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Dentro de una cierta línea de pesimismo crítico muy típica de la ciencia ficción, Chandler consigue con este relato un pequeño clásico: el viejo tema de la naturaleza de la inteligencia, o más bien de su «diagnóstico» (¿cómo descubrir si un ser completamente extraño es inteligente?, o, viceversa, ¿cómo demostraría un hombre a seres completamente extraños que es inteligente?), tiene sin duda en The Cage una de sus versiones definitivas.
El encarcelamiento siempre es una experiencia humillante, por
mucha filosofía que tenga el preso. El encarcelamiento por otra persona de la
misma raza ya es malo en sí, pero al menos el preso puede hablar con sus
captores, logrando que le comprendan; incluso puede abogar por su causa.
El
encarcelamiento es doblemente humillante cuando los aprehensores, con toda
honestidad, le tratan a uno como a un animal inferior.
El grupo de la
nave de reconocimiento tenía, quizá, una excusa al no considerar a los
supervivientes del crucero interestelar Lode Star como seres racionales. Habían
transcurrido al menos doscientos días desde su aterrizaje en el planeta sin
nombre, aterrizaje forzoso cuando los generadores Ehrenhaft de la nave,
funcionando muy por encima de su capacidad normal por culpa de un fallo del
regulador electrónico, apartaron a la nave de su rumbo regular hacia una región
inexplorada del espacio. La Lode Star aterrizó sin problemas, pero poco
después (los males nunca vienen solos), su batería se descontroló y el
comandante ordenó al contramaestre que evacuase a los pasajeros y a los
miembros de la tripulación que no fuesen necesarios para reparar la avería,
llevándoles a todos lo más lejos posible de la nave.
Hawkins y sus
evacuados estaban ya muy lejos cuando se produjo el luminoso desprendimiento de
energía, con una explosión poco violenta. Los supervivientes pretendieron
volverse a contemplar el siniestro, pero Hawkins continuó obligándoles a
caminar, mediante maldiciones y algunos golpes. Por suerte, se habían alejado
mucho de la nave y no sufrieron los efectos de la radiactividad.
Cuando los
fuegos artificiales parecieron haber terminado, Hawkins, acompañado por el
doctor Boyle, cirujano de la nave, volvió al lugar de la catástrofe. Los dos
hombres, temerosos de la radiactividad, tomaron precauciones y permanecieron a
prudente distancia del cráter, poco hondo y aún humeante, que señalaba el sitio
donde había estado la nave. Resultó obvio para ellos que el comandante, junto
con sus oficiales y técnicos, no eran ya más que una parte infinitesimal de la
nube incandescente que había formado una seta sobre la penumbra inferior.
Después, los
cincuenta y pico de hombres y mujeres, los supervivientes de la Lode
Star, fueron degenerando. No fue un proceso rápido, puesto que
Hawkins y Boyle, ayudados por un comité compuesto por los pasajeros más
responsables, ofrecieron una fuerte resistencia a la degeneración, pero era una
lucha sin esperanzas. El clima estaba en contra de ellos, para empezar. El
calor era excesivo, siempre fluctuando alrededor de los 30 grados centígrados.
Y había humedad: una llovizna caliente que caía de manera constante. El aire
contenía abundantes esporas de hongos, que, si bien no atacaban la piel humana,
sí se alimentaban con la materia orgánica muerta, con la ropa. También
corroían, aunque en menor grado, los metales y las telas sintéticas que
llevaban muchos de los náufragos.
El peligro, un
peligro exterior, habría ayudado a mantener la moral. Pero allí no había
animales peligrosos. Sólo unas criaturas de piel lisa, parecidas a ranas, que
saltaban por entre la maleza y, en los numerosos riachuelos, unos animales
acuáticos cuyos tamaños iban desde el del tiburón al del renacuajo, si bien
todos poseían la belicosidad del primero.
La comida no
fue problema después de las primeras horas de hambre. Los voluntarios probaron
un hongo grande y suculento que crecía en las hojas de unos árboles semejantes
a helechos. Anunciaron que eran sabrosos. Al cabo de cinco horas, ninguno había
muerto ni se quejaba de dolores abdominales. Aquellos hongos se convirtieron en
la dieta única de los náufragos. Unas semanas más tarde encontraron otros
hongos, así como moras y raíces, todos comestibles, que aportaron una variación
muy bien recibida.
