Algo
vuela hacia el sol y no se sabe
si es la
pelota o si es la misma tierra
Baldomero
Fernández Moreno
ante su
red aguarda
la
portería aún, araña parda
Miguel
Hernández
1.
El
césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular, aterciopelado,
estimulante. Desde la tribuna quizá crean que, con semejante alfombra, es
imposible errar un gol y mucho menos errar un pase. Los jugadores corren como
sobre patines o como figuras de ballet. Quien es derrumbado cae seguramente
sobre un colchón de plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el
gesto forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros cuando el
que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol decisivo. O no decisivo,
es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre otros mientras los rivales
regresan a sus puestos, taciturnos, amargos, cabizbajos, cada uno con su barata
soledad a cuestas. Desde la tribuna es tan disfrutable el racimo humano de los
vencedores como el drama particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos
avispados espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no acaban
de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por qué este o aquel
jugador no logra hacerla. Y cuando el árbitro sanciona el penal, el espectador
avispado también intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo después,
cuando el balón brinca ya en las redes, no alcanza a comprender cómo el golero
no lo supo. O acaso sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al otro palo,
en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez congénita. Desde la tribuna
es tan fácil. Se conoce la historia y la prehistoria. O sea que se poseen
elementos suficientes como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel
zaguero olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta nunca y es
esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una época en que había un
centre-half y un centre-forward, cada uno bien plantado en su comarca propia y
capaz de distribuir el juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se convirtió en balompié y la
ball en pelota y el dribbling en finta y el centre-half en volante y el
centre-forward en alma en pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de
que muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos quienes
relatan el partido ponen un poco de emoción en las estupendas jugadas que
imaginan. Bueno, para eso les pagan, ¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas
y está bien. Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos y
pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor idóneo sigue colgado de la
“o” de su gooooooool, que en realidad es una jugada suya, subjetiva, personal,
y no exactamente del delantero que se limitó a empujar con la frente un centro
que, entre todas las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo llega
por fin al desenlace de la “ele” final de su gooooooool privado, ya el árbitro
ha señalado un orsai que favorece, ¿por qué no?, al locatario.
Es
bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo alto. Así al menos
piensa Benjamín Ferrés, veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas deportivos más estrictos, y que
hoy, después de empatarle al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del
estadio con el resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y vendedores de banderitas, que
recogen sus bártulos o tal vez hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo
corriendo durante noventa minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los
dos goles que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra, casi un paño verde como el del
casino, con la importante diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian constantemente de
lugar y además se repiten. A lo mejor con el flaco Suárez (que lleva el once
prendido en la espalda) podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de
ambos, sólo el Flaco es oscurito.
Ahora
se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son recorridas por vasos de
plástico, hojas de diario, talones de entradas, almohadillas, pelotas de papel.
Remolinos casi fantasmales dan la falsa impresión de que las gradas se mueven,
giran, bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A Benjamín (Benja, para la
hinchada) le sube una bocanada de desconsuelo, de extraña ansiedad al
enfrentarse, ¿por primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza
(o de basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio vacío,
desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco fantasmal de esa misma
muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o agita banderas. Se pregunta cómo
se habrá visto su gol desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por
las huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio siempre
es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los persiguen, los hunden,
porque generalmente el que juega aquí, el permanente locatario, es uno de los
Grandes, y los de abajo sólo van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en
esas ocasiones apenas si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan como locos su única y
gastada bandera, en realidad no cuentan, es imposible que tapen, desde su
islote de alaridos, el gran rugido de la hinchada mayor. Desde abajo se sabe
que existen, claro, y eso es bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el
juego por lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera hace guiños
en clave, señales secretas como las del truco. Y ésta es la mejor anfetamina,
porque los llena de saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.
Hoy
empataron, no está mal, se dice Benja, el número ocho. Y está mejor porque
todos sus huesos están enteros, a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada
sólo por intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol, dos
segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con el empeine y
la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
2.
Después
de todo, la playa es mía. Desde hace quince años la vengo adquiriendo en
pequeñas cuotas. Cuotas de sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y
projimitos que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o
corriendo tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una cancha
marcada en la arena con líneas que al rato se borran, todos esos otros, están
en la playa gracias a que yo les permito estar. Porque la playa es mía. Mío el
horizonte con toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire salitroso y
los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha traído la penúltima
ola. Todo es mío. ¿Qué sería de mí, el número ocho, sin estas mañanas en que la
playa me convence de que soy libre, de que puedo abrazar esta roca, que es mi
roca mujer o tal vez mi roca madre, y estirarme sin otros límites que mi propio
límite o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo gordo?
Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda. Soy número ocho sencillamente
porque es mi identidad. Un cura o un teniente o un payaso no necesitan vestir
sotana o uniforme o traje de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy
número ocho aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se arrime
a pedirme autógrafos, porque sólo se piden autógrafos a los de los Clubes
Grandes. Y creo que siempre seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la
fiesta, no a los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo que con
más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada grande por más que nos
insulte cuando hacemos un fau y festeje ruidosamente cuando el otro nos propina
un hachazo en la canilla. Me gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los
dirigentes, esos industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la
Rambla y en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical consiste en
sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde ahí ver cómo allá
abajo nos reventamos, nos odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus
jugadores ganan, condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita
en el hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel todavía
sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se van entonces directamente
a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar el asco. En verdad, en verdad os
digo que yo ignoro si hacen eso, pero me lo imagino. Es decir, tengo que
imaginarlo así, porque una cosa son las instrucciones del entrenador, que por
supuesto trato de cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las
instrucciones que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene al
estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de futuros
presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene hijos, pero tengo que
imaginarlo así porque soy el número ocho, insustituible titular de un Club
Chico y, ya que cobro poco, tengo que inventarme recompensas compensatorias y
de esas recompensas inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta
al cogotudo presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su vergüenza suntuosa, así
como nosotros, los que andamos en la segunda mitad de la tabla, sufrimos,
cuando perdemos, nuestra vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque
los Grandes siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y cuando no ganamos y
volvemos al barrio, la gente no nos mira con menosprecio sino con tristeza
solidaria, en tanto que al presidente cogotudo, cuando vuelve el lunes a su
Banco o a su banca, la gente, si bien a veces se atreve a decirle qué
barbaridad doctor porque ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en
realidad está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron esos petizos.
