El 14 de diciembre de 2001 el escritor
alemán W.G. Sebald conducía su auto en la región de Norfolk, donde residía
desde muchos años atrás, cuando un ataque al corazón le provocó la muerte. Su
obra empezaba apenas a ser apreciada en su justo valor, y en los años que
siguieron no ha cesado de ser editada, reeditada y traducida a numerosas
lenguas. Hoy nadie duda del hecho de que Sebald fue un escritor singular. Suele
ser el caso que quienes lo han leído experimenten hacia él ya sea una total fascinación
o un enconado rechazo. Tengo un amigo que no puede pronunciar su nombre sin una
suerte de veneración, como si se estuviese refiriendo a alguna figura del
santoral mayor.
Por mi parte, puedo decir
que mi afición a Sebald ha sido progresiva, producto de la frecuentación y en
modo alguno amor a primera vista. También debe ser que a veces intentamos adentrarnos
en el universo de un escritor con la obra equivocada, como cuando nos hacemos
una mala impresión de alguien simplemente porque no hemos sabido entender las
complejidades de su personalidad. Lo primero que leí de Sebald fue Sobre la historia natural de la destrucción,
tal vez su obra más conocida, aunque en mi opinión en modo alguno la mejor. Como
su nombre lo indica se trata de una crónica de la destrucción sufrida por las
ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, así como de las
devastadoras consecuencias que ello tuvo en las vidas y destinos de sus numerosos
pobladores. El libro es de difícil lectura, en parte por el tema y por las cruentas
imágenes que evoca, pero también porque de hecho está integrado por una serie
de conferencias agrupadas sólo posteriormente en un único volumen. Especialmente
extraño resulta el empeño de Sebald en denostar a Alfred Andersch, otro
escritor alemán a quien personalmente no tengo el placer de haber leído y a
quien Sebald reprocha algo que no me queda muy claro, tal vez su poco compromiso
o su falta de empatía con el sufrimiento de sus compatriotas alemanes, o quizá
no haber escrito sobre el dolor humano y haberse dedicado más bien a la
autopromoción. En fin, que sale uno del libro con la vaga e incómoda sensación
de haber asistido a una disputa personal en la que uno nada tiene que ver para
empezar.
Me adentré después, y no sin ciertas
reticencias, en Vértigo. Como casi
todo en Sebald el libro es una mezcla de novela, ensayo y crónica de viajes que
empieza con la historia de un soldado del ejército napoleónico y continúa con
el viaje del narrador a Viena y Venecia en busca de ciertos espacios y, sobre
todo, de ciertas impresiones. Los
pasajes en los que Sebald evoca a Kafka y la visita de éste a Desenzano me
parecieron francamente luminosos, y de una gran y melancólica introspección.
Pero en Sebald todo es introspección, pensé, y también mucho es melancolía o
recuerdo, o así creí haberlo entendido ya entonces. Me pareció notable la
afición de Sebald a intercalar peculiares fotografías en todo lo que escribe,
como una especie de memento o instantánea personal, y me pregunté si ciertos
pasajes serían reales, por ejemplo, el del encuentro con los gemelos que, según
el narrador, son el vivo retrato del Kafka joven. Recuerdo haber leído más
tarde en alguna parte, tal vez en un libro de Vila Matas, acerca de que la
mención hecha por el propio Sebald en torno a su imposibilidad de tomar una
fotografía a los muchachos acaso vaya precisamente en el sentido de perpetuar
esta incógnita, de dejar al lector con la permanente duda acerca de si lo
relatado ocurrió o no.
Me olvidé de Sebald hasta cierta tarde en que
un buen amigo me recomendó Del Natural.
Te va a encantar, me dijo. Compré el libro en traducción al inglés (la
traducción al español publicada por Anagrama era inconseguible o demasiado cara)
y lo leí en una tarde. Mi amigo no se equivocó. Del natural es un libro magnífico, el primero que Sebald escribió
(aunque se publicó sólo tardíamente, incluso puede que de manera póstuma), y quizá
por eso está dotado al mismo tiempo de inusitada frescura y de singular ardor
creativo. Sebald nos ofrece en él tres historias de vida presentadas a modo de
poemas extensos y de una gran belleza: la del pintor Matthias Grunewald, la del
naturalista Georg Wilhelm Steller, y la de un tercer personaje cuyo nombre no
se menciona pero que evoca en muchos de sus detalles biográficos al propio Sebald.
Las vidas de estos personajes tal como Sebald las presenta aparecen casi
etéreas, llenas de fisuras y empero tremendamente contundentes, evocadoras del
peso de lo insondable y de cierta presentida eternidad que asoma ya en los
detalles grotescos de un fresco sobre la Crucifixión, ya en la evocación de los
helados paisajes árticos. El autor parece querer dejar en claro la singularidad
de las existencias que le sirven de pretexto, así como su imbricación con la
naturaleza que en el autor es perpetuo leit
motif, lo opuesto de la barbarie, una naturaleza que, aunque implacable a
su manera, le inspiraba una fe solo comparable a la desconfianza que sentía
hacia la humanidad como colectivo y como civilización: ¿Qué es la historia sino
una perpetua sucesión de calamidades?, se pregunta en más de un sitio.