El fuego, a
pesar del calor que todo lo invadía, era lo que más echaba de menos aquella
gente. Con él habrían podido enriquecer su dieta atrapando y cociendo lo que
parecían ranas del lluvioso bosque y los peces de los ríos. Algunos más
valientes se comieron en crudo a esos animales, pero los demás miembros de la
comunidad les miraron con el ceño fruncido. Además, el fuego habría ayudado a
disipar la oscuridad de las largas noches, y la sensación de frío producida por
las incesantes gotas de agua que caían de cada hoja, de cada rama.
Al huir de la
nave, casi todos los supervivientes poseían encendedores de bolsillo, pero
éstos se perdieron cuando los bolsillos, junto con toda la tela que les
rodeaba, se desintegraron. De todos modos, los intentos de hacer fuego en los
días en que aún poseían encendedores habían fracasado, pues, como masculló
Hawkins, no existía un solo sitio seco en todo el maldito planeta. Ahora era
imposible ya hacer fuego, puesto que aunque hubiese estado presente un experto
en el arte de frotar dos palos secos, no habría encontrado material con que
trabajar.
Construyeron
un refugio permanente en la cresta de una loma. (Por lo que habían visto, no
había montañas en el planeta.) Allí, el terreno estaba menos arbolado que en
las llanuras circundantes, y el suelo no era tan pantanoso. Consiguieron cortar
ramas de los supuestos helechos y fabricaron unas chozas muy toscas, más por
gozar de cierta intimidad personal que por las escasas comodidades aportadas.
Se aferraron con desesperación a las formas de gobierno del mundo que habían
abandonado, eligiendo un consejo. Boyle, el cirujano, fue nombrado presidente.
Hawkins, ante su sorpresa, fue elegido miembro del consejo por una mayoría de
sólo dos votos. Al meditar sobre ello comprendió que muchos náufragos todavía
debían de estar enojados contra el personal de la nave por su situación actual.
La primera
asamblea del consejo tuvo lugar en una choza, si así podía llamarse, construida
con tal propósito. Los miembros del consejo se acuclillaron en círculo. Boyle,
el presidente, se puso lentamente en pie. Hawkins sonrió torvamente al comparar
la desnudez del médico con la pomposidad que parecía haber asumido con el rango
adquirido, al comparar su dignidad con el aspecto andrajoso ofrecido por su
cabello gris, sin cortar ni peinar, y su barba enmarañada.
—Damas y
caballeros —empezó Boyle.
Hawkins
contempló a su alrededor los cuerpos desnudos y pálidos, las cabelleras
polvorientas, despeinadas, las uñas largas y sucias de los hombres, y los
labios sin pintar de las mujeres.
«Supongo que
yo —pensó— tampoco ofrezco el aspecto de un oficial, de un caballero.»
—Damas y
caballeros —repitió el doctor Boyle—, hemos sido elegidos, como sabéis, para
representar a la comunidad humana de este planeta. Sugiero que en esta primera
asamblea discutamos nuestras posibilidades de sobrevivir, no como individuos,
sino como raza…
—Me gustaría
preguntar al señor Hawkins cuáles son las probabilidades de que nos rescaten
—dijo uno de los dos miembros femeninos, una mujer seca, solterona, con las
costillas y las vértebras muy visibles.
—Pocas —repuso
Hawkins—. Como saben, no es posible la comunicación con otras naves ni con las
estaciones planetarias mientras funciona el impulso interestelar. Cuando lo
cerramos, dispuestos a aterrizar, mandamos una llamada de socorro…, pero sin
poder fijar nuestra situación. Además, no sabemos si alguien recibió la
llamada…
—Señorita
Taylor —le interrumpió Boyle—, señor Hawkins, debo recordarles que yo soy el
presidente electo de este consejo. Más tarde iniciaremos una discusión general.
Como la mayoría de nosotros sabrá ya, la edad de este planeta, biológicamente
hablando, corresponde más o menos a la de la Tierra en la era carbonífera. Como
todos sabemos, no existe aún ninguna especie que pueda desafiar nuestra
supremacía. Cuando surja esta especie, o sea, algo análogo a los lagartos
gigantescos de la era triásica de la Tierra, deberíamos ya estar firmemente
establecidos…
—¡Estaremos
muertos! —exclamó uno de los asistentes.
