Cierto día, acudía a una
refinada tertulia moderna, que también podríamos llamar “una peda”. La razón
que llevó a los organizadores a congregar a un puñado de cuasi-adultos era que
algunos iban a compartir sus medios de expresión predilectos: había quien
externaba su sentir a través de estampas, otros elaboraban música electrónica y
otros optaban por vías más tradicionales como la música o la poesía.
Confieso
que mi principal propósito distaba mucho de conocer el espíritu de los artistas
cercanos a mí en tiempo y en espacio. Yo, como muchos seres en esa fiesta, iba
a embriagarme con cerveza “barata” hasta el punto de transformarme en un
valiente capaz de enfrentarse a eso que lo acosaba por las noches. En mi caso
se trataba de la muerte pero creo que la quimera que la mayoría de los presentes
enfrentaba era la realidad. Aunque uno de mis compañeros de juerga aseguraba
que era el deseo de copular lo que los llevaba a agitar sus cabezas como si de
jugar al tiovivo se tratara. Bastante factible.
Sea como
fuere, me encaminaba a lidiar con la parca cuando subió al escenario un joven
poeta cuyo rostro no me permite recordar el efecto inhibidor del alcohol sobre
mi cerebro. Creo que ni yo ni el sujeto en cuestión nos dimos cuenta de que el
ambiente estaba no tenso, sino lleno de suficiencia arrogante. Los pormenores
de su declamación y el rechazo subsecuente no son importantes, lo relevante
aquí es una de las líneas de su texto:
“Los
molletes me saben desabridos cuando tú no estás”
El consenso en aquel entonces
fue que era una tontería que no podía llegar a llamarse poema pero viéndolo
ahora, pienso que, mal poema o no, la frase y el contexto dan varias cosas para
pensar: En primer lugar hay que tratar el hecho de que el grueso de la
distinguida audiencia rechazó el poema por la carga semántica que poesía: un
desayuno común, una situación común (el desamor), una escena común para dicha
situación y una reflexión filosófica que ya se ha vuelto perogrullada: cuando
se pierde el amor, el resto de los placeres y pasiones ya no surten efecto
sobre nosotros; o bien: el amor es la semilla de todos nuestros deleites,
perderlo es perder todo lo bueno e incluso perdernos a nosotros mismos, por lo
menos durante una semanita. En suma, al público le molestaba el uso de una
imagen que parecía tan poco poética.
¿Realmente
era eso lo que fallaba? En ese momento lo que a mí me molestó no fue el uso de
la palabra “mollete” o la necia reiteración sobre los temas amorosos, sería poco
perspicaz molestarse por algo así porque ¡los molletes sí pueden ser poéticos!
Imaginemos
un mollete que yace medio comido sobre una bandeja en un restaurante que da a
la calle. Ahí, un niño que lleva días sin comer lo observa imaginando que lo
engulle despreocupado mientras sus padres le dicen que ha aprendido mucho en la
escuela y están orgullosos de él, los desconocidos no le dan miedo porque él no
está solo en el mundo. Mientras tanto, el mollete permanece inmutable sobre una
de las mesas metálicas cuyos cortes finos y temperatura fría parecen decirle al
pequeño que ese no es su mundo. Súbitamente un mesero toma el plato y tira el
preciado mollete a la basura, el niño llora pero nadie lo escucha. Finalmente,
para evitar que los exigentes nos digan que esa escena también es cliché,
colocamos una televisión en el restaurante y decimos que transmite un anuncio
de Enrique Peña Nieto, cuya voz acompaña al llanto del niño. Tal vez la imagen
siga siendo reiterativa pero al menos se disfraza de crítica social y de un
ambiente específico que la hace un poco más original.
Pero
dejémonos de alternativas y volvamos al poeta de los molletes. ¿Su frase pudo
ser o es poética? Dicho sea que provocó desagrado generalizado y eso muchas
veces es considerado como arte efectivo. También provocó indiferencia y eso es
igualmente valorado ya que muchas obras maestras pasaron inadvertidas durante
décadas o inclusive siglos. ¡Y ahora mismo esos trozos de trigo cubiertos de
lácteo con poco sabor me están haciendo reflexionar sobre lo que es poesía!
También es muy estimado el arte que pone en movimiento a la mente.
No, no
diré que disfruté de su poema pero tampoco diré que falla por su contenido,
falla por lo que acompaña a este. Para entender esto, prosigamos con el examen
de lo que me molestaba del poema esa noche beoda y de lo que considero ahora
que es criticable de él.
Pese a
lo que estoy por escribir, en realidad no puedo decir que en ese momento haya
tenido muy claro qué no me gustaba del poema. Como ya dije, yo no iba a ese
lugar con la intención de reflexionar sobre las obras que ahí se iban a
mostrar. No obstante, noté que era evidente una tendencia entre la mayoría de
los creadores que fueron lo suficientemente valientes como para mostrarle su
subjetividad a una bola de ebrios en su mayoría imberbes.