Por eso a mí no me importa ser número ocho titular y que no me pidan autógrafos
aquí en la playa ni en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé hacer. Por ahora al menos. También
es un consuelo que la playa sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o tendiéndome
en las rocas pero de cara al mar, consciente de que atrás dejo la ciudad que me
espía o me protege, según las horas y según mi ánimo, y adelante está esa
llanura líquida, infinita, que me lame, me salpica, a veces me da vértigo y
otras veces me brinda una insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que a
veces me hace olvidar que soy número ocho.
3.
Alejandra.
Lo extraño había sido que Benja conociera sus manos antes que su rostro, o
mejor aún, que se enamorara de sus manos antes que de su rostro. Él regresaba
de San Pablo en un vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había participado en el primero
porque en una jugada tonta había caído mal y el desgarramiento iba a necesitar
por lo menos cinco días de cuidado, así que el preparador físico decidió
mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran mejor. De modo que volvía
solo. A la media hora de vuelo se levantó para ir al baño y cuando regresaba a
su sitio tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró. Simplemente se sentó
y reinició la lectura de Agatha Christie, que le proponía un enigma afilado,
bienhumorado y sutil como todos los suyos.
De
pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el respaldo que estaba
frente a él apareció una mano de mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y
finos, con uñas cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo irrupción la otra mano,
que era complementaria pero no igual. Cada mano tenía su carácter, aunque sin
duda compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su lectura.
Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se movían con sobriedad, se rozaban a
veces. Él imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una historia,
que le ofrecían respuestas a interrogantes que aún no había formulado; en fin,
que querían ser asidas. Y lo más preocupante era que él también quería asirlas,
con todos los riesgos que un acto así podía implicar, verbigracia que la dueña
de aquellas manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara,
enfrentada a su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo podía provocar. Hasta llegó
a concebir, como un destello, un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo abofeteado en
pleno vuelo por dama que se defiende de agresión sexual.
Y
sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras, finísimas, dialogaban uña
a uña, yema a yema, como creando una espera, construyendo una expectativa. Y
cuando fue ordenado el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron
para cumplir la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con
ello a convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió jugarse el
todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el escándalo y el titular a
dos columnas que acabaran con su carrera deportiva. De modo que, tomada la
difícil decisión y tras ajustarse también él el cinturón, avanzó su propia mano
hacia los dedos cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya prolongó aquel
extraño contacto por unos segundos, luego se retiró. Sólo entonces las otras
manos desaparecieron, pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni
bofetada. Él respiró y quedó a la espera. Cuando el avión comenzaba el
descenso, una de las manos apareció de nuevo y traía un papel, más bien un
papelito, doblado en dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.
Se
sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol sobre la hora y la hinchada del
barrio vitoreaba su nombre y él alzaba discretamente un brazo, nada más que
para comunicar que recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto,
pero los compañeros sabían que a él no le gustaba toda esa parafernalia de
abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que se había vuelto habitual en
todas las canchas del mundo. Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora, con aquel
prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del avión como de un podio olímpico
y diez minutos después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las manos,
que en ese instante abría su valija frente al funcionario aduanero, y Benja
comprobó que el rostro no desmerecía la belleza y la seducción de las manos que
lo habían enamorado.
4.
Benja y
Martín se encontraron como siempre en la pizzería del sordo Bellini. Desde que
ambos integraran el cuadrito juvenil de La Estrella habían cultivado una
amistad a prueba de balas y también de codazos y zancadillas. Benja jugaba
entonces de zaguero y sin embargo había terminado en número ocho. Martín, que
en la adolescencia fuera puntero derecho, más tarde (a raíz de una sustitución
de emergencia, tras lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular
y del suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno de los
guardametas más cotizados y confiables de Primera A.
El
sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos futbolistas.
Él, que normalmente no atendía las mesas sino que se instalaba en la caja con
su gorra de capitán de barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles el menú, a recoger
los pedidos, a recomendarles tal o cual plato y sobre todo a comentar las
jugadas más notables o más polémicas del último domingo.
Era
algo así como el fan particular de Benja y Martín y su caballito de batalla era
hacerles bromas cada vez que, por azares del fixture, debían jugar frente a
frente, ellos dos que eran tan amigos. Y el sordo mantenía al día su
contabilidad particular. En los tres años que ambos llevaban en Primera A,
Benja sólo le había hecho a Martín dos goles, pero de penal, y más de una vez
el golero le había sacado al corner uno de esos fulminantes cabezazos que
hacían el delirio de la hinchada y que constituían el más preciado don del
número ocho. Cuando estoy frente al gol, decía Benja, mi obsesión es introducir
la pelota en un ángulo absolutamente inalcanzable, y ahí no hay golero amigo
que valga, pero si tengo la mala suerte de que el tipo que está en el arco me ataja
el zurdazo o lo que sea, entonces prefiero que el que se luzca sea Martín y no
otro.