—Estaremos
muertos —concedió el médico—, pero nuestros descendientes vivirán. Por tanto,
hemos de decidir cómo podemos ofrecerles un comienzo lo mejor posible. Hemos de
inculcarles un lenguaje…
—El lenguaje
no importa, doctor —gritó la otra mujer miembro del consejo. Era una rubia
delgada, de rostro duro—. Yo estoy aquí para tratar de la cuestión de la
descendencia. Represento a las mujeres en edad de concebir, pues, como saben,
somos quince. Todas las chicas han sido hasta ahora muy, pero que muy
cuidadosas. Y tenemos razón para serlo. ¿Puede usted, como médico, garantizar
(considerando que no tenemos medicinas ni instrumentos) unos partos seguros?
¿Puede garantizar que nuestros hijos vivirán?
Boyle dejó de
lado su pomposidad como un traje raído.
—Seré sincero.
No tenemos, como usted ha dicho, señorita Hart, ni medicinas ni instrumentos.
Pero puedo asegurarle, señorita Hart, que las posibilidades de un parto seguro
son mucho mejores que las existentes en la Tierra en, digamos, el siglo XVIII. Y
le diré por qué. En este planeta, por lo que sabemos (y llevamos ya el tiempo
suficiente para conocer todos sus problemas), no existen microorganismos
nocivos para el hombre. De haber existido, los cuerpos de todos los
supervivientes serían, en este momento, unas masas de supuración. Naturalmente,
la mayoría ya habría muerto hace mucho de septicemia. Y creo que esto contesta
a sus dos preguntas.
—Todavía no he
terminado —exclamó ella—. Hay algo más. Entre hombres y mujeres somos cincuenta
y tres. Hay diez parejas casadas… de modo que no las contaremos. Esto deja a
treinta y tres personas, de las cuales veinte son hombres. Veinte hombres y
trece mujeres (¿verdad que siempre tenemos mala suerte las mujeres?). No todas
somos jóvenes… pero somos mujeres. ¿Qué clase de matrimonio estableceremos?
¿Monógamo? ¿Poliándrico?
—Monógamo,
claro —opinó con sequedad un individuo alto y delgado.
Era el único
de los presentes que estaba vestido… o algo por el estilo. Las ramas formaban
como un taparrabos desde su cintura, con un cinto hecho de tallo de enredadera,
aunque tal prenda apenas servía para su propósito.
—De acuerdo
—asintió la señorita Hart—. Monógamo. Yo también lo prefiero. Pero les advierto
que de esta manera habrá conflictos. Y en todo asesinato pasional o por celos,
la víctima suele ser la mujer… y en ciertas ocasiones, el hombre. Y esto no
interesa.
—Entonces
—quiso saber el doctor Boyle—, ¿qué propone usted?
—Esto, doctor.
Cuando se trate del apareamiento, hemos de prescindir del amor. Si dos hombres
quieren casarse con la misma mujer, que luchen. El mejor se llevará a la chica…
y la conservará consigo.
—Selección
natural —murmuró Boyle—. Me gusta. Propongo que se ponga a votación.
En la cumbre de la loma había una depresión superficial, un coso
natural. En torno al reboorde se sentaron los náufragos… menos cuatro de ellos.
Uno de éstos era el doctor Boyle, que había descubierto que sus deberes de
presidente comportaban el de árbitro. Habían sostenido que él podría juzgar
mejor cuándo uno de los contendientes estaba a punto de sufrir lesiones
permanentes. Otro de los cuatro era la señorita Hart. Había encontrado una
ramita aserrada con la que se peinaba el cabello, y también había confeccionado
una guirnalda de flores amarillas para el vencedor.
¿Sería, se preguntó Hawkins al sentarse con los miembros del consejo, un encuentro de acuerdo con las ceremonias nupciales de la Tierra, o retrocederían a algo mucho más antiguo y oscurantista?
—Lástima que
esos malditos mohos hayan destruido nuestros relojes —se quejó el hombre
sentado a la derecha de Hawkins—. De haberlos tenido, podríamos cronometrar los
asaltos, organizando un combate perfecto.
