Decía
José Agustín, antes de esta ausencia suya de la literatura por
motivos de salud, que algunos pensaban que era un dirty
old mind y
que nada más se la pasaba oyendo a Rameau, valses de Strauss y de
Juventino Rosas y, “en el mejor de los casos, el rucanrol de Elvis
y de Jerry Lee a Beatles, Stones, The Who, Pink Floyd, María Conesa
y por ahí”.
Pero
no. “Digo, sí -se corrigió-, pero por lo general no cultivo la
nostalgia desde que García Márquez decretó que ya no la hacían
como antes”. Aclaraba que oía rock antediluviano “como quien le
entra a Apuleyo, Cervantes o Dostoievski; o a Mozart, Schubert o
Mahler; o a Caravaggio, Veermer, Andrew Wyeth o Augusto Ramírez; o a
Chaplin, Lang y Truffaut; o a La
familia Burrón, Peanuts, Mad o Heavy
Metal.
Son clásicos y forman parte de la cultura universal, siempre
disfrutable, cuya vigencia, esencia y presencia (¡ajúa!) están
bien vivas en la actualidad, al menos para miguel, pero la verdad-la
verdad, aquí entre Turrón y Yoda, la nostalgia me da hueva y de
hecho me interesa leer, oír, ver lo más reciente, pues a mí
todavía me apasiona el aquí-y-el-ahora, lo que está ocurriendo”.
Y
recurría a Mel Brooks:
-¿Cuándo
pasa esto en la película-
-En
este momento, lo que está pasando ahora está pasando ahora.
-¿Y
qué pasó entonces-
-Ya
pasó.
-¿Y
cuándo entonces será ahora-
-Pronto.
Suponía
el autor de La
tumba que
cuando dejaran de interesarle todas esas cosas “será síntoma de
irremediable ruquez, no agraviando al señor Alzheimer, aquí
presente”.
Bien,
toda esta introducción para decir que José Agustín, justo el 19 de
agosto de 2019, cumple, va a cumplir, está cumpliendo ya, setenta y
cinco años de edad, y, pese a su enfermedad, no se la pasa, nunca se
la ha pasado, en la onda porfiriana. Pero ni falta hacía dicha
aclaración, apuntada en su libro La
ventana indiscreta (2004),
porque es sabido que el buen profesor nunca se rezagó en los asuntos
de la cultura popular. Padre que es de la escritura roquera en México
(y Federico Arana, ese otro grande maestro, sin duda el padre de la
crítica del rock mexicano, ardua labor suya admirable), continuó
ejerciéndola hasta antes de sus infaustas caídas que han bloqueado
su lúcida escritura. A él jamás lo vimos como juez de una tontera
televisiva como, digamos, La
Academia,
que alojó en sus jocosas sesiones a algunos comentaristas de rock
que se tomaban, aban, su papel con seriedad, edad, y eran respetados
por eso. José Agustín, en ese terreno, siempre ha sido el mismo,
para suerte nuestra.
Por
eso era festejable siempre la aparición de algún libro suyo,
como La
ventana indiscreta,
donde vuelve a retomar la opinión -lúdica, conocedora, abierta,
contradictoria, convencional, inamovible, insorpresiva, reiterativa,
calificada- del rock, al grado de que, por lo menos a mí, me hizo
correr a buscar dos discos que no hubiera comprado de no haber leído
su juicio sereno: Royal
Albert Hall de
Spiritualized y Murray
Street de
Sonic Youth, que dudo hubiesen formado parte de mi colección
discográfica de no haberse cruzado los argumentos joseagustinianos
en mis ojos. Porque primero, claro, me convencieron los recursos
valorativos y ya muy luego vino la reconsideración auditiva.
Hoy,
y esto también es cierto, la crítica de rock [¿rock-, ¿es rock lo
que se hace en la actualidad o es la música contemporánea -de
raíces inobjetablemente roqueras- domesticada por los empresarios de
la industria fonográfica-; ya hasta etiquetan como “post rock” a
agrupaciones como Mogwai dando a entender que lo que toca esta banda
escocesa es algo posterior al rock, innombrado, aunque por supuesto
suene indudablemente a rock] está diluida si no es que bien muerta,
pues los que escriben sobre esas particularidades sonoras se hallan
acomodados en la diestra de los emporios musicales. José Agustín
siempre supo dónde estaba parado, porque su narrativa es la que lo
guiaba, y ésta no puede desbarrancarse: cinco décadas de constancia
escritural así lo atestiguan.
