-Quita
esa cruz, Máximo- le dijo Lucano- ofendes a la fe y a mí, tu hermano.
-Sólo es
un símbolo, no hay nada de qué preocuparse, además fue un regalo de la esposa
del senador Craso- respondió.
-Los
regalos de Dios deben ser, e inesperados, vienen de la caótica naturaleza, no
de la mano de un hombre- le respondió Lucano.
-Tu
obsesión te ciega, querido Luca, Dios me ha enviado hacer de su palabra un frío
edificio de la piedra más fuerte, capaz de resistir el fuego. Para eso hay que
tener el poder en tus manos. Y estamos Roma, aquí el poder viene del hombre-.
Lucano
caminó hasta la salida del recinto. Regresó su mirada hacia aquel artilugio de
plata. Lo tomó, en aquella figura, una extraña fascinación le encarnaba. El
rostro de Jesús le hablaba.
Vio a
Máximo bebiendo un vino agrio, sintió como su cuerpo se movía en aquella
dirección, la mano que cargaba el crucifijo fue arriba. Al atravesar la piel
del cuello, la efervescencia del sueño se diluía, aclarando la terrible
realidad.
Todavía
de pie Máximo se revolcaba, de su boca emergía un sonido gutural atroz. Era un
gorgoreo inhumano. Lucano había pecado en contra de Dios, peor todavía, contra
su propia carne. El recinto que les servía de morada se comenzaba a llenar de
un silencio totalitario. A través de una ventana notó que el Sol estaba en su
etapa crepuscular. Debía huir antes de que alguien lo hallara ahí. Su hermano
era sacerdote en las catacumbas metropolitanas. Debía estar orando junto con
los mártires, notarían su ausencia, sobre todo las mujeres, quienes le profesaban
a Máximo un amor profano. Salió de la casa sin rumbo. La desesperación le
asfixiaba, asesinar a su hermano no fue una pasión del momento, no le deseaba
ningún mal, sobre todo porque Máximo lo había introducido al cristianismo. Lo
admiraba al punto de sacrificar su vida por él. Sin embargo, algo de esto ya le
habían hablado los otros cristianos. Era la Tentación. La terrible arma del
Adversario, del contrario, de esa fuerza oscura que prueba a los hombres.
Lucero. La primera luz de la mañana según el profeta Isaías.
No es mi
culpa entonces, solo fui débil, no era mi intención matar a mi hermano. A quien
amaba y sigo amando con toda mi alma. Él me enseñó a Dios…
-Nadie
puede enseñártelo- dijo una voz polvorienta
-¿Quién
dijo eso?- buscando Lucano en las sombras de la calle- ¿Cómo es posible que
escuches mi pensamientos?-
-Es
obvio que sufres, -de las sombras un hombre barbado, harapiento y bizco le hablaba-
tú no buscas la Fortuna, ni el Desvelo, sino la Atrocidad misma. Puedo verlo en
tu febril semblante, sudas como si estuvieras ante miles de vírgenes.
-¡Olvida
mi rostro, adefesio! No eres nadie para mirar a un discípulo de Cristo, por tu
vestimenta, juzgo que eres un hombre de Pan, el Impostor.
-Tanto
te importa mi esencia, -rio el esperpento, jorobado, maloliente-. Vi como
mataste a tu hermano, Máximo, tu hermano mayor. Lo mataste por nada. Por algo
que no logras entender ¿Verdad? -Lucano agachó la cabeza. Aquel desconocido
estaba en lo cierto.
-¿Qué
clase de hombre ve lo que no ha presenciado?- dijo Luca, seguro de que su
crimen no estaba siendo observado por nadie. Dirigió su mirada al adversario,
pero él ya no estaba en la callejuela.
