I
Sara
murió un jueves de diciembre a las seis de la tarde, cuando el sol descendía
tras el calmo litoral. Contaba con veintinueve años, setenta y dos horas, seis
interpretaciones de danza clásica en teatros de su estado, una carrera trunca,
novia ida, familia endeudada y más uñas rotas que amigos. Planificó su muerte
como si de una visita al supermercado se tratase: hizo una lista, tachó
objetivos, trazó un itinerario breve y llevó a cabo el plan, sin mayor demora
que la del tráfico habitual. Ató una gruesa cuerda a la rama del árbol
prehistórico que acompañaba en las alturas del peñasco al faro del puerto,
anudó el otro extremo a su cuello de cisne rojo y se arrojó de la copa.
Crack,
sonó. La realidad se transformó en un destello plateado que recordaba a la
estática del televisor. Crack, de nuevo. El aire se escapó de ella como si lo
hubiese drenado una manguera industrial. Crack. Era cierto: una navidad a los
ocho años, cuando bajo el pino adornado apareció Dolly la muñeca rubia que tanto había querido; un salón de clases a
los trece, donde ella estaba de pie frente a Eduardo, quien le tomaba la mano.
Un beso simple, con los labios entrecerrados. La carretera amplia siendo
surcada a gran velocidad, las hierbas a los costados difuminadas por la
rapidez, el cliché de la mano derecha que resiste al viento y ondea. Madre,
hablando animada sobre su crianza de antaño, después del almuerzo. Esas cosas
aparecen en la mente de uno cuando deja de llamarse vivo. Y un perro. Aquel can
con el pelaje gris e hirsuto, que siempre había estado junto a ella. Es el
perro. Lo sabía.
Mientras
ella se retorcía, colgada del árbol como hoja amarilla que se negara a caer, el
perro lamía la punta de sus pies. Derramar unas gotas por los ojos hinchados, crispar
los dedos, sacar la lengua, lo que es irse muriendo. Sara se mecía en lo alto.
Podía ser un columpio, un juego de carne y hueso que diese diversión a los niños
que llegasen hasta el faro. El sonido apacible de su vestido, alborotado por el
viento, ¿era sonido si nadie lo oía? Las olas rompían en el peñasco, los
pelícanos emitían una queja humanizada.
II
Me mato porque no existe otra
acción legítima para darle cabida a mi existencia. El arco de mi historia
resulta en ser una muerta para los otros. Es para impactar su vida y generar
decisiones que afectarán el curso de la historia.
Siempre me sentí ajena. Ajena a
todos. Extranjera hasta en mis círculos más cerrados.
Sara
le habla a Azul.
Me preguntaban por qué aguantaba
tus desplantes, tus celos, tus ataques de miedo o tus accesos de llanto. Eso no
es de personas normales, decían. Los más soberbios agregaban: "o
sanas". Es cierto que no debía consentir ese comportamiento, pero lo hice.
Lo hice porque sólo yo sabía cuánto dolor albergabas, cuánto temor, cuánto te
costaba relacionarte con quien fuera. En tu pecho sentía el respirar de una
niña triste que sólo quería ser abrazada. Y esa ternura me devastaba, más que
cualquier forma de violencia.
Sara
escucha a Azul, la mujer de su vida.
Sí, mamá, soy lesbiana… o tal
vez bisexual, no sé.
Una
mujer la golpea, vehemente; y en mi casa
no vas a vivir y en la vida sufrirás y qué hice yo para merecer a esta hija. O
si no: Madre habla con ánimo sobre su crianza de antaño. Me vas a dar nietos, bellos, hermosos nietos. O un recuerdo con
Padre: ese, del cine que ya no existe sobre la avenida cincuenta y nueve.
No sé qué soy, mamá.
O mejor: ¿Padre, por qué las
estrellas brillan aunque hayan muerto?
Sara
muere y el perro olfatea sus pies. El mar ante su cuerpo colgado, canta. Un
azul Azul.
Azul
estará viajando con otras personas. Tal vez riendo, viviendo la vida que Sara quiso
para sí misma, para ambas. En ese momento, mientras Sara muere, Azul está en un
país de Sudamérica, comprando un souvenir.
Abramos un estudio de
danza.
Solicitaron
una beca. Pero Azul ya no quería nada de ella.
Sara, estás enferma.
Sara, tienes que tratarte.
Sara, no me pegues.
