Comencé
a hacer y a aprender el arte dramático, todavía adolescente, en el
teatro del Seguro Social de Gómez Palacio. Continué en la Casa de
la Cultura, cuyo maestro tenía preparación en la escuela del INBA y
posteriormente en el Teatro Isauro Martínez, con Rogelio Luévano.
En todos esos momentos, la lectura, el análisis, el entrenamiento
corporal y vocal, el conocimiento del espacio y tiempo la actuación
y dirección eran estudios básicos.
Un
autor obligado, entre muchos más para los estudiantes de teatro, era
Luisa Josefina Hernández (1928, Ciudad de México). Y no hablo de
obligación tortuosa y pesada. No. Esta es una lectura a la que se
llega por afinidad, con naturalidad y de manera placentera. Los
primeros ejercicios de actuación los hacíamos usando los diálogos
que escribió y se encuentran compilados en La
calle de la gran ocasión.
Situaciones
sencillas que a pesar de su brevedad están llenas de la carga
emotiva, de los recovecos, de la fuerza vital necesaria a explorar
durante el entrenamiento que llevamos a cabo los actores,
independientemente de la teoría o método de trabajo que abracemos
después.
Con
infinidad de premios y becas, Luisa Josefina es un referente
imprescindible en la literatura mexicana, no solo en la dramática,
sino en la narrativa. Heredera de la cátedra de Rodolfo Usigli, ha
sido profesora de arte dramático en el INBA y en la UNAM.
Hernández
tiene un gran número de obras teatrales, pero también novelas. Uno
de sus temas de cajón es lo familiar. Tal vez por eso funciona
perfectamente para analizar el proceso teatral en su conjunto y
actoral en lo particular. ¿Qué lugar ofrece más cúmulo de
emociones, pasiones, dolores y mitos que la familia? Tomando
elementos de todos conocidos, Luisa Josefina los transforma en textos
llenos de carga dramática y una poética universal. El ámbito
doméstico, los roles familiares, la economía, el poder, el uso de
valores y la ética social, se ven cuestionados, lo mismo que
ideologías o comportamientos, con un toque de humor, una cierta
ironía que imprime la autora en toda su producción literaria.
En
La
plaza de Puerto Santo,
como si fuera una comedia de enredos, nos regala un relato de cómo
el chisme se vuelve viral en los lugares pequeños, donde la
ociosidad hace que la gente se invente perversiones para combatir el
aburrimiento. A partir de un hecho nimio, todo un pueblo comprueba de
lo que es capaz cuando se sale de control un comentario.
Los palacios desiertos, una novela que, cual muñeca rusa, contiene otra novela, dos diarios y un relato, con lo que el protagonista de la primer novela, trata de entender por qué esos atormentados personajes son incapaces de relacionarse con los demás, son capaces de matar (se) y son indiferentes ante el amor.
Almeida
(danzón),
a manera de fotografías, nos adentra en el mundo provinciano de una
colonia periférica, creada para cierto tipo de habitantes y
ocupada por una rica variante de seres que convergen y se separan al
ritmo de una danza, cuya música está dada por la lluvia. Cada
personaje tiene un motivo y un cambio dentro de la novela, cuyo
lenguaje nos recuerda la lógica de la existencia. Lo que en el
realismo mágico es exageración e invento, en la novela de Hernández
es consecuencia lógica de los actos de cada personaje. Los
encuentros y desencuentros, los odios y temores, los amores y deseos.
Luisa
Josefina escoge hablar desde su yo masculino, la mayoría de sus
protagonistas son hombres en primera persona, y lo hace de modo que
no se nota eso que se dice en los talleres literarios “una mujer
hablando como hombre”. Cuando hace hablar a sus mujeres, vemos
seres revolucionarios, sin clichés, adelantados a su momento. Todos
sus personajes están tan bien delineados, que se pierde uno en
sus recovecos, en sus frustraciones, sus pasiones, sin más.
Mujer
talentosa y valiente, dejó la escuela de derecho para ocuparse de lo
que sería su gran pasión. Y de qué manera, hasta la fecha, más de
cuarenta obras de teatro, dieciséis novelas e incontables
traducciones.
Los
frutos caídos,
obra de teatro que le dio el lugar que conserva de clásico mexicano
de la dramaturgia, explora la soledad humana, a través de seres
fragmentados, en búsqueda de aquello que no se atreverán a
encontrar. Un tema pesado y angustiante: ¿ser lo que deseo, por
sobre todo (familia, costumbres, religión), o quedarme donde estoy
para no provocar cambios incómodos a los demás? Aunque la
dramaturgia se ve en el escenario, también vale la pena sentarse a
leerla.
Tal
vez suena exagerado decir que su cátedra de dramaturgia estaba tan
llena de pasión que impulsó a mucha gente a seguir escribiendo,
investigando, haciendo teatro, sobre todo porque, desafortunadamente,
nunca me tocó ser su alumna. Pero al leer, escuchar y conocer a los
que sí fueron sus discípulos, al leer sus obras, al ver lo viva que
sigue, pienso que es una de las mujeres más excepcionales que
tenemos en la literatura mexicana de todos los tiempos.
TERESA MUÑOZ. Actriz con formación teatral desde 1986 con Rogelio Luévano, Nora Mannek, Jorge Méndez, Jorge Castillo, entre otros. Trabajó con Abraham Oceransky en 1994 en gira por el Estado de Veracruz con La maravillosa historia de Chiquito Pingüica. Diversas puestas en escena, comerciales y cortometrajes de 1986 a la fecha. Directora de la Escuela de Escritores de la Laguna, de agosto de 2004 a diciembre 2014. Lic. en Idiomas, con especialidad como intérprete traductor. (Centro Universitario Angloamericano de Torreón). Profesora de diversas materias: literatura, gramática, traducción, interpretación, inglés y francés. Escritora y directora de monólogos teatrales. Coordinadora de Literatura y Artes Escénicas de la Biblioteca José Santos Valdés de Gómez Palacio, Dgo.
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