El
sordo llevaba la cuenta, con el mismo rigor que una computadora, de todas las
atajadas de Mar tín, desglosándolas en varias categorías: con los puños, con
una mano y al corner, retención con ambas manos, abandono momentáneo del arco a
la manera de un back de antaño. Y también la nómina de los tiros al arco
efectuados por Benja: de derecha, de zurda, de cabeza, de chilena, tiros muy
desviados, apenas desviados, los que daban en el travesaño, en el poste
izquierdo, en el derecho, los tantos anulados por “orsai”, los penales errados
y los acertados, y como corolario, los rotundos y gloriosos goles efectivamente
convertidos.
A
Benja y a Martín les divertía aquel culto singular, que oficiaba de memoria
plural, pero si bien nunca lo admitían con todas las letras, ni siquiera en sus
diálogos privados, en el fondo todo ello halagaba sus respectivas y modestas
vanidades y constituía un motivo adicional (además de los ñoquis a la boloñesa
y los capeletis a la caruso y el buen tinto de la casa) para hacerles
coincidir, al menos una vez por semana, en el local de Bellini, que, aunque en
los hechos (y en los precios) había ascendido con justicia a la categoría de
restaurante, aún seguía mostrando en su refulgente neón bicolor su condición
original de pizzería.
Sólo
cuando, después de los comentarios y risotadas de rigor, el sordo consideró
oportuno regresar a su puente de mando, o sea la caja, Martín empezó a poner
sus preocupaciones y dudas sobre la mesa. Comenzó con rodeos, aproximándose al
tema pero sin abordarlo directamente. Por ejemplo, preguntándole a un Benja,
más callado que de costumbre, si pensaba en España o en Brasil. Que no pensaba
nada, dijo Benja, pero el otro fue contundente: pues yo sí. Benja comentó que
hacía bien, que todo era cuestión de temperamento. O de alergias. Y Martín, qué
temperamento ni qué alergias, vos podés pegar el brinco más fácilmente que
cualquier otro; un buen delantero siempre es codiciable, ya que es un producto
que no abunda; para los dirigentes los campeonatos se ganan con los goles que
se meten, no con los que se evitan. Benja intenta refutar y recuerda que ha
habido sonados pases de goleros. Sí, ya sé: Fillol, Pumpido, y ahora ese ruso
Dassaev. Pero no vas a comparar, es tan raro que los intermediarios se rompan
los cuernos por conseguir el pase de un arquero. Ustedes los delanteros son los
que maradonean, los que prometen (y a veces consiguen) el paraíso; decime
Benja, cuántos números ocho tiene este país que puedan verdaderamente hacerte
sombra; tenés que irte y si podés no cruces el charco chico sino el charco
grande. España, Italia. Además, sos el modelito más codiciado aquí, allá y
acullá, o sea el número ocho que colabora con la defensa, domina el medio
campo, pasa como un maestro, y por añadidura, hace goles de campeonato. Te juro
que si yo fuera delantero ya me habría ido, pero no soy un metegoles sino un
evitagoles y eso no cuenta. Si en un partido te meten tres, sabés cómo te
putean: si te rompiste todo y no te hacen ninguno, si te pasaste los noventa
minutos sacando pelotas imposibles y aguantaste todo el chaparrón de una
delantera dribleadora, sorpresiva, potente, nadie se acuerda, pero si en un
solo contraataque el número diez pescó a la defensa adelantada y corrió como un
gamo e hizo el gol, el héroe es él, nunca el atajapelotas que quedó allá atrás,
olvidado y a solas. En cambio, cuando el equipo contrario mete un gol, no se lo
hace al cuadro entero sino al guardameta, es él quien falla en el instante
decisivo, el que pese a la estirada no pudo alcanzar la pelota, el que tiene
que ir mansa y humilladamente a recogerla en el fondo de la red, y también el
que es enfocado por las cámaras para que el espectador pueda aquilatar su
vergüenza, su bronca, su desconcierto, como contrapeso de la euforia, el
estallido y la corrida triunfal del otro enfocado, o sea el autor del gol. Y
encima te pasan el replay, para que tu humillación se duplique, se triplique,
se multiplique hasta el infinito.
Martín
concluyó su parrafada y miró a Benja, como pidiéndole apoyo. Pero el número
ocho tomó despacito media copa de tinto, se limpió la boca con la servilleta,
sonrió al mundo en general y dijo: “Tengo novia”.
5.
En
realidad, se había portado con paciencia y discreción. Tras el idilio manual
del vuelo Pluna, dejó pasar tres días antes de llamar al 912437, cohibido tal
vez por la secreta sospecha de que aquel número no existiera o sólo fuera una
broma de la dueña de las manos. Por fin, el lunes (aprovechando que por suerte
no había entrenamiento) se decidió a telefonear y si bien al comienzo la
insistente llamada en el vacío pareció confirmar sus temores, precisamente
cuando iba a colgar alguien decidió responder y él no dudó de que aquella voz
era la de ella.
Hola,
soy el del avión, dijo como fórmula introductoria suficientemente ensayada. Ah,
dijo la voz, yo soy la de las manos. Sí, claro, me llamo Benjamín. Ya lo sé, y
te dicen Benja, yo soy Alejandra y me dicen Ale. Parece que a la gente ya no le
gustan los nombres largos. No, más bien creo que es la ley del menor esfuerzo.