Sara
muere. El aire no llega a su cerebro. Sus manos tocan un piano invisible. Sus
piernas oscilan ante las piedras de abajo.
Azul, tú estabas enferma.
Manipulaste a todos para hacerme pasar por una loca. Te di mi confianza. Estaba
mal, deprimida. Había soñado contigo. Te pedí que fueras parte de mis cosas. Me
dejaste por lo que te convenía más.
Ya no eres la misma, me decías.
Pero tú eras la traidora. Ganaste la beca y te fuiste con otros.
Ya no eres la misma, Sara.
O
Sara recuerda más atrás:
Abuela
crea un pastel con su propia receta. Afuera llueve y un perro gris aúlla. La
tarde es tan pero tan triste. Nunca había visto algo así: húmedos los nidos de
las aves, húmedas las ramas en lo alto, sacudiéndose estrepitosamente, húmeda
la tierra donde los ciempiés se vuelven cálida espiral. Abuela le habla con su
voz de viejo bandoneón: está ya el pastel,
hija. Huele.
Pero
el recuerdo es un olor de gasolina. También lluvia. Padre y Madre. Tal vez una
visita al zoológico. Sí. Llueve. Padre se ha detenido. Huele a gasolina.
Algunas personas corren en la calle, se tapan con bolsas de plástico, llevan
empapado el uniforme de algún banco. Y sí, está el perro. El perro de Sara, al
otro lado de la banqueta, hecho un ovillo. La niña Sara quisiera subirlo a su
coche, pero los padres no lo harían.
Está muy oscuro para que sean
las tres de la tarde.
Tres
de la tarde. Sara sale de la escuela. Un hombre se acerca a ella, pidiéndole
unas monedas. Ella no tiene. El hombre le toca un pecho con violencia. Ella
corre. El perro le ladra al sujeto. Lo muerde.
O:
tres de la tarde en casa de Josefina. Ven televisión. O: tres de la tarde con
una de sus tías, de compras. No dejan entrar mascotas a la tienda departamental.
El perro la espera, sacudiendo la cola, desde la entrada principal.
Sara
muere. La brisa hace volar sus cabellos castaños. El graznido de las gaviotas
sobre ella, acompaña sus gemidos.
¡Splash! Una piscina. Amiga de su madre, tal
vez. Un almuerzo. Ella tiene nueve años y no sabe tirarse clavados, le da
miedo; pero Julián, el hijo de la anfitriona, le quiere enseñar. El perro gris
se sacude el agua del pelaje. Ella ríe.
El
perro se deja acariciar cuando Sara termina con Azul. Llega a casa con el
corazón desbaratado. Quiere desvanecerse. Quiere bañarse para quitarse la
suciedad del dolor, para que las lágrimas se confundan con el agua. El perro se
deja acariciar.
Eres mi único amigo.
Sara
acaricia al aire.
Sara
muere. El perro llora, lanza terribles quejidos hacia el oleaje. Es un pedazo
del mundo que nadie mira. El lugar más solitario del planeta. El faro es
inservible. El cuerpo de Sara se mece suavemente con el aire. El perro gris
llora.
III
Sara
nacerá un jueves de diciembre a las seis de la tarde. Será un día lluvioso.
Para sus padres, Sara será la creación más excelsa de la naturaleza. Ella
crecerá en un hogar tranquilo. Vivirá una vida tranquila.
Un
día, la niña Sara mirará un perro gris, enflaquecido y mísero, buscando comida.
Lo alimentará con sobras que ella misma había dejado. El perro, agradecido, le
lamerá los pies.
Nadie
podrá ver al perro gris de Sara; ni cómo a medida que ella se hunde más en el
pantano de la existencia, el perro irá ganando vigor y peso.
Será
su único amigo, particularmente, al momento de decir adiós.
▁▁▁▁▁▁▁▁▁▁
ÁNGEL FUENTES BALAM. Mérida,
Yucatán, México. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Becario actual del
PECDA Yucatán 2018. Director de “Perros que parecen laberinto”, agrupación
teatral independiente. Docente de Teatro en El Claustro, Campeche. Es autor de
los libros: “Melodía tu engranaje quieto” (Editorial El Drenaje), “Cruoris o la
rabia que fuimos” (Libros en Red) y “Devoré el cráneo de Eros” (Ediciones O).
Productor de: “Buqueic” (2017), presentación de lectura y acciones escénicas
sobre literatura pornográfica, erótica y violenta, realizada por autores
mexicanos.
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