Quizá
sólo desde un conocimiento fervoroso de la lengua y, por ende, de la poesía de
su propio país, de su tierra de origen, puede un poeta construir luego una
palabra auténtica y libre.
Jonatán Reyes vive hace varios años en Nueva York, pero nunca ha dejado
de leer y escribir como puertorriqueño, pese a que la pluralidad expresiva de
la Gran Manzana ejerce sobre él una poderosa influencia. A la fecha, con cuatro
libros publicados, Jonatán Reyes es una figura reconocida en el ámbito de la
poesía hispana en los Estados Unidos, sobre todo en la vertiginosa Nueva York
de estos tiempos. En Reyes, la poesía es y ha sido desde hace varios años, la
mejor manera de estar presente en el mundo y de afrontarlo, asumiendo incluso
el exilio como una forma de ver con mayor objetividad la realidad de su país y
de verse a sí mismo adentro y fuera de esa realidad.
Sus primeros dos libros, Hologramas
Exiliados (2012), y Actias Luna (2013),
mostraron ya desde el comienzo una palabra arriesgada, juguetona, abierta a la
experimentación, a la libre asociación, recursos que más adelante, en Aduana (2014) y sobre todo en Filmina (2016), fue haciendo todavía más
propios y eficaces. En ellos se afianzó una voz que finalmente ha sido
reconocida como una de las más innovadoras de su generación.
En el libro, motivo de esta reseña, Perdíamos
la gracia y el verano, esa voz, esos rasgos, no sólo se mantienen, sino que
incluso, se adensan, y por momentos se hacen más precisos y trascendentes, sin
perder la frescura, la libertad expresiva original.
En la primera parte: “Signos nada más”, en efecto, nos encontramos con
poemas muy bien logrados, plenos de imágenes que, al mismo tiempo, encierran y
sugieren estados de conciencia al límite, propios de una madurez evidente,
tanto vital como filosófica en el poeta. Ese viraje progresivo, indetenible de
la primera luz hacia un ámbito de melancolía adulta que se extiende a lo largo
de todo el libro, ese descaecimiento irremediable de la gracia, la expulsión
inexorable del paraíso original que todos experimentamos a medida que pasa el
tiempo, van “signando” sutilmente el ánimo:
Perdíamos la gracia y el verano / con la casa tibia de espantos / manchada de polen
La
casa de la vida vista a contraluz, albergando sombras, “espantos” como las
llama el poeta, pese a la presencia aún tibia del polen vital, es decir, la
posibilidad del amor, la luz que se resiste a morir, a abandonarnos.
Conciencia de lo efímero, de la fugacidad de la vida, de lo transitorio
de la belleza y el propio ser es, en el fondo, el trasunto de una poética hoy
por hoy inobjetable, característica de una época donde sólo el instante vital,
la asunción del presente como absoluto, parece salvar y englobarlo todo, donde
el arte como experiencia de lo inmediato, la literatura como correlato de lo
“real” tangible, pareciera importar. En Jonatán Reyes, sin embargo, también
cuenta, y mucho, la sustancia de las cosas que se nombran, porque se están
yendo, la visión neta de aquello que los sentidos alcanzan a percibir aunada a
esa conciencia de fugacidad:
Así de violento se va el sol y no somos nada (…) El bochorno, grasiento y agridulce, se filtra en las frutas y se adhiere a las especias, altera el sabor del cilantro cuando roza el paladar, aviva el jengibre cuando toca el alma. (…) Así de rudo cae el sol (…) cuando quieren chupar de nosotros lo poco que queda del verano
El
verano constituye aquí un símbolo áureo, una imagen recurrente que evoca no
sólo la visión del paraíso mítico perdido, la juventud, el goce, la perfección
y la belleza huidiza del cuerpo sino también, la gracia, la armonía del ser
mismo antes que la muerte nos pudra, ya no en el final, sino en el día a día
inexorable. Pero es igualmente el trópico, su aliento marino natal donde la
fuerza de los elementos, las albas lechosas que se derraman sobre la piel, el
calor y el color de la tierra asimismo nos abrazan, nos abaten:
el alba nos humedece / con su leche casi ceniza / y nos sacude / con ese glamour que tienen / las cosas que se pudren
“Leche
negra del alba” (según decía Celan) otra vez, con la que nos “signa” de nuevo
la estación primordial aquí nombrada, “esperma del alba (que) mancha / las
paredes con su fulgor veraniego” mientras “cruje un sosiego enmohecido y astral
/ que nos esculpe.”
