NO TI MEXCONDAS José Agustín, el padre de la escritura roquera | Víctor Roura


Decía José Agustín, antes de esta ausencia suya de la literatura por motivos de salud, que algunos pensaban que era un dirty old mind y que nada más se la pasaba oyendo a Rameau, valses de Strauss y de Juventino Rosas y, “en el mejor de los casos, el rucanrol de Elvis y de Jerry Lee a Beatles, Stones, The Who, Pink Floyd, María Conesa y por ahí”.
      Pero no. “Digo, sí -se corrigió-, pero por lo general no cultivo la nostalgia desde que García Márquez decretó que ya no la hacían como antes”. Aclaraba que oía rock antediluviano “como quien le entra a Apuleyo, Cervantes o Dostoievski; o a Mozart, Schubert o Mahler; o a Caravaggio, Veermer, Andrew Wyeth o Augusto Ramírez; o a Chaplin, Lang y Truffaut; o a La familia BurrónPeanutsMad o Heavy Metal. Son clásicos y forman parte de la cultura universal, siempre disfrutable, cuya vigencia, esencia y presencia (¡ajúa!) están bien vivas en la actualidad, al menos para miguel, pero la verdad-la verdad, aquí entre Turrón y Yoda, la nostalgia me da hueva y de hecho me interesa leer, oír, ver lo más reciente, pues a mí todavía me apasiona el aquí-y-el-ahora, lo que está ocurriendo”.
      Y recurría a Mel Brooks:
      -¿Cuándo pasa esto en la película-
      -En este momento, lo que está pasando ahora está pasando ahora.
      -¿Y qué pasó entonces-
      -Ya pasó.
      -¿Y cuándo entonces será ahora-
      -Pronto.
      Suponía el autor de La tumba que cuando dejaran de interesarle todas esas cosas “será síntoma de irremediable ruquez, no agraviando al señor Alzheimer, aquí presente”.




Bien, toda esta introducción para decir que José Agustín, justo el 19 de agosto de 2019, cumple, va a cumplir, está cumpliendo ya, setenta y cinco años de edad, y, pese a su enfermedad, no se la pasa, nunca se la ha pasado, en la onda porfiriana. Pero ni falta hacía dicha aclaración, apuntada en su libro La ventana indiscreta (2004), porque es sabido que el buen profesor nunca se rezagó en los asuntos de la cultura popular. Padre que es de la escritura roquera en México (y Federico Arana, ese otro grande maestro, sin duda el padre de la crítica del rock mexicano, ardua labor suya admirable), continuó ejerciéndola hasta antes de sus infaustas caídas que han bloqueado su lúcida escritura. A él jamás lo vimos como juez de una tontera televisiva como, digamos, La Academia, que alojó en sus jocosas sesiones a algunos comentaristas de rock que se tomaban, aban, su papel con seriedad, edad, y eran respetados por eso. José Agustín, en ese terreno, siempre ha sido el mismo, para suerte nuestra.
      Por eso era festejable siempre la aparición de algún libro suyo, como La ventana indiscreta, donde vuelve a retomar la opinión -lúdica, conocedora, abierta, contradictoria, convencional, inamovible, insorpresiva, reiterativa, calificada- del rock, al grado de que, por lo menos a mí, me hizo correr a buscar dos discos que no hubiera comprado de no haber leído su juicio sereno: Royal Albert Hall de Spiritualized y Murray Street de Sonic Youth, que dudo hubiesen formado parte de mi colección discográfica de no haberse cruzado los argumentos joseagustinianos en mis ojos. Porque primero, claro, me convencieron los recursos valorativos y ya muy luego vino la reconsideración auditiva.