Lo
confirmaba en La
ventana indiscreta:
José Agustín de nuevo se regodea en los apuntes roqueros, que a él
le salían con sobrada facilidad -o, por lo menos, así se mira y se
lee. Y para que sepamos que, a diferencia de los Rolling Stones -que
se quedaron en la misma canción-, José Agustín nos hablaba incluso
de la música electrónica como un experto y avanzado roquero, ya
distanciado de (su) La
nueva música clásica:
“Massive Attack, grupo clave de los últimos tiempos, fue formado a
fines de los ochenta en Bristol por Robert del Naja, alias 3D; Grant
Marshall, alias Daddy G; y Adrian Vowles, el Hongo. Desde su primer
disco, el muy celebrado Blue
lines,
que contó con la colaboración decisiva de la cantante Shara Nelson,
El Ataque Masivo se constituyó como una matriz de las nuevas ondas
electrónicas y su influencia se extendió a grupos como Portishead,
Garbage, Tricky, DJ Shadow, David Holmes y Air Cuba, entre otros.
Como en 1991 tuvo lugar la nefasta Guerra del Golfo, el grupo no
quiso verse muy provocativo y se quitó lo Massive, por lo de las
armas de destrucción masiva, y se quedó en Attack. El cambio de
nombre fue funesto. Shara Nelson se fue a hacerla por su lado y el
grupo tardó varios años en reordenarse”… hasta la edición, en
1998, de Mezzanine,
“con la pequeña ayuda de Elizabeth Fraser, cuando voló muy alto
con atmósferas sugerentes, sofisticadas, sensuales, pero también
muy pesadas, viajadas y a veces ominosas. Mezzanine ahora
tiene una espléndida continuidad en 100th
windows,
un disco larguísimo que contiene rolones como ‘What your soul
sings’, en la que canta dulce y bellamente Sinéad O´Connor, o
‘Antistar’, canción extensa, compleja, que de rock pesado pasa a
la inquietante repetición minimalista. Pero lo oscuro, fino, bello y
misterioso está muy logrado a todo lo largo del disco”.
Y
es que, de veras, es tan difícil leer textos bien escritos, e
inteligentes, sobre rock en México que siempre José Agustín era
espléndidamente recibido en casa. Y no porque se estuviera de
acuerdo permanentemente con él, sino tal vez por lo contrario:
porque nos daba la oportunidad de ejercer de nuevo la discusión
sobre la música, que ya no existe en el país (la discusión sobre
la música, porque ésta siempre va a existir). Ahora, ante tanta
frivolidad y tanto mal gusto (ya en la televisión o en las redes
sociales: ¡durante el jolgorio, el pasado 29 de junio, por la
diversidad sexual en el Zócalo capitalino la gente aplaudía
fervorosa a Toñita de La
Academia en
un acto de fanatismo donde se celebraba, a la vez, el triunfo de la
industria mediática!) repartido en los medios electrónicos, los
sonidos han pasado a ser algo así como el fondo de la gran fiesta
colectiva necesariamente acrítica (no sería fiesta si fuera
crítica, tal vez) donde importa el like,
no la visión juiciosa.
La
música, hoy, puede ser reproducida hasta por jóvenes que de la vida
no tienen ninguna idea, ni de la música misma, pero son codificados,
y vueltos increíblemente ídolos, en un lapso corto de dos meses,
¡con la aquiescencia de los viejos y antiguamente respetados
críticos de rock! (Ahora lo que vale es una canción, no un
proyecto.)
José
Agustín nos decía que aún había la posibilidad de hablar, con
cordura y rigor aunque lúdicamente (y acaso, no sé,
costumbristamente), sobre la música.
Y
volvía a creerle (¿pero era esta “ventana indiscreta”, tal vez,
parte de los fragmentos de ese segundo tomo nunca editado de aquella
recopilación de los “grandes discos” publicada en 2001-). Y con
su orientación literaria confirmamos, otra vez, que, en efecto, los
mejores roqueros no eran los más jóvenes. A sus 75 años, José
Agustín no sólo es el respetado padre de la escritura de rock en
México sino su símbolo más preclaro y retador, su ejemplo y su
mesura, la muestra de la disponibilidad auditiva y la pluralidad
sonora.
Ante
su silencio, lo recordamos ahora y siempre.
Fotografías de Google
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