La fascinación por las novelas de terror ¿es algo que forma parte de esa infancia cuando nos juntábamos afuera de cualquier lugar (por la noche, cansados de jugar escondidas o a la traes) a contar historias de sangre, vísceras, aparecidos, diablos y demás? ¿O es algo muy personal del agrado de ciertos lectores?
Recuerdo de niña entrando a adolescencia el gusto por las películas de asesinos seriales o fantasmas sanguinarios, con su buena carga de jóvenes impuros castigados ya fuera por su curiosidad, su sexualidad desbordada o su atrevimiento para cuestionar a los adultos. Llena de terror, con los ojos cubiertos por mis manos cuyos dedos dejaban un brevísimo espacio para no ver pero poder seguir viendo, con las piernas sobre la butaca (no fuera que algún íncubo o súcubo te jalaran al inframundo) y con gritos interminables saliendo no solo de mi garganta adolorida sino de otros ochocientos espantados niños con quienes compartía la sala.
Hoy releo It de Stephen King (Maine, 1947). Y me doy cuenta de que la seducción del terror era algo sencillo a los trece o catorce años, iba uno al cine y salías liberado después de aullar como enloquecido por hora y media, con la cultura popular muy bien puesta para futuros temas de conversación en reuniones adultas.
Pero ¿qué pasa con la literatura? No es lo mismo ver Halloween (John Carpenter, 1978) rodeada de chicos gritones, que leer Los Mitos de Cthulhu de Howard P. Lovecraft (Rhode Island,1890) en la soledad de tu cama, o en la sala de una casa vacía porque todos andan jugando en el parque. Ahí, el pavor de lo intuido con la imaginación es más poderoso. No te abandona. Puedes seguir haciendo tu vida pero, en cualquier momento, el recuerdo de un desagüe de lavabo sangrando mientras los globos flotan alrededor te ataca justo mientras te lavas los dientes, y, olvídate de dormir. O, de pronto, sientes escuchar un susurro en tu hombro, ver una sombra de dedos largos deslizándose por el pasillo y la piel de gallina permanece contigo mientras tu mamá te hace la lista de lo que vas a comprar además de tortillas.
Sí, el terror literario, cuando está bien escrito, te acompaña como sombra por más tiempo que el de las películas. Recuerdo una novelilla que me encontré alguna vez en una librería de viejo: Poltergeist, (James Khan, Chicago, 1947); una edición de 1982, de la cual ya me deshice por la cantidad de hongo que tenía. Sé ahora que primero fue la película y después se escribió el libro. Pero aún así, la película no pasó de una tarde de palomitas. La novela era otra cosa (a esa edad), tuve que leerla cuando mi hermanita y mi prima se juntaban a ver La dulce niña Candy, para que el miedo fuera menos. No podía seguirla leyendo a solas. Igual me pasó con Lovecraft, lo leía sentada en la banqueta mientras los demás jugaban beisbol o algo, necesitaba escuchar ruido de la realidad, para que el espanto fuera menos.
He leído textos que a los intelectuales de mi pueblo les da pena mencionar, o los llaman menores, pero el terror me ataca lo mismo con Poe (Boston, 1809) y sus cuentos llenos de pensamientos recurrentes, gatos malignos, espacios siniestros y locura desatada silenciosamente, que con King y sus vampiros. ¿Cuántos de nosotros no hemos revisado las almohadas después de leer a Quiroga? ¿O recordado un mal matrimonio y el pánico de no poder salir de él una vez que dejamos a Amparo Dávila en el buró?
Alguna de mis tías tal vez dirá algo así como “¡qué afán de estar leyendo esas cosas! ¿Para qué asustarse de oquis?” No se puede evitar. Siempre nos ganará la curiosidad por lo que ocurre más allá cuando la luz se apaga, o cuando la mente se descontrola, o cuando se da la vuelta en el cruce equivocado.
No importa si el texto es de un autor desconocido, formato pulp o serie B, o si es un escritor consagrado que permite la confesión pública de haber leído sus novelas, todos los amantes de la lectura caemos en la tentación de meternos miedo en algún momento de la vida, y, así pasen treinta o cincuenta años, almacenar algún temor dispuesto a salir cuando se va la luz repentinamente; o cuando alcanzas a ver alguna sombra en esa ola que viene rompiendo y te obliga a correr a la playa, no sea que el escualo inteligente de Tiburón (Peter Benchley, Nueva York, 1940) haya realizado un improbable viaje desde las playas de Long Island a Mazatlán, siguiendo la lógica absurda del susto.
0 Comentarios
Recordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.