Hawkins
asintió. Contempló a los cuatro que estaban en el coso: la mujer altanera,
bárbara; el pomposo anciano, los dos jóvenes barbudos de cuerpos blancos y
relucientes. Los conocía bien a ambos: Fennet había sido cadete mayor de la
desdichada Lode Star, y Clemens, al menos
siete años mayor que Fennet, era un pasajero, prospector de los mundos de la
frontera.
—Si pudiéramos
apostar algo —continuó el otro— yo lo haría por Clemens. Ese cadete no tiene la
menor probabilidad. Le entrenaron para luchar limpio… y Clemens sabe luchar
sucio.
—Fennet está
en mejores condiciones físicas —replicó Hawkins—. Se ha ejercitado, mientras
que Clemens se ha limitado a comer y dormir. ¡Fíjese en su panza!
—No hay nada
malo en un cuerpo gordo, sano y musculoso —objetó su interlocutor,
acariciándose su propia barriga.
—¡Nada de
atacar a los ojos, nada de mordiscos! —advirtió el cirujano—. ¡Y que venza el
mejor!
Retrocedió,
apartándose de los luchadores, colocándose junto a la mujer.
Los dos
antagonistas se contemplaron un poco cohibidos, con los puños colgando a sus
costados. Ambos parecían lamentar que las cosas hubiesen llegado a tal punto.
—¡Adelante!
—gritó al fin Mary Hart—. ¿No me queréis? ¡Aquí viviréis muchos años… y sería
horrible sin una mujer!
—Mary, siempre
podrán esperar hasta que tus hijas sean mayores —se oyó la voz de una de sus
amigas.
—¡Si las tengo
alguna vez! —respondió Mary—. ¡A este paso nunca las tendré!
—¡Adelante!
—rugió la multitud—. ¡Adelante!
Fennet esbozó
un ataque. Avanzó con desconfianza y alargó el puño derecho hacia el rostro
descubierto de Clemens. No fue un golpe fuerte, pero debió resultar doloroso,
porque Clemens se llevó una mano a la nariz, la retiró y miró la sangre que la
manchaba. Gruñó, y se precipitó hacia adelante con los brazos abiertos, para
abrazar y aplastar a su contrincante. El cadete saltó hacia atrás, amagando dos
veces más con la derecha.
—¿Por qué no
le pega? —preguntó el vecino de Hawkins.
—¿Para
romperse los huesos de los dedos? —sonrió Hawkins—. No llevan guantes…
Fennet decidió
plantar cara. Se mantuvo firme, con los pies ligeramente separados, y volvió a
poner en movimiento su derecha. Esta vez no apuntó al rostro de su contrario,
sino al vientre. Hawkins se sorprendió al ver que el prospector aceptaba los
golpes con aparente ecuanimidad. Debía de ser mucho más resistente de lo que
parecía.
El cadete se
hizo a un lado con presteza… y resbaló en la húmeda hierba. Clemens cayó
pesadamente sobre su rival; Hawkins oyó el ¡ufff! cuando el aire salió de los pulmones
del joven. Los gruesos brazos del prospector le rodearon… y la rodilla de
Fennet subió con malas intenciones hacia la ingle de Clemens. El prospector
chilló, pero no soltó su presa. Tenía una de sus manos en tomo a la garganta de
Fennet, y la otra, con los dedos engarfiados, apuntando a los ojos del cadete.
—¡Nada de
sacar los ojos! —gritó Boyle—. ¡Nada de sacar los ojos!
Se dejó caer
de rodillas y asió con aunabas manos la gruesa muñeca de Clemens.
Algo obligó a
Hawkins a levantar la vista. Se trataba de un sonido, aunque era dudoso. Los
espectadores se estaban comportando como los fanáticos de un encuentro de
boxeo. Pero no se les podía reprochar… ya que era la primera situación
excitante a la que asistían desde la pérdida de la nave. Pudo ser un sonido lo
que hizo que Hawkins levantase la mirada, pudo ser el sexto sentido que poseían
todos los astronautas. Lo que vio le hizo chillar.
Planeando
sobre el coso se hallaba un helicóptero. Había algo extraño en su forma, una
rareza sutil, que le dio a entender a Hawkins que no era un aparato terrestre.
De pronto, de su vientre liso y brillante cayó una red de un metal opaco. La
red envolvió a los dos contendientes del suelo y atrapó a Boyle y a Mary Hart.