¿Te gustaría que nos encontráramos?, preguntó él haciendo lo posible para que
la expectativa no se tradujera en tartamudeo. Me gustaría. Y la otra voz era
firme, sin la menor preocupación por evitar las vacilaciones.
De
modo que se encontraron, a la tarde siguiente, en Los Nibelungos. El lugar lo
había sugerido Benja, que jamás iba a esa confitería, distinguida si las hay,
creyendo sinceramente que era el sitio más adecuado para un primer contacto.
Sólo después advirtió que cualquier boliche de barrio habría sido mejor.
A
esa hora de la tarde, todas las mesas de Los Nibelungos estaban ocupadas. Las
tortas de manzana, las frutillas mit Sahne, las caracolas, los ochos, los
merengues, las palmitas alemanas, colmaban las bandejas de los camareros, entre
los que todavía se contaban algunos veteranos que, a través de los años y las
vicisitudes, habían atendido a varios estratos de burgueses alegres, burgueses
contritos, burgueses monologantes, burgueses activos, burgueses retirados, y
también a señoras locuaces, militares camuflados, nietos y bisnietos de ex
nazis domésticos, jóvenes modelos de espalditas bronceadas, garbosos locutores
de televisión, parlamentarios de ademán fatuo, terceros suplentes de mirada
sumisa, y sólo excepcionalmente a algún turista, fogueado y pez gordo,
sonriente entre aceitunas, precavidamente feliz con su muchacha en flor. El
humo de los cigarrillos formaba una discreta calima, surcada por voces roncas o
argentinas (en sus dos acepciones), carcajadas que intentaban no ser risotadas,
ceños respetables que se fruncían y desfruncían al compás de temas y
anecdotario. Por supuesto, también había clientes no particularmente
diferenciados, gente que tomaba su chocolate con stolen o su cerveza con
sángüiches surtidos y mientras tanto leía el diario o tomaba apuntes en
libretas de tapas verdes. El conjunto era un solo rumor que amontonaba sílabas
y sílabas pero no permitía identificar palabras y coexistía con una vaharada
espesa de tabaco y miel, de alcohol y pan tostado.
Ale
apareció con el mismo vestido que llevaba en el avión (¿no tendrá otro?, pensó
Benja, pero enseguida se avergonzó de su frivolidad), estaba linda y parecía
contenta. El saludo, todavía formal, fue el pretexto para que las manos se
reconocieran y lo celebraran. Hubo una ojeada de inspección recíproca y
decidieron aprobarse con muy bueno sobresaliente.
Mientras
esperaban el té y la torta de limón, ella dijo qué te parece si empezamos desde
el principio. ¿Por ejemplo? Por ejemplo por qué te decidiste a tocar mis manos.
No sé, tal vez fue pura imaginación, pero pensé que tus manos me llamaban, era
un riesgo, claro, pero un riesgo sabroso, así que resolví correrlo. Hiciste
bien, dijo ella, porque era cierto que mis manos te llamaban. ¿Y eso?, balbuceó
el número ocho. Sucede que para vos soy una desconocida, yo en cambio te
conozco, sos una figura pública que aparece en los diarios y en la televisión,
te he visto jugar varias veces, en el Estadio y en tu barrio, leo tus
declaraciones, sé qué opinás del deporte y de tu mundo y siempre me ha gustado
tu actitud, que no es común entre los futbolistas. No reniego de mis
compañeros, más bien trato de comprenderlos. Ya sé, ya sé, pero además de todo
eso, probablemente el punto principal es que me gustás, y más me gustó que te
atrevieras con mis manos, ya que, dadas las circunstancias, se precisaba un
poquito de coraje para que tu cerebro le diera esa orden a tus largos dedos.
Tal vez no fuera el cerebro y sí el corazón, sugirió Benja pero no bien lo dijo
le sonó empalagoso. Uyuy, quién te dice, a lo mejor tenés el corazón en el
cerebro. O viceversa. Bah, una cosa es cierta. A pesar de que me gustás, jamás
te hubiera enviado seña alguna, pero el hecho de que coincidiéramos en el mismo
vuelo me pareció algo así como un visto bueno del azar, y yo con el azar me
llevo bien, sigo moderadamente sus consejos, pero, claro, con la iniciativa de
mis manos sobrepasé el consejo del azar, todavía me asombro, yo también
arriesgué, ¿no? ¿Te arrepentís? Espero que no. Bueno bueno, parece que me
conocés al dedillo, así que mejor contame un poco de vos. Está bien: Alejandra
Ocampo, veintidós años, nací en Mercedes pero vivo desde los nueve años en
Montevideo, estudiaba en Humanidades pero dejé porque tuve que trabajar, me
gano la vida en publicidad, proyecto textos seductores destinados a convencer a
la pobre gente de que ingrese al mercado de consumo, a menudo trato de poner
algún alerta en las entrelíneas, pero no puedo hacerlo siempre porque el jefe
es avispado y se da cuenta. ¿Tus padres? Zona amarga ésa, están y no. Mi padre
es uno de los uruguayos desaparecidos en Argentina. Hace tiempo que admití ante
mí misma que está muerto, pero mi madre jamás lo admitirá mientras no disponga
del necesario, imprescindible cadáver, y en esa esperanza dura, incontrolable,
ha ido perdiendo su equilibrio. Mi hermano me lleva dos años, es dibujante y
trabaja en otra agencia de publicidad (ya te habrás enterado de que es uno de
los pocos sectores en que hay laburo). El y yo tratamos de convencer a mi madre
de que es imposible que papá vuelva a estar entre nosotros (lo desaparecieron
en el 74), pero ella nos mira recelosa, desconfiada, como si fuéramos cómplices
de ese no-regreso. Y sin embargo la ausencia del viejo también para nosotros
dos fue una catástrofe. Distinta a la de mamá, pero sin duda una catástrofe.
