19
Estoy soñando que estoy despierta.
Sueño que me levanto de la cama y atravieso la
habitación, no esta habitación, y salgo por la puerta, no esta puerta. Estoy en
casa, una de mis casas, y ella corre a mi encuentro vestida con su camisoncito
verde con un girasol en el delantero, descalza, y la cojo y siento sus brazos y
las piernas rodeando mi cuerpo y me echo a llorar porque comprendo que no estoy
despierta. Estoy otra vez en esta cama, intentando despertarme y me despierto y
me siento en el borde de la cama, y mi madre viene con una bandeja y me
pregunta si me encuentro mejor. De niña, cuando me enfermaba, ella tenía que
faltar al trabajo. Pero esta vez tampoco estoy despierta.
Después de estos sueños me despierto de verdad y sé
que estoy realmente despierta porque veo la guirnalda del cielo raso y mis
cortinas, que cuelgan como una cabellera blanca empapada. Me siento drogada.
Pienso que tal vez me están drogando. Tal vez la vida que yo creo vivir es una
ilusión paranoica.
Ni una posibilidad. Sé dónde estoy, quién soy y qué
día es. Éstas son las pruebas, y estoy sana. La salud es un bien inapreciable.
Yo la atesoro del mismo modo que una vez la gente atesoró el dinero. La guardo,
porque así tendré suficiente cuando llegue el momento.
Por la ventana entra un reflejo gris, un brillo
apagado, hoy no hay mucho sol. Me levanto de la cama, voy hasta la ventana y me
arrodillo en el asiento, sobre el duro cojín de la FE, y miro hacia
afuera. No hay nada para ver.
Me pregunto qué habrá pasado con los otros dos
cojines. Alguna vez tuvieron que existir tres. ESPERANZA y CARIDAD,
¿dónde los habrán guardado? Serena Joy es una mujer de orden. No tiraría nada a
menos que estuviera muy gastado. ¿Uno para Rita y uno para Cora?
Suena la campana; yo ya estoy levantada, me he
levantado antes de tiempo. Me visto, sin mirar hacia abajo.
Me siento en la silla y pienso en esta
palabra: silla. También significa sede papal, y existe la silla
eléctrica. En inglés, se dice chair, y chair en
francés significa carne. Ninguna de estas cosas tiene relación con
el resto.
Éste es el tipo de letanías a las que recurro para
calmarme.
Delante de mí tengo una bandeja, y en la bandeja
hay un vaso de zumo de manzana, una píldora de vitamina, una cuchara, un plato
con tres rodajas de pan tostado, una fuentecilla con miel y otro plato con una
huevera —de esas que parecen el torso de una mujer— tapada con una funda.
Debajo de la funda, para que se mantenga caliente, está el segundo huevo. La
huevera es de porcelana blanca con una raya azul.
El primer huevo es blanco. Muevo un poco la huevera
de modo tal que ahora queda bajo la pálida luz del sol que entra por la ventana
y que cae sobre la bandeja brillando, debilitándose, volviendo a brillar. La
cáscara del huevo es lisa y al mismo tiempo granulosa. Bajo la luz del sol se
dibujan diminutos guijarros de calcio, como los cráteres de la luna. Es un
paisaje árido, aunque perfecto; es el tipo de desierto que recorrían los santos
para que la abundancia no dispersara sus mentes. Creo que a esto debe de
parecerse Dios: a un huevo. Puede que la vida en la Luna no tenga lugar en la
superficie sino en el interior.
Ahora el huevo resplandece, como si tuviera energía
propia. Mirarlo me produce un placer intenso.
El sol se va y el huevo se desvanece.
Saco el huevo de la huevera y lo toco. Está
caliente. Las mujeres solían llevar huevos como éstos entre sus pechos, para
incubarlos. Debía de ser una sensación agradable.
La mínima expresión de vida. El placer condensado
en un huevo. Bendiciones que pueden contarse con los dedos de una mano. Pero
probablemente así es como se espera que yo reaccione. Si tengo un huevo, ¿qué
más puedo querer?
