Fotografía tomada del sitio Almomento.mx |
Gimme shelter, I’m goin’ to fade away
Mick Jagger y Keith Richards
¿Quién apagó la luz? El mismo que abrió las malditas compuertas, el responsable de este anegamiento de imágenes rotundas con su luminosidad de filo de navaja, el que determinó el experimento: quedarse encerrado sin comer, sin moverse de la cama, bolsas viscosas de cemento para pegar en todas partes, como preservativos desechados, el avión del chemo bien arriba, creciendo como los pelos de su barba erizada, como la mugre y la pestilencia en todo el cuerpo; días cambiantes, rayas sólidas de oscuridad que reptaban en las paredes, qué fantástica pantalla esa pared: todo un espejo. De noche el espejo no reflejaba; del otro lado debía de estar el mundo que llamaban real, porque Ángel se hallaba en un páramo espinoso, tierras secas y rasgadas por infinitas erosiones. Un día el cemento se acabó, el hambre se volvió invencible y él tuvo que salir.
Tuvo la pésima idea de recurrir a un amigo. Le pidió dinero prestado, ¿de veras no has comido nada? ¿Qué estaba diciendo ese tarado? ¿Y por qué, a esas horas, la gente disminuía la luz hasta hacerla casi inservible? Vente, le decía el amigo, y Ángel le veía líneas como trazadas por carbones, como esos absurdos deportistas que se rayan los pómulos; en mi casa te doy de comer hasta que te atragantes. Ángel descubría en él, y le gustaba, una intolerancia que lo quemaba, la necesidad torturante y placentera de triturar pieles, huesos, de chapotear en sangre. Su rostro se había ensombrecido, la rendija de luz en sus ojos era mortecina, y él, otra vez, comenzaba a consumirse en una autocombustión de la que antes había oído hablar sin entender absolutamente nada. En su boca se había formado una espesa masa salivosa, como una yema gris, y se descubrió escupiéndola en la cara de su amigo. ¡Qué gusto le dio! Un vigor extraño lo obligaba a marchar a grandes zancadas, atrás quedaba el rostro anonadado en el ventanal, y ya era de noche, ¡qué oscuro está esto!
Llegó a la casa de huéspedes a pesar de que había caminado sin rumbo, ardiendo, incendiándose, todo el cuerpo un trozo de tierra seca que se desmorona. Jadeaba y sudaba, se regodeaba sintiendo con tanta nitidez los latidos de su corazón y los acomodamientos del agua en su estómago; aquello, su pinche panza, se había convertido en algo informe.
...Corría por un monte muy muy alto, resbaloso, en la noche; iba a la cumbre hacia la luna que se había estacionado: todo era resbaloso allí, y frío, húmedo; se trataba de una pendiente de tierra casi mojada, y la luna en realidad era una boca que sonreía, pero después, mucho después, los labios de la boca giraban, quedaban verticales y eran una vagina: los labios se abrían, chasqueaban; había dientes allá dentro, aceite espeso.
Despertó sobresaltado. Había jurado que la luna lo devoraría machacándolo hasta convertirlo en una pasta amorfa, yema gris, pulpa miserable. Vio la oscuridad del cuarto, y sí: la aridez y la humedad se habían trasladado allí. Qué dolorosa realidad: despertar en otro sueño... No, en realidad se trataba de la proximidad de algo..., pero qué. La inminencia. Se puso de pie de un salto y de pronto ya estaba en la calle.
Eran las diez de la noche. En su mente se entreveraban varios cauces de murmullos; de todos ellos en ocasiones destacaba una voz que decía algo muy importante. Ajajá. Anunciaba, nada menos, aquello que estaba tan próximo. Pero cuando Ángel aguzaba el oído, la voz se ocultaba entre las demás, un mercado bajo el sol calcinante, el crujido seco de algo que no tarda en desplomarse. Se hallaba en el centro, como atestiguaban los faroles y marquesinas; había llovido y las calles eran un espejo del estrépito de luminosidades que impedían leer bien el mensaje. Ángel se detuvo ante un espejo que lo mostraba, y rió al verse. Era una verdadera porquería. Pero de eso se trataba, ¿no? ¡Claro que sí!
El aire había entrado en él; una ráfaga llenó a tal punto los pulmones que Ángel sintió como si hubiera dormido tres días enteros, como si hubiese comido hasta saciarse. Allí estaban, nítidos, los restoranes, los autos, la gente. Era como si él hubiera salido de un agujero viscoso y de pronto recuperara los niveles de su piel, la primera fila del espectáculo. Demasiado movimiento, toda esa gente se desplazaba a la velocidad de los focos intermitentes de los anuncios. Tres muchachas entraron en el campo de su visión; eran tres adolescentes muy morenas, de pelo lacio y recogido, de cuerpos menudos pero bien formados, los pantalones les caían bien a las mexicanas, las tres ostentaban sus deliciosas nalguitas redondas, bien estirada la mezclilla. Ángel casi rió al ver que aquel viejo compañero aletargado rompía su invernar, era notable la fuerza con que su miembro se había erguido, ansioso, y a Ángel le pareció muy apropiado caminar por las calles luminosas, guiños prefabricados, con la verga bien erecta, mientras de nuevo todo se desvanecía en su contorno.