Aunque me veas animada y bastante vital, tengo a veces mis bajones y lloro
larga y desconsoladamente, claro que a escondidas de mamá. Lloro porque es algo
injusto, porque el viejo era un hombre estupendo, al que quizá debo lo mejor de
mí misma. Ahora bien, he observado que cada vez transcurre más tiempo entre uno
y otro llanto. La frustración y el sentimiento permanecen, quizá más refinados
y sutiles, pero la imagen física del viejo se va como desdibujando, es una lástima
pero es así.
Benja
avanzó una mano hasta la de ella. Caramba, Ale (ella sonrió ante el estreno del
diminutivo), jamás habría imaginado una historia así, no tenés cara de
desgracia. Onetti 1960, acotó ella. No, no tengo cara de desgracia, la llevo
bien guardada, para no olvidarla, ¿sabés? No tengo cara de desgracia porque no
quiero que, además de hundir a mi padre, me hundan también a mí, no en la
muerte sin duelo sino en la tristeza. Sé que les cae mal que uno siga viviendo,
y aunque fuera sólo por eso, vale la pena vivir y disfrutar la vida.
6.
Ahora
Sobredo hace un pase largo de cuarenta metros destinado a Robles que no alcanza
el esférico, el alero Pena ejecuta el óbol en dirección a Seoane pero el joven
centrocampista es duramente marcado por Ortega, el árbitro dice aquí no ha
pasado nada, y entonces Ortega elude diestramente a Menéndez y a Duarte, la
acción es realmente espectacular y ahora toca la pelota muy suave en dirección
al goleador Ferrés, el Benja Ferrés que cada vez juega mejor y que ahora entra
como una saeta, mueve la pelota con la izquierda, cambia de pierna, se viene,
se viene, el aguerrido defensa Murias intenta evitar el inminente disparo, pero
el Benja lo engaña con un extraordinario vaivén, esto señores es un ballet, se
viene, gooooooooool, el impresionante tiro del número ocho penetra en el ángulo
izquierdo de la valla haciendo infructuosa la meritoria paloma del veterano
Sarubbi, quien para algunos escépticos ya no está para estos trotes, gran
jugada la del pibe Ortega y notable la definición del artillero Ferrés, este
Benja que está reclamando a gritos su tan esperada inclusión en la selección
nacional, pero ya no como número ocho sino como número nueve, pues es innegable
su vocación de ariete. Es con estos notables valores, que se formaron en el
campito, es con estos productos de la cantera doméstica, que podremos recuperar
el prestigio que otrora, etcétera.
En
el tercer encuentro, que éste sí fue en un boliche, Benja y Ale decidieron
vivir juntos. Desde el segundo encuentro había quedado claro que se
necesitaban, tanto espiritual como físicamente. Ale había advertido: Está bien,
pero no me lleves a una amueblada, ¿eh? Benja asintió con la cabeza, se quedó
un rato pensando y luego dijo que, gracias a los premios a que se había hecho
acreedor en la temporada pasada, había podido comprarse un apartamentito en el
Cordón, pero todavía estaba vacío, sólo había heladera y cocina de gas. Ale dio
un gritito de alegría: Lo amueblaremos juntos, yo también tengo ahorros.
Y
lo amueblaron. De prisa. Aguijoneados por el deseo y también por una tímida
confianza en ser felices. Empezaron por lo esencial, o sea cama, colchón,
sábanas, fundas, almohadas. Luego, una mesa de cocina que serviría para todo.
Había placares, de modo que se ahorraron el ropero. Mínima vajilla, cubiertos,
platos, manteles, servilletas, hasta una cafetera eléctrica. Ella trajo dos
cuadros que tenía en casa de su madre y él aportó unos telares artesanales que
había traído de México, cuando fue con el equipo.
El
día en que todo estuvo listo, llevaron sidra, brindaron (el orden fue meramente
alfabético) por el amor, el fútbol y la publicidad, entre los dos tendieron la
cama doble, besándose en cada cruce, con el mínimo pretexto de pasarse
almohadas, fundas, portátiles. Luego se enfrentaron, conmovidos, entrelazaron
sus manos ya que ellas habían sido las vanguardias, de tácito acuerdo empezaron
a desvestirse mutuamente, amorosamente, hasta que el espectáculo de sus
cuerpos, la plenitud de sus desnudeces, los exaltó más aún y se juntaron en el
abrazo que tantas veces habían imaginado y que de a poco los fue volcando en el
flamante lecho, que así quedó gloriosamente inaugurado.
7.
Nunca se
lo he confesado a nadie, dijo Benja pocos días más tarde mientras desayunaban
en la cocina, pero a vos quiero contártelo. Tengo sueños, ¿sabés? Todos
tenemos, dijo Ale. Sí, pero los míos son sueños de fútbol. Qué romántico, dijo
ella riendo. No te burles, contigo no necesito soñar porque sueño despierto.