Hawkins volvió
a gritar…, un simple alarido. Se puso en pie y corrió para ayudar a sus
atrapados compañeros. La red parecía viva. Se enredó sola en torno a las
muñecas y tobillos del ex contramaestre. Otros náufragos se dispusieron a
ayudarle.
—¡Apártense!
—gritó él—. ¡Dispérsense!
El zumbido del
helicóptero aumentó estridentemente. El aparato se elevó. En un tiempo
increíblemente breve, el coso fue a los ojos de Hawkins sólo un platillo verde
pálido en el que correteaban alocadamente unas hormigas. Luego, la máquina
voladora subió más, atravesó la base de las nubes bajas, y Hawkins ya sólo
distinguió una infinita blancura.
Cuando por fin
descendió, Hawkins no se sorprendió al divisar la torre plateada de una enorme
nave espacial que estaba entre los arbustos de una meseta nivelada.
El mundo al que habían sido trasladados habría sido mucho mejor
que el que habían abandonado, de no ser por el amable error de sus captores. La
jaula en la que los tres hombres fueron metidos imitaba, con notable fidelidad,
las condiciones climáticas del planeta sobre el que había aterrizado la Lode
Star. Era de cristal, y de unas duchas del techo caía una constante
llovizna de agua caliente. Un par de helechos proporcionaban protección contra
aquel leve aguacero. Dos veces al día se abría una escotilla al fondo de la
jaula, hecha de una especie de cemento armado, y pedazos de hongo similares a
los que les habían alimentado en el otro planeta les iban siendo entregados. En
el suelo de la jaula había un agujero, que los prisioneros supusieron era para
propósitos sanitarios.
Al lado había
otras jaulas. En una estaba sola… Mary Hart. Ella podía hacerles gestos,
saludarles… pero nada más. La jaula del otro lado contenía a un animal parecido
a una langosta con cierta mezcla de calamar. AS otro lado del amplio camino
había otras jaulas, aunque los presos no veían qué albergaban.
Hawkins, Boyle
y Fennet se sentaron sobre el suelo mojado y miraron a través del grueso
cristal y las rejas de los que, a su vez, les miraban desde fuera.
—Si al menos
fuesen humanoides —rezongó el doctor—. Si tuvieran la misma forma que nosotros,
podríamos tratar de convencerles de que somos seres inteligentes.
—No tienen la
misma forma —replicó Hawkins—. Y a nosotros, de ser la situación al revés, nos
costaría mucho convencernos de que esos barriles de cerveza, con seis patas son
hombres y hermanos nuestros… Prueba otra vez el teorema de Pitágoras —le ordenó
al cadete.
Sin gran
entusiasmo, el joven rompió unas ramas del helecho más próximo. Las rompió en
pedazos más pequeños, y luego los dispuso sobre el suelo en forma de un triángulo
rectángulo, con cuadrados en los tres lados. Los extraterrestres, uno grande,
otro más pequeño y uno casi enano, le miraban sin curiosidad con sus ojillos
planos, opacos. El mayor metió la punta de un tentáculo en un bolsillo, pues
llevaban ropas, y sacó un paquete brillantemente coloreado, que entregó al
enano. Este le quitó la envoltura y empezó a meter trozos de algo azul dentro
de la ranura de su costado, en la parte superior, que sin duda le servía de
boca.
—Ojalá
alimentaran así a los animales —suspiró Hawkins—. Ya estoy harto de éstos
malditos hongos.
—Recapitulemos
—propuso Boyle—. De todos modos, no podemos hacer nada más. Nos sacaron de
nuestro campamento por helicóptero… a seis de nosotros. Nos llevaron a la nave
de reconocimiento…, que en manera alguna parecía superior a nuestras naves
interestelares. Usted nos aseguró, Hawkins, que la nave utilizaba el impulso
Ehrenhaft o algo tan igual como su hermano gemelo.
—Correcto
—asintió Hawkins.
