Después de 35 años de trabajo
pude jubilarme. Al principio se sentía muy bien no hacer nada, pero al
transcurrir el primer invierno comienza a pasar algo extraño; el reposo, tan
anhelado, se convierte en culpa. Por fortuna mi esposa tenía un jardín muy
descuidado. Encontré en el agua, en la tierra y en las plantas una verdadera
pasión primitiva. Lodo en las manos y aroma de flores.
Uno de los yucatecos creció bastante, no lo había notado, era como si
creciera sólo cuando no lo observaba. Mis últimos años de trabajo me habían
impedido ver como crecían los árboles... mis hijos.
Pero ahora contaba con todo el tiempo del mundo. Me di cuenta que el árbol
estaba habitado por unos pájaros. Dos de ellos llegaban a las ramas a eso de
las cinco o cinco y media de la tarde y, además, sólo cantaban los fines de
semana. «Una pareja de burócratas», me dije.
Comencé a observarlos desde una banca; su comportamiento era muy parecido
al humano. Le conté a mi esposa los detalles del cotidiano ir y venir de las
aves: sus horarios, sus reuniones familiares, la gran sinfonía de píos cuando
uno de los suyos rompía el cascarón. Ella sólo decía: «¿Otra vez estás antropomorfizando
a esos pájaros?». Siempre con sus palabras elaboradas, lingüista retirada y
fanática del ajedrez.
No podría contar las horas que pasé al pie del árbol tratando de entender
los trinos. No tenía idea de un método de traducción, así que empecé un
diccionario del castellano al idioma de esos pájaros. Mi esposa me sorprendió
echado en la tierra junto a dos cuadernos; en el primero trataba de entender
los diferentes tipos de canto, los de la mañana y los de la tarde no eran los
mismos, de ahí mi primera inferencia: el «buenos días» y el «buenas tardes»
pajaresco. En el segundo cuaderno anotaba las palabras que los pájaros me
decían cuando acercaba algún objeto común al árbol. Descubrí los agudos
vocablos con los que nombraban a las semillas, a las ramas, las hojas y otros
animales. Llamaban a los gatos con el despectivo «Basdes», mezcla entre «Hades»
y «Bastet», la diosa egipcia con rasgos felinos.
Mi mujer pronto se enteró de mis intenciones, pero en vez de quejarse me
ayudó. Sus conocimientos fueron de gran ayuda para lograr decodificar una
especie de alfabeto; los primeros intentos fueron una desgracia. Nos entendían,
pero no hablábamos más que un dialecto vulgar e incipiente. Nos tomó años
mejorar nuestra vergonzosa pronunciación pero, tras un doloroso proceso
ortofónico, logramos entender los mecanismos del idioma y hablarlo a la
perfección. Aquellos sonidos tan hermosos eran la fonética de un lenguaje
claro; el castellano era una lengua adjetivada hasta la náusea en comparación
con el idioma de las aves. Su visión del mundo se había desarrollado a lo largo
de milenios en las copas de los árboles, por encima de nuestras cabezas y, por
ende, superior a todo raciocinio humano. Era lógico, la cosmovisión de altura
pertenecía sólo a los seres alados.
De acuerdo con Darwin, nuestros ancestros más lejanos habían rechazado la
posición requerida para adquirir aquella lengua, habían despreciado los trinos y
su instalación en la tierra nos había convertido en bípedos: sin hogar y
condenados a arar los campos.
En el canto de las aves «hogar» tiene la misma raíz etimológica que «comida»
y «árbol»; la multifuncionalidad del árbol lo hace superior a toda nuestra
arquitectura e ingeniería. El árbol es su deidad tangible. El único misterio
que cultivan es su propio vuelo. No quise abusar de ellos y revelarles el Códice sobre el vuelo de las aves. «Cada
especie con su misterio», pensé.
Ahora escribo desde ese lugar misterioso, pasé al otro lado después de una vida
dedicada a los pájaros. Pero ése no fue mi final. Antes de partir me aseguré de
enseñar ese lenguaje a mis hijos. Dos de ellos lo aprendieron con amor y lo
llevaron a la práctica. Entre más fluido conversaban, más verdes eran las hojas
del árbol, más cantaban los pájaros y más felices eran mis hijos. El yucateco
seguía fuerte, frondoso.
Mis nietos se convirtieron en grandes traductores de aquella lengua,
corrigieron algunas interpretaciones que yo había elaborado y que sus padres
habían hecho también. Mis nietos aprendieron tanto que los envidié: los jóvenes
pájaros hablaban maravillas de la primera caída en picada, su mortal ritual de
paso. El vuelo debía manifestarse en ese momento o nunca. «Decisión» era la
palabra en la cual ponían énfasis sus leyendas orales. De pico a pico:
decisión, decisión, decisión.
Al ser habitante de este lado, pude ver como enfrentaron la vida los hijos
de mis hijos. Fueron valientes, siempre con un pie adelante, sin dudas, libres.
Se podría decir que aprendieron a volar, a su manera, humana e imperfecta:
bella.
Pero la naturaleza, sabia como ningún ente, tiene un diseño para cada
especie, y el diseño del hombre no es aerodinámico. En su vuelo, mis pobres
nietos se acercaron sin cautela a la bóveda celeste, no pudieron ver que los
pájaros necesitaban comunicar su mundo, sus signos.
Mis bisnietos no fueron instruidos en el idioma de las aves y un día
decidieron cortar el árbol del jardín, de lo que quedaba de él. A falta de
intérpretes, nos privamos de ese mundo con seres que vuelan.
La lengua muerta en realidad no lo está tanto; la poesía de algunas
palabras que los pájaros han dejado detrás de ellos sigue repicando en los
oídos humanos. Cada que volteamos a ver un árbol a causa del cantar de las aves
se establece el vínculo; por un momento el hombre dirige la mirada hacia
arriba; no importa que después miremos al reloj y sigamos con nuestros pasos,
sin trascendencia, sobre el asfalto.
HIRAM DE LA PEÑA CELAYA (Mexicali, Baja California, 1993). Licenciado en sociología por la
Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Ha colaborado en revistas
digitales de México, España y Venezuela. Fue seleccionado como asistente para
el Octavo Curso de Creación Literaria Xalapa 2016, organizado por la Fundación
para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana. Su cuento “Casa roja”,
resultó uno de los ganadores en el tercer Premio Endira de Cuento Corto 2016. Twitter:
@fronteraneo
2 Comentarios
Una bella narración que pasa muy rápido de lo deprimente a una curiosa estimulación con dejos de añoranza.
ResponderEliminarMuchas gracias por el comentario; es una lectura que yo mismo jamás hubiera hecho de mi obra y que ahora veo y agradezco.
ResponderEliminarRecordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.