Sueño que estoy en la cancha, pero no con mis compañeros de hoy. Estoy con
Nazassi, Obdulio, Atilio García, Piendibeni, Gambetta, el vasco Cea,
Schiaffino, Petrone, Luis Ernesto Castro, Abbadie y gente así, de distintas
épocas, todo entreverado. Pero, Benja, vos no los viste jugar. No, pero he oído
hablar tanto de todos ellos, para mi padre y mis tíos siguen siendo ídolos y
ellos me han hecho relatos tan vivos de sus jugadas más célebres, que es casi
como si los hubiera visto. Y fíjate que no sueño con los de ahora, Ruben Sosa,
Francescoli, De León, Ruben Paz, Perdomo, Seré, a los que admiro y he visto
jugar, sino con aquellos veteranos. ¿Y qué hacen en tus sueños? ¿Qué hacen?
Jugadas extraordinarias. Una de esas noches el vasco Cea me dio un pase notable
y sólo tuve que tocarla para hacer el gol. Y desde el fondo llega la voz de
Nazassi, alentándonos, amonestándonos, dirigiéndonos. ¿Y eso te sirve de algo
en los partidos verdaderos? Sí que me sirve, en realidad lo más extraño me
ocurre en los partidos reales. De pronto, en plena cancha, me veo jugar con los
viejos y no con mis compañeros actuales. Cuando advierto (no en el sueño sino
en la realidad) que quien va a ejecutar el córner no es el pardo Soria sino el
fabuloso Mandrake, entonces sé que la pelota va a volar directamente hasta mi
cabeza y sólo tendré que darle un suave frentazo para colocarla en el ángulo.
Sin ir más lejos, eso fue lo que me ocurrió el domingo. Y cuando, ya en los
vestuarios, le pregunté a Soria cómo hiciste para ponerla justito en mi cabeza,
él me dijo yo qué sé, fue rarísimo, como si la pelota, después que la lancé,
hubiera seguido su propio rumbo hasta donde vos estabas, fue como si yo le
hubiera dado un efecto sensacional pero no le di nada. Otras veces voy
avanzando con la pelota y dos segundos antes de que el defensa contrario llegue
a hacerme una zancadilla más bien criminal, oigo desde lejos la voz del negro
Obdulio, cuidado botija, y puedo esquivar a aquel bulldozer. Y te podría seguir
contando. Es raro, dijo Ale, y encendió un cigarrillo para pensar mejor. Es
raro, sí, repitió Benja, por eso no lo cuento a nadie.
8.
Desde
que vivían juntos, Benja llevaba a Ale a la pizzería. El sordo Bellini la había
recibido poco menos que con salvas, y la primera vez trajo un chianti para celebrarlo.
Ale había caído bien entre los amigos de Benja, y especialmente Martín bromeaba
preguntando al reducido auditorio qué le habría visto a Benja semejante
preciosura. Algo habrá, decía el número ocho con aire de enigma, pero Ale se
ponía colorada, así que no repitió la gracia.
Esta
vez, cuando entró Martín, todos percibieron que venía radiante. Albricias,
proclamó el sordo con su entusiasmo de costumbre, seguro que vos también te
enamoraste. Frío frío, dijo Martín, cada vez más iluminado. Te sacaste la
lotería, insinuó Ale. Frío frío. Te contrata Peñarol. Tibio tibio. ¿Nacional?
Tibio tibio. Bueno, todavía no me enganchó nadie, pero el contratista Piñeirúa
me aseguró esta mañana que hay un club español y otro italiano que se interesan
por este joven y notable portero (te juro que dijo portero). Martín que no ni
no, gritó Benja levantando los brazos. Hubo aplausos, abrazos, besos de Ale.
Esperen muchachos, vamos a no festejar antes de tiempo, parece que la decisión
la tomará el domingo, justo el día que jugamos contra ustedes, Benja, de modo
que cuando te enfrentes al arco pateá con ganas así me luzco. Pierda cuidado,
míster, cumpliré sus instrucciones.
También
él estaba contento, porque sabía cuánto deseaba su compinche dejar este
mercadito deportivo para consagrarse en un supermercado de veras. A partir de
ese momento todos fueron proyectos. Martín no tenía pareja, así que iría solo,
y eso facilitaba las cosas. Ya te veo venir en las vacaciones con una
galleguita colgada al pescuezo, intercambio cultural que le dicen. ¿Y por qué
no? Mirá que han mejorado mucho, dijo Ale, ¿querés que te preste ¡Hola! para
que vayas haciendo boca? Bueno, tampoco exageres, no vayas a culminar tu
carrera como violador de menores. En todo caso, de menoras. No jodan, che, el trabajo
es lo primero. Te desconozco, flaco. ¿Me da la bendición, padre Martín? Ahora
hablando en serio, ¿qué tal te sentís para el domingo, Benja? Como un potrillo.
9.
Faltan
apenas tres minutos para la conclusión de este excelente partido y el score se
mantiene igualado en un gol por bando, resultado a todas luces justo y que a
esta altura ya parece inamovible aunque ahora avanzan los anaranjados en lo que
podría ser la última tentativa para vulnerar por segunda vez la valla de Martín
Riera, que esta tarde (digamos que el único gol que le hicieron era
sencillamente inatajable) ha confirmado su gran categoría al evitar varios
goles que parecían cantados, en este momento lleva la pelota el puntero Suárez
con su característica parsimonia, elude limpiamente a dos defensas y la cede a
Henríquez, quien sin dejarla picar la toca hacia Ferrés, que la empalma sin
problema, la pisa de espaldas al arco, se la pone virtualmente en los pies a
Soria, qué calidad señores, Soria sin pensarlo dos veces la devuelve a Ferrés,
jugada de pizarrón pero qué pizarrón, se viene, falla el zaguero Zamora al
intentar el quite, sigue el Benja con el esférico, va a tirar, se viene, tiró,
gooooooooool, increíble mis amigos, el balón, impulsado con gran picardía, le
ha pasado a Martín Riera por entre las piernas, sí señores, aunque parezca
increíble le ha pasado por entre las piernas, es algo insólito,
desacostumbrado, asombroso, rarísimo, y aquí me faltan los sinónimos, que un
arquero de la experiencia y calidad de Riera, a punto de ser transferido a un
famoso club europeo, haya cometido un error tan garrafal que no sería de
extrañar hipoteque el futuro de su hasta ahora brillante historial deportivo.