La
intensidad del viento arreciaba, grosero, enardeciendo la escena con un calor
cósmico, del Averno mismo. La oscuridad de la ciudad estaba apareciendo en los
muros de los edificios. Lucano creía que descendía, que la calle bajaba
lentamente, en un ligero declive que sus rodillas percibían. Con cada paso que
daba su respiración se dificultaba. Su cuerpo se estaba resintiendo por un
calor que salía de la nada. Aunque era pleno verano, las brisas de frescura eran
habitual en las callejuelas, más que este calor de Hefesto. Bañado de sudor
Lucano se encontraba al límite de su cordura. Mientras bajaba notaba que más
adelante unas sombras se movían. Se detuvo, pero algo le dijo que ya habían
notado su presencia, el ruido que ejercían sobre alguna especie de traste
denotaba la ferocidad en ellos. Del cinturón Lucano tomó una daga. Caminó
lentamente, cada paso era de una amargura que le impedía pasar saliva. Poco a
poco comenzaban a dibujarse sus siluetas. De la frente de los dos, ahora
aparentes hombres, unos cuernos sobresalían. La nariz era porcina y no cabía
duda alguna que en sus extremidades unas cadenas se hallaban. Lucano siguió su
aproximación hacia ellos, le eran bestiales pero con cierto rasgo humano. Intentó
comunicarse:
-¿Son
pretorianos?- Le contestaron, pero no con palabras, sino a través de unos
chillidos escalofriantes. En contra esquina de donde se encontraban surgieron
unas llamas de un azul incandescente. Corrió en dirección contraria, sin
embargo, el suelo de repente comenzó a adquirir una consistencia más parecida a
la arena de playa. Cada paso era una huella más y más profunda, poco a poco el
hundimiento era inevitable. Ya estaba hasta las rodillas. Miró hacia atrás
buscando a las criaturas.
En vez
de dos, eran mil. Rodeándolo, sin deseo alguno de atacarlo, únicamente emitían
un ruido como el graznido de un cuervo. De miles de cuervos. Antes de que las
arenas lo terminaran de devorar, comprendió que aquel ruido que escuchaba eran
sus risas. La oscuridad posterior no le reconfortó, ya que solo era el interludio
a lo que se avecinaba. Pudo caminar, había suficiente espacio para hacerlo, no
sentía estar en un pasillo, sino en un lugar más amplio. Húmedo. Podrido. Un
pantano tal vez. De la ciudad había pasado a los bosques romanos, lodosos,
enfermizos y ruines. Siente en sus pies el corte feroz de la naturaleza. Busca
alguna señal de luz, sin embargo, parece que algo impide que emerja la desnudez
de Artemisa. Sin luna por la cual guiarse Lucano teme la ira. Cae por atorarse
con una raíz.
De un
tronco una serpiente se desliza, su siseo es agudo, casi como si esta silbara.
Se esconde en las aguas. En su pie siente una opresión, que luego pasaría a ser
un dolor en la rodilla. Por el mismo tronco la serpiente sube hasta desaparecer
en el fondo negro. Comprende de inmediato que ésta le ha picado, intenta
arrastrarse hasta la orilla del riachuelo, sobre la herida impone un bálsamo de
lodo. No puede ponerse de pie. El sueño que precede a la muerte comienza a embriagarlo.
Sus parpados ceden, caen como pesadas cortinas, Lucano tiembla a pesar del
calor que lo quema en sus entrañas. Sobre la piel de su rostro un fuego suave
lo consume, un delicado y a la vez áspero velo, que lo traspasa con intensidad,
dificultándole la respiración. La loza del dolor cae en su cabeza, dejando de
existir cuando el paroxismo llegue a un nivel tórrido.
Escucha
el silencio… abre los ojos. Una bola de fuego se ha devorado todo el bosque.
Secándolo. Dejándolo en las puras rocas. Mira el cielo, brilla con una
intensidad mística. Es demasiada la luz del Sol. Pende de un trozo de madera, a
su mano derecha hay otro hombre, a su izquierda, casi una copia del anterior,
que se retuerce de sufrimiento. Como si de súbditos se tratara una corte se
halla a sus pies: hombres temerosos, mujeres enlutadas, soldados que resguardan
los cuerpos de los deudos y la rapiña de las alimañas.
El Sol está
por ocultarse. Harto de esperar la noche, harto de oír el gimoteo de Lucano, un
soldado clava su lanza en el costado. Derramando la sangre sobre la arena. Esa
sangre es la misma que la del Cristo de plata. Aquel que su hermano Máximo
poseía. Lucano abre los ojos, todavía lo lleva en sus manos. Frente a él su
hermano lo observa:
-¿Qué
perturba tú alma, hermano mío?-
Sabemos
que lo matará, que desgarrará el cuello de su hermano, este sueño no es más que
el de un pecador, que está siendo castigado en el Infierno. Condenado a vivir
la pesadilla eterna de ser Saturno devorando a sus hijos.
GERARDO UGALDE. Escritor fantasma. 1989. Zapopan, Jalisco.
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