En una situación apurada, el deseo de vivir se
aferra a objetos extraños. Me gustaría tener un animal doméstico: digamos un
pájaro, o un gato. Un amigo. Cualquier cosa que me resultara familiar. Incluso
una rata serviría, si algún día cazara una, pero no existe la posibilidad: esta
casa es demasiado limpia.
Rompo la parte superior del huevo con la cuchara y
me como el interior.
Mientras como el segundo huevo, oigo la sirena, al
principio muy lejos, serpenteando en dirección a mí entre las enormes casas con
el césped recortado, un sonido agudo como el zumbido de un insecto, luego
aproximándose y abriéndose como el sonido que florece en una trompeta. Esta
sirena es toda una proclama. Dejo la cuchara; el corazón se me acelera y vuelvo
a acercarme a la ventana: ¿será azul, y no para mí? Veo que gira en la esquina,
baja por la calle y se detiene frente a la casa sin dejar de hacer sonar la
sirena. Es roja. El día se viste de fiesta, algo raro en estos tiempos. Dejo el
segundo huevo a medio comer y corro hasta el armario para coger mi capa; ya
puedo oír los pasos en la escalera y las voces.
—Date prisa —me apremia Cora—, no van a esperarte
todo el día —me ayuda a ponerme la capa; está sonriendo.
Avanzo por el pasillo, casi corriendo; la escalera
es como una pista de esquí, la puerta principal es ancha, hoy puedo
atravesarla; junto a ella está el Guardián, que me hace un saludo. Ha empezado
a llover, sólo es una llovizna, y el aire queda impregnado de olor a tierra y a
hierba.
El Birthmobile rojo está aparcado en el camino de
entrada. La puerta de atrás está abierta y subo trepando por ella. La alfombra
es roja, igual que las cortinas de las ventanillas. En el interior ya hay tres
mujeres, sentadas en los bancos instalados a lo largo de los costados de la
furgoneta. El Guardián cierra y echa llave a la puerta doble y sube de un salto
al asiento delantero, junto al conductor; a través de la rejilla de alambre que
protege el cristal, podemos ver sus nucas. Arrancamos con una sacudida,
mientras por encima de nuestras cabezas la sirena grita: ¡Abrid paso, abrid
paso!
—¿Quién es? —le pregunto a la mujer que tengo a mi
lado; tengo que hablarle al oído, o donde sea que esté su oído bajo el tocado
blanco. Hay tanto ruido, que casi tengo que gritar.
—Dewarren —me responde gritando.
Como movida por un impulso, me coge la mano, me la
aprieta. Al girar en la esquina, la furgoneta da un bandazo; la mujer se vuelve
hacia mí y puedo ver su rostro y las lágrimas que corren por sus mejillas. ¿Por
qué llorará? ¿Será envidia o disgusto? Pero no, está riendo, me echa los brazos
al cuello, no la conozco, me abraza, noto sus grandes pechos debajo del vestido
rojo; se seca la cara con la manga. En un día como éste, podemos hacer lo que
queremos.
Rectifico: dentro de ciertos límites.
Frente a nosotras, en el otro banco, una mujer reza
con los ojos cerrados y tapándose la boca con las manos. Quizá no está rezando,
sino mordiéndose las uñas de los pulgares. Tal vez está intentando calmarse. La
tercera mujer ya se ha calmado. Está sentada con los brazos cruzados y sonríe
levemente. La sirena suena sin cesar. Éste era el sonido de la muerte, el que
usaban las ambulancias o los bomberos. Probablemente hoy también sea el sonido
de la muerte. Pronto lo sabremos. ¿Qué será lo que Dewarren dará a luz? ¿Un
bebé, como todas esperamos? ¿O alguna otra cosa, un No Bebé, con una cabeza muy
pequeña, o un hocico como el de un perro, o dos cuerpos, o un agujero en el
corazón, o sin brazos, o con los dedos de las manos y los pies unidos por una
membrana? Es imposible saberlo. Antes podía detectarse con aparatos, pero ahora
eso está prohibido. De todos modos, ¿qué sentido tendría saberlo? No puedes
deshacerte de él; sea lo que fuere, tienes que llevarlo dentro hasta que se
cumpla el plazo.