Como se imaginarán los radioescuchas, la astucia de Ferrés, el extraordinario
número ocho de los anaranjados, es todavía ruidosamente festejada en las
tribunas, etcétera.
10.
Cuando
salían de la cancha, los abucheos y silbidos dedicados a Martín fueron de
película. Benja no estaba en ánimo de festejar el triunfo, aunque en las duchas
los demás cantaban a grito pelado y todos lo abrazaban por aquel golazo
fenomenal. Benja no podía dejar de pensar en Martín. La otra noche, en la
pizzería, le había dicho: Cuando te enfrentes al arco, tirá con ganas, así me
luzco. Bueno, y él había tirado con ganas. Cómo iba a imaginar que a un golero
como Martín la pelota le fuera a pasar por entre las piernas. Benja bien sabía
que, de aquí a la Polinesia, para un golero eso significaba la vergüenza
universal. ¿Estaría el agente europeo en la tribuna? ¿Cómo podía el bueno de
Martín tener tanta mala suerte?
Esa
misma noche, Benja (solo, sin Ale) fue a casa de Martín pero no lo encontró.
Estaba muy abatido, dijo el padre. Qué horrible, don Riera, que haya sido
justamente yo. No te preocupes, él no te echa ninguna culpa. Sólo está furioso
consigo mismo. Dice que pensó que vos ibas a tirar a un ángulo. Y tiré a un
ángulo, don Riera, pero la pelota rozó apenas a un back de ellos, creo que
nadie se dio cuenta y entonces la pelota se desvió y lo encontró a Martín
totalmente descolocado. En las entrevistas que me hicieron al terminar el
partido yo dije eso varias veces como explicación. Sí, él te lo agradece, se
dio cuenta de tu intención, pero lo que queda de este partido es que a Martín
le hicieron un gol por entre las piernas.
Benja
fue a tres cafés que frecuentaba Martín y en el tercero lo encontró. Estaba un
poco borracho, y eso era grave porque Martín nunca bebía. Se acabó el viaje,
Benja, y no sólo eso, también se acabó mi carrera aquí, no hay golero que
sobreviva a que le hagan un gol por entre las piernas. Benja dedicó dos horas a
darle ánimos. Yo me siento tan mal como vos, Martín, no puedo acostumbrarme a
la idea de que justamente yo te haya hecho eso. No, Benja, no me hiciste nada,
todo me lo hice yo. No sirvo para golero. Ni para nada. ¿Pero estaba el
contratista de España? Estaba. Y aunque no estuviera. Con las fotos que mañana
aparecerán en los diarios, alcanza y sobra. Seguro que hasta las publican en
España y en Italia. Cualquier día se van a perder ese manjar. Y no sólo la foto
sino el comentario: Y ésta es la maravilla que íbamos a importar del Tercer
Mundo. Por otra parte, ya me dijo el entrenador que, por prudencia, no voy a
ser titular por tres o cuatro partidos. Mirá, Benja de esto no me repongo ni
atajando tres penales en una sola tarde. Pero Martín, no quiero verte así,
tenés 21 años, te queda la vida, toda la vida. ¿Sabés lo que pasa? Pasa que
para mí la vida es el fútbol, más aún, mi vida son los tres palos. Es como si
me hubiera quedado sin vida.
Por
solidaridad, Benja también se emborrachó y luego lo acompañó, llorando a dúo,
hasta la casa de sus padres. El viejo Riera estaba despierto y dijo: Gracias,
Benja, sos el mejor amigo de mi hijo.
11.
El
viernes, la noticia inauguró el noticiero de todos los canales: El ambiente
futbolístico ha sido conmovido por un hecho inesperado y luctuoso. El conocido
golero Martín Riera se ha pegado un tiro. Tanto el entrenador como sus
compañeros de equipo atribuyen el suicidio a la profunda depresión que sufrió
este excelente guardameta el domingo último, con motivo del fallo, realmente
insólito en un jugador de su jerarquía, al serle marcado el segundo sol, casi
sobre la hora, que significó precisamente la derrota de su equipo. Tanto este
cronista como todo el equipo del noticiero hacemos llegar a los familiares de
Martín Riera nuestras más sentidas condolencias.
Benja
estaba destruido y Ale no sabía qué hacer. Ni uno ni otra habían escuchado
directamente la noticia. Fue el sordo Bellini quien telefoneó para comentarla y
se encontró con que ellos la ignoraban. No puedo creerlo, decía aquel buenazo,
no puedo creerlo. ¿Cómo puede matarse alguien sólo porque le metan un gol? Ni
que estuviéramos en la Edad Media. Jamás se lo perdonaré, jamás, cómo puede
habernos hecho eso a vos y a mí. No esperó a que Benja dijera algo (en
realidad, habría esperado en vano, ya que el número ocho estaba temblando de
tristeza, sentimiento de culpa y desconcierto), con la voz quebrada dijo chau
Benja y colgó.
