¡Que lo envenenen o lo atrapen! ¡Ahora mismo!
—Mañana —decidió Hawkins.
—¡Ahora!
—Mañana —volvió a decir Hawkins con firmeza.

    La captura de Joe fue sencilla. Dos cestos planos, unidos como las valvas de una ostra, formaron la trampa. Dentro había un cebo… un gran pedazo de hongo. Y había un muelle hábilmente colocado, de modo que al menor tirón al cebo caería. Hawkins, que yacía insomne en su mojado lecho, oyó el débil chasquido que significaba que la trampa había funcionado. Oyó los indignados chillidos de Joe, que arañaba dentro de la trampa.

        Mary Hart dormía. La despertó.
—Lo hemos atrapado —le comunicó.
—Entonces, mátenlo —dijo ella, adormilada.
Pero no mataron a Joe. Los tres hombres le tenían simpatía. Al día siguiente, lo trasladaron a una jaula confeccionada por Hawkins. Incluso la joven calló cuando vio la indefensa bola de pelaje multicolor saltando con indignación en su cárcel. Mary insistió en alimentar al animal, y gritó alegremente cuando los tentáculos del bicho se alargaron para coger de entre sus dedos el fragmento de hongo.
Durante tres días casi lo amaestraron. Al cuarto día, los seres a los que consideraban sus carceleros entraron en la jaula con sus redes, inmovilizaron a los ocupantes y sacaron a Joe y a Hawkins.
—Creo que no hay esperanza —se lamentó Boyle—. Hawkins ha seguido el mismo camino que…
—Los habrán disecado a todos, exhibiéndolos en algún museo —añadió tristemente Fennet.
—¡No! —gritó Mary—. ¡No se atreverían!
—Oh, sí —suspiró el médico.
Bruscamente, se abrió la escotilla de la jaula.
Antes de que los tres amigos pudieran retroceder en busca de la inútil protección del rincón, llamó una voz:
—¡Todo va bien! ¡Salgan!
Hawkins entró en la jaula. Estaba afeitado, y el comienzo de un saludable bronceado oscurecía la palidez de su piel. Llevaba un taparrabos confeccionado con una tela de un rojo vivo.
—¡Salgan! —repitió—. Nuestros anfitriones se han disculpado sinceramente, y nos han preparado un alojamiento más adecuado. Después, tan pronto como tengan una nave a punto, recogeremos a los otros supervivientes.
—No tan de prisa —suplicó el cirujano—. Cuéntelo todo, ¿quiere? ¿Qué les dio a entender que éramos animales racionales?
El rostro de Hawkins se ensombreció.
—Sólo los seres racionales —contestó— meten a otros seres en jaulas.


Arthur Bertram Chandler (Inglaterra, 1912-1984), escritor de ciencia ficción, presenta una historia de sobrevivientes humanos en su cuento "La jaula" (1957) de un viaje estelar que se adaptan al ecosistema de un planeta remoto, hasta que sus líderes son secuestrados por una especie extraterrestre en forma de pulpos, que estudia a dos miembros sacrificándolos para hacerles vivisección, pero ofrece rescatar a los náufragos restantes del planeta precario para dotarles de un mejor ambiente en su planeta. Este cuento presenta el universo como un espacio mezclado de tecnología y primitivismo. La nave Lode Star encalla en un planeta que ofrece algo de comida y abrigo, sin embargo pasado el tiempo la mayoría de estos humanos quedan desnudos y tienen que cuestionarse sobre como poblar ese mundo, distribuir en parejas a los solteros, desarrollar la técnica para dominar el ambiente y hacer de la especie humana la líder para cuando surjan especies terribles como los dinosaurios en ese planeta. (Información tomada de: árealibros).


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