En el Centro nos enseñaron que existe una
posibilidad entre cuatro. En un tiempo, el aire quedó saturado de sustancias
químicas, rayos y radiación, y el agua se convirtió en un hervidero de
moléculas tóxicas; lleva años limpiar todo esto a fondo, y mientras tanto la
contaminación entra poco a poco en tu cuerpo y se aloja en tu tejido adiposo.
Quién sabe, tu misma carne puede estar contaminada como una playa sucia, una
muerte segura para los pájaros de las costas o los bebés en gestación. Si un
buitre te comiera, quizá se moriría. Tal vez te encenderías en la oscuridad
como un reloj antiguo. Como un reloj de la muerte, también es el nombre de un
escarabajo que se oculta en la carroña.
A veces no puedo pensar en mí misma y en mi cuerpo
sin imaginar mi esqueleto: me pregunto qué aspecto debo de tener para un
electrón. Una armazón de vida, hecha con huesos; y en el interior, peligros,
proteínas deformadas, cristales mellados como el vidrio. Las mujeres tomaban
medicamentos, píldoras, los hombres rociaban los árboles, las vacas comían
hierba, y todas estas meadas se filtraban en los ríos. Para no hablar del
estallido de las centrales atómicas de la falla de San Andrés, el fallo no fue
de nadie, durante los terremotos, ni del tipo de sífilis mutante que rompía
todos los moldes. Algunos se las arreglaron por su cuenta, se cerraron las
heridas con catgut o las cicatrizaron con productos químicos. ¿Cómo pudieron?,
decía Tía Lydia, oh, ¿cómo pudieron hacer eso? ¡Jezebeles! ¡Despreciar los
dones de Dios! Y se retorcía las manos.
Es un riesgo que corréis, decía Tía Lydia, pero
vosotras sois las tropas de choque, marcharéis a la vanguardia por territorios
peligrosos. Cuanto más grande sea el riesgo, mayor será la gloria. Se apretaba
las manos, radiante con nuestro falso coraje. Nosotras clavábamos la vista en
el pupitre. Pasar por todo eso y dar a luz un harapo: no era un pensamiento
agradable. No sabíamos exactamente lo que les ocurría a los bebés que no
superaban la prueba y eran declarados No Bebés. Pero sabíamos que los llevaban
a algún sitio y los quitaban rápidamente de en medio.
No había ningún motivo, dice Tía Lydia. Está de pie
en la clase, con su vestido color caqui y un puntero en la mano. En la pizarra,
donde alguna vez debió de haber un mapa, han desplegado un gráfico que muestra
el índice de natalidad expresado en miles, a lo largo de varios años: un
marcado declive que desciende hasta traspasar la línea del cero y continúa
descendiendo.
Por supuesto, algunas mujeres creían que no habría
futuro, pensaban que el mundo estallaría. Es la excusa que ponían, dice Tía
Lydia. Decían que no tenía sentido tener descendencia. A Tía Lydia se le
ensanchaban las fosas nasales: cuánta perversidad. Eran unas perezosas, decía.
Unas puercas.
En la tabla de mi pupitre hay grabadas unas
iniciales y unas fechas. Las iniciales a veces van en dos pares, unidas por la
palabra ama. J. H. ama a B. P., 1954; O. R. ama a L. T. Me
recuerdan las inscripciones que solía ver grabadas en las paredes de piedra de
las cuevas, o dibujadas con una mezcla de hollín y grasa animal. Me parecen
increíblemente antiguas. La tabla del pupitre es de madera clara, inclinada, y
tiene un brazo en el costado derecho en el que uno se apoya para escribir con
papel y lapicero. Dentro del pupitre se pueden guardar cosas: libros y libretas.
Estas costumbres de otros tiempos ahora me parecen lujosas, casi decadentes;
inmorales, como las orgías de los regímenes bárbaros. M. ama a G., 1972.