—En la nave
nos metieron en jaulas separadas. No hubo malos tratos, nos alimentaron y nos
mojaron a intervalos frecuentes. Aterrizamos en este extraño planeta, del que
nada hemos visto. Y nos encajonaron en jaulas como al ganado en un camión. Sólo
sabíamos que nos llevaban a alguna parte. El camión se para, se abre la puerta
y un par de esos barriles de cerveza animados introduce unos palos con una
edición más pequeña de aquella red en sus extremos. Cogen a Clemens y a la
señorita Taylor, y se los llevan. No hemos vuelto a verles. Los demás pasamos
la noche y todo el día siguiente en jaulas individuales. Y al día siguiente nos
traen a este… zoológico.
—¿Cree que les
habrán matado para su estudio anatómico? —preguntó Fennet—. Clemens no me
gustaba, pero…
—Temo que sí
—repuso Boyle—. Gracias a esto, nuestros carceleros deben de haber aprendido
las diferencias de nuestros sexos. Por desgracia, por medio de la vivisección
no es posible determinar el grado de inteligencia.
—¡Los muy
brutos! —exclamó el cadete.
—Calma, hijo
—le aconsejó Hawkins—. No podemos censurarlos. Nosotros hemos viviseccionado a
animales mucho más parecidos a nosotros de lo que nosotros nos parecemos a
esos… bichos.
—El problema
—continuó el médico— es convencer a esos… bichos, como usted les llama,
Hawkins, de que somos seres racionales como ellos. ¿Cómo deben definir a un ser
racional? ¿Cómo definimos nosotros a un ser racional?
—Lo es el que
conoce el teorema de Pitágoras —repuso el cadete, malhumorado.
—Leí no sé
dónde —terció Hawkins— que la historia del hombre es la historia del animal que
usa herramientas, que hace fuego…
—Entonces,
hagamos fuego —sugirió el cirujano—. Fabriquemos herramientas y usémoslas.
—No sea tonto.
Ya sabe que no tenemos nada aquí. Ni siquiera una dentadura postiza ni un
diente de metal. Y con todo… —hizo una pausa—. Cuando yo era joven, hubo entre
los cadetes de las naves interestelares una resurrección de las viejas artes y
artesanías. Nos considerábamos descendientes en línea directa de los antiguos
marineros a vela, de forma que aprendimos a empalmar cuerdas y cables, a hacer
nudos marineros y todo lo demás. Luego, a uno se le ocurrió confeccionar
cestos. Estábamos en una nave de pasajeros y confeccionábamos los cestos
secretamente, pintándolos con colores chillones, que vendíamos a los pasajeros
como auténticos souvenirs de los planetas de Arturo VI. Hubo un
poco de alboroto cuando el comandante y el contramaestre lo descubrieron…
—¿Qué insinúa?
—se interesó el cirujano.
—Sólo esto.
Demostraremos nuestra destreza manual trenzando cestas… Les enseñaré de qué
modo.
—Podría dar
resultado —opinó Boyle, lentamente—. Podría darlo… Por otra parte, no olvide
que algunas aves y animales hacen lo mismo. En la Tierra tenemos el castor, que
construye estupendas presas. Y el pájaro tinolorinco, que fabrica enramadas
para su cónyuge como parte del ritual nupcial.
El jefe carcelario debía conocer seres cuyos hábitos conyugales se
parecían a los del tinolorinco terrestre. Al cabo de tres días de fabricar
cestos febrilmente, lo cual despojó de todas sus ramas a los helechos, al
tiempo que les dejó sin camas, sacaron a Mary Hart de su jaula y la pusieron
junto a los tres hombres. Una vez se le hubo pasado su histérico placer por
tener alguien con quien hablar otra vez, se mostró indignada.
Era agradable, pensó Hawkins amodorrado, que Mary estuviese con
ellos. Unos días más de encierro solitario seguramente habrían acabado con los
nervios de la joven. Pero tener a Mary en la jaula también ofrecía algunos
inconvenientes. Hawkins tenía que vigilar a Fennet. Y también a Boyle… ¡el
viejo chivo!
Mary chilló.
Hawkins se
despertó por completo. Veía la forma pálida de Mary (en aquel planeta nunca era
totalmente de noche) y, al otro lado de la jaula, las formas de Fennet y Boyle.
Se levantó apresuradamente y se tambaleó hacia la joven.
—¿Qué pasa?
—preguntó.
—Yo… no sé…
Algo pequeño, con garras afiladas… Corrió sobre mí…
—Ah —sonrió
Hawkins—, era Joe.
—¿Joe? —repitió ella.