La segunda parte, “Ficción otra vida”,
traslada a un ámbito autorreferencial las imágenes primordiales de la primera
parte, en un tono de intimidad que el lector puede o no reconocer, pero donde
el famoso “Yo lírico” se disuelve también en gracia de la sola intención
poética, la misma “ficción” que trasciende el dato biográfico y entonces:
Queda la levedad de la memoria // para hacer de ella ese racimo / que siempre florece desquiciado / como un animal devorado por la luz
En
las dos últimas partes del poemario, “El último día en la tierra” y “En ese
lugar fértil” encontramos de nuevo un viraje, esta vez de vuelta a las nociones
esenciales que el origen, la tierra misma, el paisaje natal, así como la visión
del final, la incertidumbre de estos tiempos, pero también, la evocación de
raíces hondas como asidero último, se suscitan, en poemas como el siguiente, de
profunda y conmovida belleza:
BAJO
RAÍZ
Hay una escalera en la cocina que
da al sótano
allí es donde enterramos a
nuestros muertos
para que siempre eclosionen en el
verano
el calor los revive de una oleada
los adultera, edita sus cenizas y
sus dolores
allí, en el sigilo del bajo mundo
entre la polvareda
como halos encendidos danzan a
hueso roto
olfateando la cena y la tiniebla
falsifican la especia intrínseca
de la noche
chupan y desgarran el esmalte del
seno
por si nuestra dimensión lo
permite, veamos
el grosor de su estirpe, la
huella en el tiempo
parpadeando
allí, se
revuelven, beben del licor del moho
mastican al
insecto como al pan una vez
reverdecen en el
sosiego estival
se intercambian
los cuerpos
alteran su
linaje de manera momentánea
como ritual
reviven el vigor pasado
se meten unos a
los otros en una misma figura
pierden el pudor
que trae lo mortecino
tienen ese sexo
parecido al de las flores
se polinizan en
cada ráfaga de viento
de la migaja
hacen esa ceremonia de vida
donde sólo el
valiente se atrevió a sangrarlo todo
ellos, nuestros
muertos saludables
han hecho un
desorden con el alba
trafican la nada
para calmar el bullicio
de la amargura
añeja
como matorrales
trepan por las paredes
con sutileza y
precisión de ultratumba
palpan la
superficie con lo etéreo de sus manos
se hacen
mantillo espontáneo sobre la memoria
de una fiesta de
estío y hace espanto
Texto
que por sí mismo justificaría el libro entero por el poder de evocación, la
magia conjetural que contiene. La multiplicidad de interpretaciones, de
lecturas, quedan por fortuna siempre abiertas, son inagotables, además, como
pasa en toda buena poesía, y sobrepasan por ahora los límites de una simple
semblanza como la presente.
Junio, 2017
1 Comentarios
No deja de ser curioso y benéfico que Pedro Arturo maneje algo de pasión y festejo por poética (en lo que se alcanza a leer, versos al azar y el poema completo al final) abiertamente distante a la suya, lo cual no agrede, sino que suma. Podría suponer que hay un manejo calculado del adjetivo calificativo en la mayoría de párrafos de esta reseña y cierta encriptada sabiduría personal que, para quienes conocemos a Pedro, se nos hace visible: admira el tono algo catastrófico del poeta puertorriqueño, pero no deja de desencadenar personales barruntos sobre el quehacer lírico. El poema final contiene exquisitas sensaciones, pero su densidad podría ser difícilmente digerida por estómagos débiles.
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