CUENTO Rosa azul | Priscila Arbulú Zumaeta


Don Quijote felicísimo e ileso en una esquina, sonriente, sostenía entre los dedos de esqueleto un mosquito pálido, aterrado y moribundo.
Jorge Eduardo Eielson, En la mancha

Papá tiene una rosa azul que aún lo espera en casa. Una rosa diminuta que danza al ritmo de las olas que explotan y revientan entre ellas. A veces, en mis arranques de delirio, quiero estrujarla entre mis manos, pero una vocecita me pide que no lo haga. Otras veces, siento que no puedo controlarme y bajo corriendo las escaleras para buscarla desesperadamente por todos los espacios para abrazarla y besar sus pétalos con ternura, pero ella se esconde de mí, mirándome con recelo.
La casa está vacía desde hace meses. Punta Negra ya no es como antes: ya no hay risas en el hogar ni cervezas en la nevera. No sé si papá sea consciente de que la rosa azul aún lo aguarda. Yo le hago compañía, con mi enjuto cuerpo repantigado sobre el sillón verde y mis cortas piernas acomodadas sobre la mesita de vidrio que está frente al mueble, cuya única función es sostener los libros de mi padre que no alcanzan en la biblioteca. No sé por qué papá no ha venido para jugar una partida de ajedrez, como antes. Últimamente, ha adquirido modales zafios conmigo.
Mis tías han venido a visitarme. Hace años que no las veía. Siguen siendo dos mujeres curiosas de piernas regordetas y narices puntiagudas. Dicen que están preocupadas por mí, que me ven desaliñado y más esquelético que cuando era niño. "Conversamos adentro", tartajeo, mientras que las hago pasar a la sala, a regañadientes. Me muestran unas sonrisas falsas e inquietantes. Llevan puestos unos vestidos negros horrendos, y, por más que están bajo techo, no aceptan quitarse sus gafas de sol.
Silencio sepulcral. Tía Maruja, la mayor, me ha reclamado por no haberle ofrecido un vaso con agua. Yo solo la observo y me acomodo en el sillón verde de mi padre: "Allá está la cocina", le señalo el camino. Ella, encolerizada, me ha lanzado una serie de insultos, aunque, según sus palabras, se trata más bien de descripciones. Su hermana Elena me agrada más: no suele hablar mucho. Me han pedido que regrese a la Universidad o que me vaya del país a trabajar. Dicen que a mis 20 años soy medio idiota, pero que ellas pueden enderezar mi camino y hacer de mí alguien de bien. De lo primero estoy totalmente convencido; de lo segundo, no tanto.
Tía Maruja no para de hablar de su hijo que está en las Fuerzas Armadas del Perú. Dice que él sí hace algo en favor de la patria. La miro y sonrío: su hijo es menor que yo por cuatro o tres años, y todos, excepto su madre, sabemos las porquerías que consume. Papá también fue parte del Ejército del Perú, pero no por mucho tiempo. Detestaba esa vida. Hace meses, sus amigos me contaron que cuando era joven como yo, tomó el carro del General, su tío, y se fueron a tomar unas cervezas cerca de un cementerio. Que el demonio se les apareció, me han dicho. Subieron todos al carro, espantados, pero cuando papá quería arrancar, no podía porque había dejado la llave en uno de los nichos, pues con ella abrían las botellas de alcohol. Que la Providencia intervino, afirman cada vez que me encuentro con ellos, que se trató de un milagro, que se encomendaron a San Martín de Porres y que este los auxilió porque el carro sin la llave puesta se encendió y pudieron huir. Papá no es militar, pero no ha llegado a casa y la rosa azul sigue esperándolo. Papá no ha llegado, pero sus insufribles hermanas están aquí, en nuestra sala, pidiéndome que me deshaga de su biblioteca y que regrese a mis estudios, pero que me cambie de carrera, porque en la familia no quieren desempleados ni mucho menos poetas, porque con mi padre ya tuvieron demasiados disgustos. Ellas prometen pagarme todo el proceso, yo solo debo abandonar estos harapos que llevo puestos desde hace unas semanas y pensar en mi futuro.
Me levanto del mueble y me dirijo hacia la biblioteca. Maruja me observa con malestar porque sabe que sus palabras no me interesan. La casa está llena de libros de todos los tamaños. Elena se acerca a mí con una cálida sonrisa y, sin que su hermana la vea, me desliza una fotografía de mi padre de joven. La guardo inmediatamente en el bolsillo de mi camisa, cerca de mi pecho. La abrazo con cariño sincero y le agradezco su regalo en esta tarde de verano.
Acompaño a mis tías a la puerta, agradeciéndoles por su visita. Maruja no disimula su rabia y sube al carro antes que su hermana.
— Prométeme que pensarás en lo que te dijo Maruja —me suplica Elena, retirándose sus gafas de sol y dejando al descubierto sus ojos verdes que atraviesan mi mirada.
No hay nada qué pensar —le respondo yo, con mis abúlicos ojos café—. Pero cuando llegue papá le preguntaré qué opina.
Cierro la puerta de la casa y busco la rosa azul que escondí antes de hacer pasar a mis tías. Pero papá todavía no llega a casa y ya me estoy empezando a preocupar porque aquí en Punta Negra ya ha empezado a hacer frío por las noches, y yo no puedo recordar dónde puse la rosa azul.

Foto de Ekaterina en Pexels

PRISCILA ARBULÚ ZUMAETA. 21 años. Estudiante de décimo ciclo de la carrera de Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado algunos cuentos en revistas literarias mexicanas.  

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