Hoy, y esto también es cierto, la crítica de rock [¿rock-, ¿es rock lo que se hace en la actualidad o es la música contemporánea -de raíces inobjetablemente roqueras- domesticada por los empresarios de la industria fonográfica-; ya hasta etiquetan como “post rock” a agrupaciones como Mogwai dando a entender que lo que toca esta banda escocesa es algo posterior al rock, innombrado, aunque por supuesto suene indudablemente a rock] está diluida si no es que bien muerta, pues los que escriben sobre esas particularidades sonoras se hallan acomodados en la diestra de los emporios musicales. José Agustín siempre supo dónde estaba parado, porque su narrativa es la que lo guiaba, y ésta no puede desbarrancarse: cinco décadas de constancia escritural así lo atestiguan.
      Lo confirmaba en La ventana indiscreta: José Agustín de nuevo se regodea en los apuntes roqueros, que a él le salían con sobrada facilidad -o, por lo menos, así se mira y se lee. Y para que sepamos que, a diferencia de los Rolling Stones -que se quedaron en la misma canción-, José Agustín nos hablaba incluso de la música electrónica como un experto y avanzado roquero, ya distanciado de (su) La nueva música clásica: “Massive Attack, grupo clave de los últimos tiempos, fue formado a fines de los ochenta en Bristol por Robert del Naja, alias 3D; Grant Marshall, alias Daddy G; y Adrian Vowles, el Hongo. Desde su primer disco, el muy celebrado Blue lines, que contó con la colaboración decisiva de la cantante Shara Nelson, El Ataque Masivo se constituyó como una matriz de las nuevas ondas electrónicas y su influencia se extendió a grupos como Portishead, Garbage, Tricky, DJ Shadow, David Holmes y Air Cuba, entre otros. Como en 1991 tuvo lugar la nefasta Guerra del Golfo, el grupo no quiso verse muy provocativo y se quitó lo Massive, por lo de las armas de destrucción masiva, y se quedó en Attack. El cambio de nombre fue funesto. Shara Nelson se fue a hacerla por su lado y el grupo tardó varios años en reordenarse”… hasta la edición, en 1998, de Mezzanine, “con la pequeña ayuda de Elizabeth Fraser, cuando voló muy alto con atmósferas sugerentes, sofisticadas, sensuales, pero también muy pesadas, viajadas y a veces ominosas. Mezzanine ahora tiene una espléndida continuidad en 100th windows, un disco larguísimo que contiene rolones como ‘What your soul sings’, en la que canta dulce y bellamente Sinéad O´Connor, o ‘Antistar’, canción extensa, compleja, que de rock pesado pasa a la inquietante repetición minimalista. Pero lo oscuro, fino, bello y misterioso está muy logrado a todo lo largo del disco”.
      Y es que, de veras, es tan difícil leer textos bien escritos, e inteligentes, sobre rock en México que siempre José Agustín era espléndidamente recibido en casa. Y no porque se estuviera de acuerdo permanentemente con él, sino tal vez por lo contrario: porque nos daba la oportunidad de ejercer de nuevo la discusión sobre la música, que ya no existe en el país (la discusión sobre la música, porque ésta siempre va a existir). Ahora, ante tanta frivolidad y tanto mal gusto (ya en la televisión o en las redes sociales: ¡durante el jolgorio, el pasado 29 de junio, por la diversidad sexual en el Zócalo capitalino la gente aplaudía fervorosa a Toñita de La Academia en un acto de fanatismo donde se celebraba, a la vez, el triunfo de la industria mediática!) repartido en los medios electrónicos, los sonidos han pasado a ser algo así como el fondo de la gran fiesta colectiva necesariamente acrítica (no sería fiesta si fuera crítica, tal vez) donde importa el like, no la visión juiciosa.
      La música, hoy, puede ser reproducida hasta por jóvenes que de la vida no tienen ninguna idea, ni de la música misma, pero son codificados, y vueltos increíblemente ídolos, en un lapso corto de dos meses, ¡con la aquiescencia de los viejos y antiguamente respetados críticos de rock! (Ahora lo que vale es una canción, no un proyecto.)
      José Agustín nos decía que aún había la posibilidad de hablar, con cordura y rigor aunque lúdicamente (y acaso, no sé, costumbristamente), sobre la música.
      Y volvía a creerle (¿pero era esta “ventana indiscreta”, tal vez, parte de los fragmentos de ese segundo tomo nunca editado de aquella recopilación de los “grandes discos” publicada en 2001-). Y con su orientación literaria confirmamos, otra vez, que, en efecto, los mejores roqueros no eran los más jóvenes. A sus 75 años, José Agustín no sólo es el respetado padre de la escritura de rock en México sino su símbolo más preclaro y retador, su ejemplo y su mesura, la muestra de la disponibilidad auditiva y la pluralidad sonora.
      Ante su silencio, lo recordamos ahora y siempre.

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