Este grabado, hecho hundiendo un lápiz varias veces en el barniz gastado del
pupitre, tiene el patetismo de todas las civilizaciones extinguidas. Es como
grabar algo a mano sobre una piedra. Quienquiera que lo haya hecho, alguna vez
estuvo vivo.
No hay fechas posteriores a la década de los
ochenta. Ésta debió de ser una de las escuelas que cerraron definitivamente por
falta de niños.
Cometieron errores, dice Tía Lydia. No queremos
repetirlos. Su voz es piadosa, condescendiente, es la voz de una persona cuya
función consiste en decirnos cosas desagradables por nuestro propio bien. Me
gustaría estrangularla. Aparto la idea de mi mente en cuanto se me ocurre.
Las cosas se valoran, dice, sólo cuando son raras y
difíciles de conseguir. Nosotras queremos ser apreciadas, niñas. Es fértil
haciendo pausas y las saborea lentamente. Imaginad que sois perlas. Nosotras,
sentadas en fila, con la mirada baja, la hacemos salivar moralmente. Somos
suyas y puede definirnos, debemos soportar sus adjetivos.
Pienso en las perlas. Las perlas son escupitajos de
ostras congelados. Más tarde se lo diré a Moira; si puedo.
Todos nosotros vamos a poneros a punto, dice Tía
Lydia, con regocijo y satisfacción.
La furgoneta se detiene, se abren las puertas
traseras y el Guardián nos hace salir como si fuéramos una manada. Junto a la
puerta delantera hay otro Guardián, con una de esas ametralladoras sin
retroceso colgada del hombro. Marchamos en fila hacia la puerta delantera, bajo
la llovizna, y los Guardianes nos hacen un saludo. La enorme furgoneta de
emergencia, la que transporta los aparatos y los médicos ambulantes, está
aparcada un poco más lejos, en el camino de entrada. Veo que uno de los médicos
mira por la ventanilla de la furgoneta. Me pregunto qué hará allí dentro,
esperando. Lo más probable es que esté jugando a las cartas, o leyendo; o
dedicado a algún pasatiempo masculino. La mayor parte de las veces no se los
necesita para nada; sólo se les permite entrar cuando su presencia es
inevitable.
El cuento de la criada, Traducción: Elsa Mateo Blanco. Salamandra. Versión para Kindle.
▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁
MARGARET ATWOOD. Nació el 18 de noviembre de 1939 en Ottawa y
creció en el norte de Quebec, Ontario, y Toronto. Cursó estudios en las
universidades de Toronto, el Radcliffe College y de Harvard. Su primer libro de
poesía, «Double Persephone», se publicó en 1961. Fue profesora de literatura
inglesa en diversas universidades canadienses (1964-1972) y lectora
en la Universidad de Toronto (1972-1973). Ganó reconocimiento con
«The Edible Woman» (1969), «Resurgir» (1972), «Lady Oracle» (1976), «Life
Before Man» (1979) y «Ojo de gato» (1989). Autora de más de veinte libros de
novelas, cuentos, poesía y crítica literaria. Interesada por el avance
científico y, especialmente, la función renovadora del movimiento feminista en
la sociedad, considera que la aportación más radical del feminismo es su
esencia, «ayudar a las mujeres a confiar en sus posibilidades», como reflejan
sus obras «Juegos de poder» (poesía), publicada en 1971 y una de las pioneras
en este campo en su país, junto con su ensayo «Second words» (1982). Ha sido
galardonada con numerosos premios. Su novela «The Robber Bride» (1993), fue
co-ganadora del «Premio Trillium» en 1994. El conjunto de su obra fue premiado
con el «Premio internacional del Welsh Arts Councils» (1982). Ha
residido en Boston, Vancouver, Edmonton, Montreal, Berlín, Edimburgo, Londres y
el sur de Francia. El 25 de junio de 2008 fue reconocida con el premio Príncipe
de Asturias de las Letras 2008. La candidatura de Atwood llegó a las últimas
rondas de votaciones del jurado junto a las del autor español Juan Goytisolo,
el británico Ian McEwan y el albanés Ismail Kadaré. El premio está dotado con 50
000 euros y una escultura de Joan Miró.
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