En
la última tarde de otoño, Alicia tiene mucho qué hacer. Primero, coloca sus dos
miniocéanos en una bañera para que sus náyades enanas no pasen frío durante el
invierno. Las seriolas como sean se adaptan a los climas abruptos, pero ellas,
las náyades, con sus escamas tiernas y su piel delgada, se cristalizan apenas
unos cuantos copos de nieve tocan la superficie marina.
—Hubo una vez una estrella que no quería ser como las otras
estrellas, así que decidió correr más rápido que las demás, pero las otras
estrellas, que eran sus hermanas, la quisieron alcanzar y la corretearon hasta
hacerse fugaces. ¿Has visto lo bonitas que son, Alicia? Yo quiero ser una
estrella fugaz —decía la Nereida Uno mientras abrazaba el cuello de
Alicia, que la llevaba en brazos hacia la bañera con agua tibia.
—La vida es una estrella fugaz, bonita. Lo sabrás cuando seas
mayor. ¿Sabías que, en otros planetas y mucho más grandes, creen que ustedes no
existen?
—¿Cómo es posible semejante cosa? Nereida Dos y yo sí existimos.
Tú nos ves, ¿verdad? ¿Quién te ha dicho tal infamia? —cuestionaba la pléyade
enana con ojos de asombro.
—El topógrafo me ha contado que en su planeta las sirenas no
existen. Aunque por mucho tiempo unos exploradores las buscaron. Allá, donde él
vive, hay siete mares y todos son profundos y largos —contestó Alicia. —Yo no
sé qué tan cierto sea eso de los tantos mares, no me imagino cómo será
vaciarlos al final de cada otoño y guardar todas las seriolas en la bañera
—dijo en tono pensativo.
Nereida Uno se quedaba de a poco dormida a pesar de concentrar
toda su atención en lo que decía la joven. Alicia debía apurarse en sumergirla
pronto en su cama de agua tibia para que esa somnolencia no se convirtiera en
muerte. En cuanto la instaló, fue por la segunda. Antes, se dirigió a la cocina
donde el sol, con sus rayos triangulares, roncaba como camionero a todo lo que
daba detrás de la estufa.
Se dispuso un plato de arroz con mantequilla para renovar energía.
La olla estaba quemada, era un hecho que calcular tres minutos de agua por uno
de semillas no era su mejor habilidad. Para Alicia era más fácil comer
crispetas saladas, pero ante el frío venidero, el arroz la mantendría despierta.
En camino hacia la Nereida Dos se distrajo ante la redondez de su
pequeño y desolado planeta, aun seco era hermoso y lo negro del cielo era tan
claro, que las constelaciones se desacomodaban para dar nacimiento a nuevas
figuras. Pasó por el campo de flores de tiza, los gerberos y los tulipanes eran
resistentes, gustaban de la lámpara lunar que emitía sólo un fragmento de su
luz guardada, hacían sus noches de charla y se contaban cosas de horticultura.
Recogió a la segunda sirena enana, quien chapoteaba juguetona y
pedía contenta los brazos de Alicia. Al tenerla con ella, la nereida le dio un
beso mojado en la mejilla quebradiza de la joven.
—¿Tienes frío, Alicia? —preguntó la sirenita
—Un poco, Nereida Dos. Pero pronto estaremos todos a salvo dentro
de la casa.
—¿Se quedarán afuera los tulipanes y los gerberos?
—No, querida, en un momento más recogeré sus macetas.
—Y las ciudades que dejó el topógrafo, ¿las dejarás afuera?
—También las cuidaré, las pondré en la repisa, junto a los
cuentos. Espero no crezcan más, si no, invadirán toda la estancia.
—Por qué no le dices al topógrafo que venga por ellas. Él las
hizo, son sus suyas y si hay ciudades significa que habrá calles y direcciones
corriendo por doquier y desorganizarán todo.
La dulce marina se abstraía sin poder contenerlo a su voluntad. Ya
estaban cerca, pero conforme la sirena soñaba, su cuerpo se hacía más y más
pesado. La dejó con su hermana.