—No sé
exactamente qué es —respondió él.
—¡Pero
decididamente es un macho! —aseguró el médico.
—¿Y quién es
Joe? —insistió Mary.
—Debe de ser
lo equivalente al ratón de este planeta —explicó Boyle—, aunque no se le parece
en nada. Atraviesa el suelo, no sé cómo, en busca de restos de comida. Estamos
intentando domesticarlo…
—¿Domesticar a
ese monstruo? —gritó Mary—. ¡Exijo que hagan algo! ¡Al momento! ¡Que lo
envenenen o lo atrapen! ¡Ahora mismo!
—Mañana
—decidió Hawkins.
—¡Ahora!
—Mañana
—volvió a decir Hawkins con firmeza.
La captura de Joe fue sencilla. Dos cestos planos, unidos como las valvas de una ostra, formaron la trampa. Dentro había un cebo… un gran pedazo de hongo. Y había un muelle hábilmente colocado, de modo que al menor tirón al cebo caería. Hawkins, que yacía insomne en su mojado lecho, oyó el débil chasquido que significaba que la trampa había funcionado. Oyó los indignados chillidos de Joe, que arañaba dentro de la trampa.
Mary Hart dormía. La despertó.
—Lo hemos
atrapado —le comunicó.
—Entonces,
mátenlo —dijo ella, adormilada.
Pero no
mataron a Joe. Los tres hombres le tenían simpatía. Al día siguiente, lo
trasladaron a una jaula confeccionada por Hawkins. Incluso la joven calló
cuando vio la indefensa bola de pelaje multicolor saltando con indignación en
su cárcel. Mary insistió en alimentar al animal, y gritó alegremente cuando los
tentáculos del bicho se alargaron para coger de entre sus dedos el fragmento de
hongo.
Durante tres
días casi lo amaestraron. Al cuarto día, los seres a los que consideraban sus carceleros
entraron en la jaula con sus redes, inmovilizaron a los ocupantes y sacaron a
Joe y a Hawkins.
—Creo que no hay esperanza —se lamentó Boyle—. Hawkins ha seguido
el mismo camino que…
—Los habrán
disecado a todos, exhibiéndolos en algún museo —añadió tristemente Fennet.
—¡No! —gritó
Mary—. ¡No se atreverían!
—Oh, sí
—suspiró el médico.
Bruscamente,
se abrió la escotilla de la jaula.
Antes de que
los tres amigos pudieran retroceder en busca de la inútil protección del
rincón, llamó una voz:
—¡Todo va
bien! ¡Salgan!
Hawkins entró
en la jaula. Estaba afeitado, y el comienzo de un saludable bronceado oscurecía
la palidez de su piel. Llevaba un taparrabos confeccionado con una tela de un
rojo vivo.
—¡Salgan!
—repitió—. Nuestros anfitriones se han disculpado sinceramente, y nos han
preparado un alojamiento más adecuado. Después, tan pronto como tengan una nave
a punto, recogeremos a los otros supervivientes.
—No tan de
prisa —suplicó el cirujano—. Cuéntelo todo, ¿quiere? ¿Qué les dio a entender
que éramos animales racionales?
El rostro de
Hawkins se ensombreció.
—Sólo los
seres racionales —contestó— meten a otros seres en jaulas.
Arthur Bertram Chandler (Inglaterra, 1912-1984), escritor de ciencia ficción, presenta una historia de sobrevivientes humanos en su cuento "La jaula" (1957) de un viaje estelar que se adaptan al ecosistema de un planeta remoto, hasta que sus líderes son secuestrados por una especie extraterrestre en forma de pulpos, que estudia a dos miembros sacrificándolos para hacerles vivisección, pero ofrece rescatar a los náufragos restantes del planeta precario para dotarles de un mejor ambiente en su planeta. Este cuento presenta el universo como un espacio mezclado de tecnología y primitivismo. La nave Lode Star encalla en un planeta que ofrece algo de comida y abrigo, sin embargo pasado el tiempo la mayoría de estos humanos quedan desnudos y tienen que cuestionarse sobre como poblar ese mundo, distribuir en parejas a los solteros, desarrollar la técnica para dominar el ambiente y hacer de la especie humana la líder para cuando surjan especies terribles como los dinosaurios en ese planeta. (Información tomada de: árealibros).
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