Esta tendencia era la
destrucción de la solemnidad que ha imperado en el arte ya mucho tiempo.
Apelando a lo feo, a lo “mal hecho”, a lo simple, o incluso al hecho de
presentar su trabajo en esa exposición, los artistas querían bajar de la torre
de marfil las manifestaciones artísticas. No podían hablar del cisne de dudoso
plumaje ni de pupilas clavadas en otras pupilas azules porque su mundo era una
fiesta en Azcapotzalco donde sus cuadros favoritos descansaban a escasos metros
de una piscina de orines.
Es muy
noble querer acabar con el buen gusto, con todos los mecanismos que hacen del
arte una cuestión de jerarquías en vez de un juego de lo humano. Un nervio
hegeliano, empero, me previno de ignorar que en su movimiento se encontraba la
semilla de su opuesto. Es decir, en ese momento me molestó el poema porque quisiera ser poema, no por no serlo. Ese
poema no quería acabar con la clase dominante de arte, que hasta la fecha libra
heroicas batallas para mantener su puesto privilegiado (¡cof, cof, Avelina Lesper vs
un delicioso postre!), el poema quería reemplazarla. Y si el arte va a seguir
en un pedestal inalcanzable para la mayoría, francamente yo prefiero la cúspide
de parajes bendecidos por Apolo a las heces sublimadas que no llegan a ser
dionisíacas.
Otra
cosa que me desagradó en el momento fue que todos los poetas que escuché ese
día querían agregar elementos millennial así
sin más. Mencionar redes sociales o hablar de cosas fútiles como un mollete
eran el único as bajo la manga que tenían. Es imposible caer en el heurístico
que te hace concluir que si solo hacen eso es porque no saben hace otra cosa,
destruir lo conocido indica talento, hacer lo propio con lo desconocido
significa falta de éste. No les pediría a esos artistas que a su edad, que
todavía tiene el “teen” en su nombre, fuesen eruditos de su disciplina
(principalmente porque no me lo exijo a mí) pero sí solicitaría algo de varieda’. Eso fue lo que, en forma de
intuición etílica, me molestó entonces. Son otras las fallas que encuentro
ahora.
En ese
momento no retomé el poco impacto que tuvieron las frases que antecedieron y
sucedieron a la ahora conocida línea del mollete. Peco de redes neuronales que
no pueden asegurar que así sea pero recuerdo que el resto del poema se antojaba
más bien “normal”, en el sentido de que no retaba al orden establecido de lo
poético. Es como si el autor se hubiera estado dudando todo el tiempo entre ser
o no ser el que dio la puñalada (¿qué es más noble en el espíritu del hombre?).
Cuando por fin la da, la función se acabó y la muerte de la poesía como la
conocemos es observada por un público que ya no está poniendo atención.
Otra cosa que recuerdo ahora y
que es la razón de ser de este escrito que nace al momento de ingerir unos huevos
con jamón nada desabridos, es que el asesinato del poeta no juega con su
víctima. Es el disparo de algún villano cualquiera que fácilmente olvidamos. No
hay un plan sádico al estilo Jigsaw, no hay anticipación nerviosa aunada a la
valía de la víctima, como con Francisco Fernando, Kennedy o Colosio. Imaginemos
que el poema en vez del enunciado ya mencionado dijera algo como:
“¿Qué
es este vacío que acompaña mi mañana?
De
tu suave tacto solo queda tristeza
que
repta entre mis entrañas.
Una
estentórea melancolía
que
se escapa de mi corazón diáfano.
Bajo
la vista hacia las viandas
otrora
sagrados alimentos
y
lo entiendo:
los
molletes me saben desabridos cuando tú no estás…
Lo
comparto en Facebook.”
Así al menos habría un jugueteo
previo que haría a la muerte más interesante, pero no, el homicidio llano del
que hablamos hará que cuando regrese Gorostiza este inicio de noviembre, nos
remitamos a su predicción hecha realidad: en el mundo de los expertos, las
personas solo quieren explicaciones. El mollete sabe desabrido porque se perdió
el amor. Listo.
Si todas
las explicaciones previas parecen arrogantes y/o infundadas, basta terminar
diciendo que tal vez todo fue culpa de las pulsiones no satisfechas de los
asistentes. Tal vez la desventura cultural recitada por aquel hombre fue tan
odiada porque se leyó mientras algunos entendían que ese día no terminaría en
coito, y otros, que no terminaría en muerte.
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LORENZO SHELLEY. Nació en el Ciudad de México, creció en sus alrededores. Es
estudiante de tiempo completo en la Facultad de Psicología, Ciudad
Universitaria, UNAM. Cursa la licenciatura en las áreas de Psicobiología y
Neurociencias y Procesos Psicosociales y Culturales. También se considera
apasionado de la filosofía, la vida cotidiana, el amor, la literatura y los
videojuegos, además de ser aficionado del cine, la televisión, la música (como
escucha o como pésimo pianista) y el anime. Ocasional merodeador de museos.
Ferviente creyente de que el aprendizaje puede surgir de diversas fuentes.
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