—¿Dónde habrá dejado las ciudades el topógrafo? —se preguntaba
Alicia mientras miraba por la ventana. Recordaba que unas estaban al lado del
ropero, pero, ¿las que estaban afuera? Salió al jardín a pesar de que los
vientos empezaban a contrarrestar la gravedad del pequeño planeta. —¿Has visto
algunas ciudades por aquí? —preguntó Alicia al gerbero.
—No sé si eran ciudades lo que vi, jovencita, porque no las
conozco, pero hace como tres abajos y dos arriba vi pasar a un conjunto de
casitas que jugueteaban —dijo, cuyos pétalos empezaban a doblarse a causa de
los fuertes soplidos que anunciaban su presencia.
—¡Gritoneaban! —interrumpió el tulipán—. Como si fueran una
parvada de patos escandalosos. Las perseguía un edificio de cristal, se veía
muy tonto haciendo puerta de monstruo.
Alicia dibujó una sonrisa, dolió un milímetro adentro, el frío
carcomía cada músculo, cada movimiento. Quedaba poco tiempo.
—Deben estar… deben estar… ¿a dónde irían las ciudades en un
planeta desconocido y pequeño? —se preguntaba Alicia en voz alta a la par
que miraba el horizonte cercano.
—¡Dónde más, jovencita, en la falda de la montaña! Ahí donde
sembraste un faro para el topógrafo. —intervino el inteligente gerbero.
Alicia dio las gracias y se encaminó a pasos veloces, ya casi era
la hora de guardarse, los remolinos estaban a nada de tocar tierra y aventar
hacia el vacío todo lo que no estuviera anclado o protegido detrás de los
ladrillos violetas. A llegar, en efecto, las ciudadcitas jugueteaban entre sí
junto con el edificio de seis pisos. A regañadientes las metió en un costal de
manta, y se las llevó casi a jalones, pues las casas querían seguir jugando
entre sus esquinas. Por si acaso, encendió el faro para el topógrafo. Quién
sabe, el tiempo hace cosas extrañas y entre los ayeres y los mañanas, él podría
encontrar una grieta en el tiempo y visitarla, como la última vez que le llevó
pan de la bakería de Rose Mary.
Regresó por las flores de tiza, eran más ligeras, pero caminar a
contracorriente le hacía imposible hacer los pasos más rápidos. La piel se le
cuarteaba y mover los dedos o las rodillas se convertía en una tarea dolorosa.
Ya en casa, revisó que todo estuviera en orden; las sirenas en la bañera junto
con las seriolas respiraban tranquilas, el sol detrás de la estufa, los
gerberos y los tulipanes en el centro de la mesa y las ciudades en las repisas.
Les sirvió arroz blanco y un vaso de leche caliente a cada uno. Todos cenaron
en silencio y entre suspiros. Llegaba la hora del invierno, de cerrar los ojos
hasta el siguiente ciclo. Cada uno siguió su instinto y buscó su lugar dentro
de sí. Alicia, por su parte, al ser la última con los ojos abiertos, apagó la
arrocera, guardó la mantequilla, se puso las pantuflas y se sentó en la
mecedora. De a poco, en cada parpadeo, se fue haciendo leña.
MELISSA LIMÓN. Narradora y promotora de la lectura autónoma. Comunicóloga y maestra en Educación. Además de dedicarse a la escritura de manera personal y a la corrección de estilo de forma profesional, practica la docencia a nivel licenciatura en carreras a fines a la comunicación, lenguaje y narrativa. Se ha dedicado a la generación de contenidos en varios periódicos y revistas nacionales. Después de ejercer por más de 10 años como editora de textos y redactora, busca ahora mostrarse bajo su propio nombre y bajo su propio riesgo.
1 Comentarios
Curiosamente.... al leer este cuento en compañía de la soledad y del silencio... te hace transportar a lo que la escritora transmite durante su emoción y paralelismo. Gracias maestra.
ResponderEliminarRecordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.