Un
poemario debe parecerse a la lluvia. No tanto por el preámbulo del viento que
ruge truenos en su vientre a punto de reventar. Más bien en el largo aliento de
la lluvia cayendo sobre el piso, sobre la azotea en ronroneo frío que va
cubriendo cada centímetro cuadrado a la redonda hasta desprender el enervante
aroma que conduce hacia lo más profundo del espíritu. Así es en gran medida Que ninguna tormenta se acerque del
nayarita Sergio H. García, plaquette #006, con portada de Carolina Hernández,
de la editorial independiente Crisálida Ediciones, domiciliada en San Luis
Potosí, en la parte norte de México.
Con
un comienzo a oscuras, así como en el vientre, García conduce su yo lírico a
través de profunda tristeza donde, a lo Dungeons & Dragons, se enfrenta a
sombras y voces revueltas con el sentimiento de pérdida con +10 en golpe
directo a la nostalgia, complementada con una habilidad especial de apretujar
el sentimiento de finitud, que de tan propia lleva a querer creerse ese santo
que ha muerto, anunciado justamente por la lluvia.
Porque
hay voces que no deberían
dejar
de llamarse voz para llamarse recuerdo
ni
mensajes que las callen para siempre
en
la succión a lo desconocido. (García, 2021, 5)
Ciertamente
toda muerte se reciente, incluso el hogar mismo también se ve afectado, debido
a que en sí mismo, todo espacio habitable es una extensión complementaria del
cuerpo que lo ocupa. Es donde vive y muere, en el mejor de los casos; me han
dicho que morir en casa es de pronto de las muertes más complicadas por la
tramitología que conlleva, especialmente porque hay un cierto porcentaje en el
que la casa sea testigo material de un asesinato, aunque también puede ser a su
vez el arma potencial. Con algunos de estos puntos, García nos antepone una
casa testigo que también llora en forma de focos reventando, de las
decoraciones que propician la oscuridad de la lluvia, hasta llegar a preverse a
sí mismo igual que aquel cadáver, con la mínima diferencia del saberse finito,
aplicando el cheat code (arriba,
arriba, abajo, abajo, izquierda, derecha, izquierda, derecha, A, B, Start).
Si
algún día madre
en
alguna patria de una habitación sola
encuentras
el cuerpo del que fue tu hijo
derrumba el cielo
corre al olvido
y
no mires atrás (Ibíd., p, 11)
No
obstante, no es suficiente. La noche que “[…] nos amanece entre las vértebras /
y crece hasta rompernos el eclipse […]” (Ibíd.,
p. 13), se confunde con el telón de los párpados cerrados “[…] con la mirada
encajada / en el cuadro de tu foto” (Ídem.)
por tanto llorar la pérdida, hasta hacerse preámbulo de la desesperación y
desesperanza. Hasta volverse un hábito que de darle un poco de tiempo de
maceración provoca que “[…] uno olvida por siempre / las formas correctas de
llorar” (Ibíd., p. 14); motivo que
incluso puede llegar a extenderse en la manera de concebirse a uno mismo, de
ficcionalizarse uno mismo hasta el punto de quiebre.
No
deseo escribir esto
en los dedos tengo las palabras
atascadas
y
me duele cada explosión gráfica del llanto. (Ibíd., p. 15)
“¿Cuál
es la medida métrica de mi daño?” (Ibíd.,
p. 20) se pregunta el yo lírico de García, tal si estuviese fuera de sí, cuando
en verdad sigue recostado ahí entre lágrimas, porque hay muertes que matan un
poco de cada quien y en consecuencia se hace una mudanza hacia ese agujero
ensombrecido donde la lluvia gravita y milímetro a milímetro ahoga la casa.
Si
bien toda plaquette se conmemora por su inmediatez, en no más de treinta
páginas, la propuesta de García con gran prontitud se decide anquilosar en el
dolor post pérdida. No da vuelta atrás, como tampoco paso adelante. Acierto que
le permite darle su peso específico al malestar de la tristeza, que si bien es
un tema universal, García lo pone a la mano de aquellos con vena artística,
dando cuenta que también toda creación es un proceso de catarsis; sin embargo,
que no necesariamente debe ir de A hacia B y C siguiendo una estructura
narrativa. Al contrario, también existe el camino en espiral: la caída libre,
así como la propia lluvia que mantiene estable su canto sobre muros y ventanas,
ruido blanco que de pronto parece ser casi tan eterno como podría ser el dolor
de una muerte.
Hay
gente que vive con los aguaceros a flor de piel
que
se lastiman y se relamen las lluvias
con
pequeñas olas que terminan convirtiéndose en
tormentas
(Ibíd., p. 22)
Motivo por el cual, es claro, Que ninguna
tormenta se me acerque, se predispone, más que anatema, una taxonomía de la
“Gente tormenta” (Ídem.) a la que en
cualquier momento podemos llegar a formar parte. Por ello, así como en líneas
anteriores, cabe prever un tanto ese ideal Heideggeriano del
ser-para-la-muerte, anteponiendo la premonición que otrora diría Vallejo de su
propia muerte, sin que interceda una bruja al puro estilo de Big Fish (2003) donde Edward Bloom
conoce su muerte a través del ojo de vidrio de la bruja.
Le
cierro la puerta a cualquier duda
espiritual
surgida ante la amenaza
de
marchitar la vida
No
espero gritos ni golpes
No
espero congregaciones ritualísticas sobre mi
cuerpo
Solo
espero que haya sol
y
que ninguna tormenta se acerque (Ibíd.,
p. 24)
Del
mismo modo, así como el poema que queda incompleto en la libreta, computadora o
en la punta del dedo o la lengua, la lluvia tiene de pronto la precisión de
parar de pronto y nadie sabe qué sigue. Tal vez por eso, antes de que acabe la
lluvia de García, tenga la oportunidad de decirle que...
Fuentes
García,
Sergio H. (2021) Que ninguna tormenta se
acerque. Plaquette #006, México: Crisálida Ediciones.
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