Creo que fue solamente entonces
que empecé a entender la peculiar forma en que el ojo de Sebald desmenuza con
fruición las historias individuales para situarlas en ese perpetuo flujo que es
la Historia, la forma en que su pluma dota a lo cotidiano de un sentido
retrospectivo, contundente, como si ante la inevitabilidad de la muerte cada
detalle contara y fuera a la vez efímero. Al evocar en Vértigo la experiencia de escuchar el incesante tráfico citadino
(el “nuevo océano”, como lo llama el autor) Sebald afirma: “Al cabo de los años
he llegado a la conclusión de que es de este estrépito de donde ahora surge la
vida que viene después de nosotros y que nos destruirá paulatinamente, del
mismo modo que nosotros destruimos aquello que ya llevaba ahí mucho tiempo con
anterioridad a nuestra existencia.” Del
natural tiene la ventaja de centrarse, creo, en ese mismo proceso de
nacimiento-muerte-renacimiento que permea toda la obra de Sebald, proceso del
que no escapan tampoco las obras humanas, el arte o los descubrimientos
científicos. No obstante, creo que lo que mueve a Sebald es sobre todo la idea
de que una vez que hemos abandonado el estado natural debemos pagar un precio
por ello, y este precio puede ser el de nuestra propia aniquilación. El título
de la versión en inglés del poemario (After
nature) refleja de manera particularmente fiel el sentido de dicha idea.
Michael Hamburguer, el
traductor al inglés de Del natural,
era, por cierto, amigo personal de Sebald, además de poeta y exiliado alemán a
su vez. Se le ve aparecer en un pasaje de Los
anillos de Saturno, un libro inclasificable,
fabuloso incluso si uno no se interesa de manera particular en la historia de
Inglaterra. En dicha obra Sebald da cuenta de su propio viaje por la costa británica
oriental, y aunque evoca de manera reiterativa la geografía y la historia
inglesas (incluso la historia inglesa local) la forma en que el autor conecta
todo con todo es tan asombrosa que sus alcances terminan por ser de orden
universal. Conexiones, esa es la palabra que mejor describe en mi opinión la
prosa del alemán, capaz de hilar las anécdotas de forma perfecta, sin costuras
ni excesos inútiles. Es pensar en Conrad y en las atrocidades cometidas por los
belgas en el Congo, pero también en la cruel emperatriz de China en las
postrimerías de la dinastía Qing. Es pasar de una reflexión en torno al gusano
de seda a la historia de la importación de éste a Europa, y hablar al mismo
tiempo del cráneo de sir Thomas Browne y de los últimos días de Chateaubriand. El
párrafo que cierra el libro es de una belleza sublime. Habla de la muerte, y de
los espejos; del hecho de que estos deben cubrirse tras un deceso para evitar
que el alma del difunto se extravíe en su camino al más allá, distraído acaso por
su propio reflejo o por el de las cosas del mundo que ha dejado atrás.
Tras leer las dos obras mencionadas compré Los emigrantes, y su lectura volvió a
dejarme perpleja. Sebald vuelve nuevamente la mirada a los trayectos vitales de
cuatro individuos que, en este caso, tienen en común el hecho de haberse
exiliado, como él, de su Alemania natal. El narrador, que como de costumbre es
y a la vez no es Sebald, se embarca en un periplo hacia el pasado y hacia la
memoria personal y colectiva, y acaso una de las grandes maravillas del texto
sea la forma casi alquímica (insisto en ello) y absolutamente carente de
frivolidad o de pretensión con que se consigue difuminar la frontera entre la
realidad y la ficción. El resultado es un texto que, según el propio Sebald,
podría calificarse de documentary fiction,
aunque independientemente del género se trate sin duda de una obra intrigante y
peculiar. En suma, que se trata, otra vez, de un gran libro.
¿Me habré, pues, vuelto una
incondicional de Sebald? En relectura descubro que Vértigo me gusta bastante, pero Austerlitz
(obra de la que no he hablado aquí, y que quizá sea la más auténticamente
“ficticia” de sus novelas) y Sobre la historia
natural de la destrucción siguen sin convencerme. Tal vez deba leerlos
nuevamente. También es evidente que no hace falta una afición incondicional
para reconocer la grandeza. En no pocas de sus obras, en Del natural y en Los anillos
de Saturno en particular, Sebald se eleva a alturas narrativas que muchos
ni siquiera nos atreveríamos a soñar. En otras palabras, allí Sebald toca el
cielo. Y aquí, en el efímero resplandor de una existencia mortal, con tocarlo
una vez basta y sobra.
ALMA MANCILLA. Escritora. Autora de los libros de cuentos Los días del verano más largo (UABJO, 2001), Casa encantada (Instituto Mexiquense de Cultura, México, 2011), Las babas del caracol y otros relatos (Instituto Mexiquense de Cultura, México, 2014) y de las novelas Hogueras (Editorial Terracota, México, 2013), Archipiélagos (UAEM, México, 2015), De las sombras (INBA/Lectorum, 2018) y, de próxima publicación, El predicador (Secretaría de Cultura del Estado de México). Ganadora del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (2011), del Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano (2015) y del Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero (2018).
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