Benja
lloró como una criatura. Ale también, de modo que sus caricias no servían de
consuelo. Y pensar que yo lo llevé a eso. No seas tonto, Benja, decía ella, él
mismo te pidió que lo emplearas a fondo porque quería lucirse ante el agente
europeo. Ya lo sé, ya lo sé. Pero, ¿por qué tuve que ser precisamente yo? Hubo
por lo menos diez tiros peligrosos en ese segundo tiempo y él atajó todos como
siempre, estirándose, arrojándose de palo a palo, alzando la pelota sobre el
travesaño. Pero de eso nadie se acordó cuando la chiflatina del final, sólo lo
juzgaron por ese maldito disparo mío. ¿Cómo podré entrar de nuevo en una
cancha?
Ale
lo besaba, lo abrazaba, lo defendía de sí mismo y de las fotografías que en las
portadas del lunes habían documentado para siempre aquel gol de antología, así
decía uno de los morbosos titulares. ¿Cómo voy a enfrentarme al viejo Riera, a
ese pobre hombre que me dijo que yo era el mejor amigo de su hijo? ¿Y acaso no
era cierto?
Besándose
entre lágrimas, abrazándose poco menos que entre espasmos de dolor, de pronto
advirtieron que una ola de ternura los había invadido y que, casi sin buscarlo,
estaban haciendo el amor. Y Benja y Ale tuvieron en ese instante la certeza de
que en esa misma jornada, cuando una vida cercana, entrañable, había decidido
abandonarlos, ellos estaban creando una nueva, que por supuesto se llamaría
Martín.
12.
Este
cementerio es de pobres, sin grandes monumentos mortuorios ni enormes lápidas
de mármol con letras doradas. Este cementerio es de cruces sencillas, de
adioses casi cursis en placas herrumbrosas, de caminos con pozos y pastitos
quebrados, de gente humilde doblada sobre flores.
Habló
el presidente del Club y pareció sincero. Historió la trayectoria amateur y
profesional de Martín Riera. Dijo que en estos momentos era el mejor golero del
fútbol uruguayo, pero que además era un formidable ser humano, un constante
animador del equipo, un gran compañero, y que incluso su trágico gesto era en
cierto modo un colmo de dignidad, un alarde de vergüenza en estos tiempos tan
desvergonzados.
Junto
al féretro estaba todo el equipo, incluido el golero suplente, que ahora
ascendía al primero y sin embargo maldecía esa buena suerte. También había
jugadores de los equipos de Primera A, incluso de los dos Grandes.
Cuando
todo terminó y aquella multitud todavía asombrada empezó a disgregarse (éstos
habrían llenado la Colombes, murmuró sombríamente un hincha del montón, quizá
uno de los que lo habían abucheado el último domingo), Benja y Ale se quedaron
un rato, quietos y callados. No era fácil desprenderse de Martín.
Después,
Benja puso su brazo sobre los hombros de la muchacha. Dejo el fútbol, Ale. Ella
dijo que se lo temía, pero que tal vez era mejor no tomar ninguna decisión
apresurada, pues ahora estaba demasiado afectado por la muerte de Martín. No,
dijo él, con los ojos secos: Anoche, en esas dos horas que dormí, tuve uno de
mis sueños. ¿Y? Y bueno, ya había terminado el partido, pero yo estaba todavía
en la cancha y no sé por qué tenía la pelota bajo el brazo (eso sólo pasa en
los sueños porque en la realidad la pelota se la lleva el árbitro), el público
iba vaciando lentamente las tribunas, y de pronto sentí que alguien me tocaba
el codo, suavemente, como con afecto, y me di vuelta. Eran Nazassi y Obdulio. A
falta de uno, eran dos capitanes. Y uno de ellos, no sé cuál, me dijo: Dame la
pelota, botija, y se la di. No tenés ninguna culpa, pero no tires más al arco.
Siempre te vas a acordar de Martín y así no es posible meter goles. Dejá la
globa, pibe, ahora que todos te quieren. Es duro dejar las canchas, nosotros
bien que lo sabemos, pero será mucho más duro si esperás a dejarlas cuando
empiecen a chiflarte porque errás goles seguros, penales decisivos. Y los dos
me miraban con un cariño tan sobrio, tan poco escandaloso, pero tan real que
dije que sí con la cabeza y los abracé, no como a fantasmas sino como a
capitanes. Y es por eso que dejo, Ale, porque como siempre tienen razón.
Ale
se arrimó más a su hombre. Le tomó las manos con sus manos, esas conocidas de
siempre. Ya pensaremos después sobre el futuro, dijo ella. Sólo entonces
empezaron a alejarse de Martín y su cruz, caminando a pasos lentos sobre ese
pastito quebrado que es el césped del pobre. El césped.
▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁
MARIO BENEDETTI. Poeta
y novelista uruguayo nacido en 1920 en Paso de Los Toros. Recibió la formación
primaria y secundaria en Montevideo y a los dieciocho años se trasladó a Buenos
Aires donde residió por varios años. En 1945 formó parte del famoso semanario
«Marcha» donde colaboró como periodista hasta 1974. Ocupó el cargo de director
del Departamento de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Universidad de Montevideo. Desde 1983 se radicó en España
permaneciendo allí la mayor parte del año. Obtuvo el VIII Premio Reina Sofía de
Poesía y recibió el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de
Alicante. Su vasta producción literaria abarca todos los géneros, incluyendo
famosas letras de canciones, cuentos y ensayos, traducidos en su mayoría a
varios idiomas. De su extensa obra se encuentran entre otros, la novela
«Gracias por el fuego», «El olvido está lleno de memoria», y los poemarios,
«Inventario Uno» e «Inventario Dos». Falleció en Montevideo en mayo de 2009.
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