Te seguirá la ciudad. Las calles donde deambulesserán las mismas. En estos mismos barrios te harás viejo.Y mudarás a gris en estas mismas casas.Siempre vendrás a esta ciudad. A otros lugares —ni lo esperes—. La ciudad, Constantino Cavafis
Voy sobre avenida diagonal a
menos de cuarenta kilómetros. El semáforo me da rojo. El auto estéreo
descompuesto desde hace una semana hace más pesado el tráfico de la letal
ciudad y las vueltas sobre mi dragón de cuatro ruedas me sofocan. Detengo mi
hartazgo en eterna esquina, el sol cae como fina espada bloqueando las ideas.
Un joven
tatuado se acerca al parabrisas con esponja y trapo en las manos. Sin moneda
alguna para ofrecer, le digo resuelto ¡No, gracias! Palabras que parecen no
entender o importarle muy poco porque se abalanza con rapidez para cubrir de
jabón el cristal.
Desgastadas
mis energías para volver a decirle que no, hago de la lentitud del semáforo una
historia que a cualquiera se antoja: Bajarme del automóvil y repetirle al muchacho
¡No! ¡Gracias, pero no! Deseo ir aún más lejos, tomarlo con energía de sus
brazos. Deseo botarle su esponja a mitad de la calle y mientras él reacciona,
aflojarme la corbata, desabotonar la camisa de manga larga que desde la mañana
me ahoga y otorgárselas de buena gana a él. Sí a él. Con gusto tomará la camisa
y se las colocará entusiasta. Mientras le doy las llaves de mi rojo tsuru, cubrirá
sus tatuajes. Sonreirá y se apropiará de mi vida como de mi auto.
Acelerará
para dirigirse a mi casa, lo estará esperando mi esposa y mis tres hijos al
lado del pequeño perro que cada vez que llego ladra. Ella entonces le servirá
la sopa de mala gana no sin antes pedirle que se lave las manos y le cuente que
hizo todo el día. Tal vez no resulte tan interesante saber que ha lavado
cuarenta parabrisas y ha ganado menos de treinta pesos a costa de tostarse bajo
el refulgente sol. No le contará como yo los detalles amargos de estar
encerrado más de nueve horas en una oficina. No contará lo humillante de ver a
compañeros nuevos ascender de puesto, moneda fácil de cambio por tantas
borracheras junto a los jefes de turno.
No, él
no contará eso, sabrá en ese instante que limpiar parabrisas es mucho más fácil
que arrastrarse por una quincena que se evapora fácil ante tanta deuda en las
tarjetas de crédito. Ella le dirá entonces con una sonrisa fingida si quiere
más sopa y tomará el plato para servir un insípido guisado. Las niñas se
negarán a comer y jugarán toda la tarde frente a la pantalla plana un video
juego que no entiende. El bebé en cambio se paseará gateando en la alfombra
sucia, llena de pelos. El limpia parabrisas correrá al perro salchicha, quién
al sospechar sobre su verdadera identidad se pasará tres o cuatro horas
ladrando, exigiendo a su verdadero dueño.
Tras horas
vacías, las niñas hastiadas de seguir aumentando niveles en el juego pedirán a
gritos que se les ayude a hacer las tareas. El hombre tatuado intentará
auxiliarlas a las nueve y media de la noche. Ellas le exigirán pinceles,
pinturas y cartulinas justo a las diez. Él sabrá que todas las papelerías del
rumbo están cerradas y se pasará otra media hora escuchando a la mujer haciendo
reproches sobre aprovechar el tiempo en vez de jugar. Las niñas cansadas se
irán a dormir y él se quedará a terminar la tarea de ciencias naturales a la
una de la mañana. El bebé seguirá despierto y llorará hasta las tres. La mujer
fingirá estar dormida ante el insistente llanto, mirará de reojo al limpiador
con un secreto odio por no querer levantarse a cargar al niño; así que lo
dejará llorar más. A él no le quedará más remedio que cargarlo durante un largo
rato para después depositarlo en los brazos de la madre.
Escasas
tres horas apenas si le alcanzarán al hombre para roncar e intentar
recuperarse. A las seis de la mañana en punto sonará la alarma, tomará un poco
de café y se preparará un pan con jamón. Dará un ligero beso en la mejilla de
la mujer despeinada y con ojeras, mientras el perro le ladra. Desafiará al
tráfico para llegar a tiempo al trabajo, checará tarjeta y se sentirá morir
asfixiado como muchos otros en una oficina de banco. A la salida, regresará a
casa y llegará al cruce de un boulevard y verá a los hombres que limpian
parabrisas con recelo y hasta cierta envidia. La epifanía llega. No impuestos,
no recargos, no molestos agentes de tránsito, no necesarias mordidas. No
aumentos de gasolina, no entregar su vida a una vacua familia. Ni siquiera una
ligera losa por cargar. Nada de responsabilidades. Sólo la calle y él. Sólo la
calle y yo.
Ahora
solo los dos, en un breve instante compartimos la lucha por el pan con el sudor
de los cuerpos. El hombre del tatuaje me mira a los ojos, comprende mi angustia
y dolor frente a la existencia. El semáforo ya se ha puesto en verde desde hace
segundos, los automovilistas de atrás ya me recuerdan a mi madre. De mala
manera ve las pocas monedas que le doy, pega al primer poste que se encuentra.
Yo avanzo entre la crueldad de la ciudad a más de cuarenta.
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FABIOLA MORALES GASCA es titulada del ITP en Informática y
egresada de la Maestría de computación en la FCC de la BUAP. Ha aprendido
el oficio de Escritura en la Casa del Escritor y en la SOGEM, donde terminó el
Diplomado en creación Literaria. Es autora de Para tardes de Lluvia y de Nostalgia (2014) y
Crónicas sobre Mar, Tierra y Aire (2016) Frasquito de Cuentos y Confeti (2017) publicados por la BUAP. El mar a través del caracol (2017)
por Editorial El puente. Seleccionada en diversas antologías de México, España
y Paraguay. Es una lectora voraz y escritora incansable.
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