Parpadeó y recuperó el foco. Se hallaba frente a un hotel: la sala de espera se veía perfectamente a través de los inmensos cristales. De una escalinata, en el fondo del fondo, Ángel vio avanzar una visión que le quitó el aliento; sus vellos se erizaron y el pene se estiró aún más, como si él también quisiera ver. Era la mujer más maravillosa que podía existir, cabellos largos en cascada, un vestido largo de tela estridente se adhería al cuerpo que avanzaba con rapidez, peligrosamente; iba tan rápido que seguramente acabaría estrellándose. El pene se estiraba con espasmos dolorosos. La mujer se aproximaba, seguida ahora por un hombre bien vestido; los dos discutían a la mitad del lobby, y Ángel veía que en realidad el vestido de tela brillante, claro, estaba pintado hábilmente en el cuerpo de la mujer, ¿no veía ya, con toda claridad, los pequeños montículos de los pezones, con todo y aureolas de surcos suaves?, ¿y la verde espuma del pubis?, ¿y la curvatura alucinante, también verde, de las nalgas? Esa pareja más bien reñía, Ángel casi podía oír las voces que se lastimaban, pero no: no oía nada, sólo existían los senos maduros y llenos, que se estremecían con toda su dureza porque ella hablaba con todo el cuerpo, el cuerpo era una voz que envolvía y succionaba la fuerza de Ángel, qué maravilla perecer en esos senos todopoderosos, vaciarse por completo, derretirse; el dolor que sentía en el pene era intolerable, y Ángel luchaba por no contraerse, sobre todo en ese momento en que la mujer avanzaba al parecer hacia él, nuevamente con una fuerza ciega, peligrosísima; el hombre la había seguido y la sujetó del brazo, ella se desprendió con fuerza y Ángel pudo oír con perfecta claridad: no te imaginas de lo que soy capaz. Ángel rió, y la risa lo hizo estremecerse: la mujer había propinado un terrible rodillazo en el sexo del hombre, quien, como se hallaba un escalón más arriba, fue blanco fácil; el hombre se dobló, gimiendo, y ella continuó su camino con rapidez, dueña del mundo en su ira estruendosa que la llevaba directamente hacia Ángel. Antes de que él pudiera abrir los brazos para recibirla, para morir en ella, los dos chocaron, cayeron en el suelo, todos los sonidos se suspendieron y él sentía encima un cuerpo exquisito, la carne dura y muelle. Ángel vio momentáneamente que en el rostro de ella, que parecía una máscara, se agolpaba un alud de impresiones: la percepción del sudor, la mugre, el aliento pestilente, pero también del cilindro durísimo en la zona del bajo vientre. Los ojos de la mujer lagrimearon y Ángel creyó ver un destello que se expandía como fuego de artificio. Aún encima de él la mujer se volvió hacia atrás para ver al hombre que seguía contraído en los escalones; después miró a Ángel y lo estudió con detenimiento, con una frialdad sobrecogedora, y osciló las caderas morosamente. Ángel desfallecía, envuelto en el aroma de perfume fino y alcohol, y casi se le detuvo el corazón cuando advirtió que una mano de ella lo sujetaba.
El fragmento de este texto forma parte del libro Inventando que sueño (VozViva, 2017). Lo pueden descargar AQUÍ:
JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ GÓMEZ (Guadalajara, Jalisco; 19 de agosto de 1944-Cuautla, Morelos; 16 de enero de 2024), fue un escritor mexicano que firmaba sus obras como José Agustín. Perteneció a la llamada literatura de la Onda, generación informal a la que, según Margo Glantz, pertenecieron Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña y René Avilés Fabila. Los onderos, que se pusieron en boga en México en los años 1960, mezclaban las letras con el rock and roll y los psicotrópicos. Según Carlos Monsiváis, los onderos debían su influencia a los beatniks estadounidenses (Allen Ginsberg y William Burroughs) o a los postbeatniks (Hunter S. Thompson). Sus obras más significativas son las novelas De perfil (1966), Se está haciendo tarde (final en laguna) (1976), El rey se acerca a su templo (1978), Ciudades desiertas (1982), Cerca del fuego (1986), La panza del Tepozteco (1992) y Dos horas de sol (1994). Entre sus relatos destaca Inventando que sueño (1968), y de su teatro Abolición de la propiedad (1969), Círculo vicioso (1974), crónica histórica y Tragicomedia mexicana (1991-1992). Fue becario del Centro Mexicano de Escritores de 1966 a 1967 y de la Fundación Guggenheim, en 1978.
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