LA
ESTRELLA POLAR ILUMINABA LOS DEDOS
El cielo
albergaba pocas estrellas aquella noche. Una de ellas parecía estática, enorme,
como si no necesitase de la luna o de la compañía de otras estrellas para
iluminar el ocaso retratado en el firmamento. El joven del abrigo tejido y
sombrero la divisó desde la cabaña donde se hallaba hospedado. Al estar únicamente
en compañía de su clarinete y entender que la estrella polar y él se
encontraban en lugares donde si desaparecían nadie iría a saber qué había
pasado con ellos, decidió componer una melodía. Una de las cosas que más le
gustaba de armar su clarinete era el sostener el estuche sólido sobre sus
rodillas y contemplar cada parte por separado, el barrilete, la campana, la
boquilla, y los corchos; esos corchos color betún que con solo verlos creaban
la sensación de que el clarinete nació de las mismas manos de quien inventó las
botellas de vino. El joven del abrigo de tweed y sombrero, era de los que
pensaba que el estuche sólido del clarinete era lo más similar a esas cajas
donde se entregan las cenizas en las que nos convertimos. Abrir la caja de un
clarinete e irlo ajustando parte por parte, era lo más cercano que poseía a
contar con otra vida. A veces se preguntaba si esa fue la idea que obsesionó al
inventor de las fundas de estos instrumentos de viento madera, la de una rebelión
contra las cajas que han de cargar cenizas, si acaso aquel hombre pensó “voy a
diseñar una caja donde te haré creer por un instante que se encuentra el final
de una vida y te entregaré una que albergue el comienzo de una nueva voz, la
posibilidad de una amistad”. Una vez consiguió armar el instrumento, salió de
la cabaña y empezó a caminar por el prado, tocando diferentes notas, intentando
hallar la melodía que quería para acompañar a la estrella polar. La estrella
pareció notar la presencia de ese hombre que acababa de salir de una cabaña, y
ante los intentos fallidos, decidió arrojarle un poco de iluminación. Y esto qué
es, se sorprendió, retirándose el sombrero. Un rayo de luz proveniente de la
estrella polar, iluminando una llave del clarinete, una en particular. La melodía
debía comenzar y terminar en esa llave. Una estrella polar bajo un cielo poco
estrellado y un hombre en una cabaña distante, estaban componiendo una melodía
y sólo ellos parecían notarlo, ellos, y el clarinete que estaba gestando esa
amistad.
DOS
CHECOS
Nunca
pude dominar ese signo,
este
que ahora dejo solitario
en
la blancura del papel
;
Intenté
acercarme al punto y coma por años
y
su elegancia me rehuía.
Hallé,
en Kafka y Kundera, a dos maestros
en
su aparición, en los trazos de este signo sobre el papel.
Imagino
a Kafka en Kierling, con una máquina de escribir
entre
sus piernas, que sin mirar al teclado
o
la luz del amanecer sobre el papel, siembra
su
primer ;
Luego
pienso en Kundera, entregado a la proximidad de una ventana
y
un anochecer parisino, riendo a carcajadas al trazar cada línea de
La
identidad.
Entonces
me veo, entre el humo checo,
o
quizás en la frontera polaca,
perdido
a mediados de julio,
entre
las páginas de dos maestros checos
y
sin poder divisar puntos y comas
en
mi albergue de herramientas.
TARAN-TAN-TARAN
Taran-tan-taran,
darán-dan-darán, darán-dan-dan.
Era el
sonido del barril, de la mesa redonda diminuta,
del azul
oscuro explayándose por una calle salpicada de rocas mojadas.
Otros,
lo asociarán al crujido de un papel que se desenvuelve, lentamente.
Habrá también
quien piense en los frutos del almendro.
Las
almendras desprendiéndose
sin que
los mismos pájaros o las mismas mariposas detengan su aleteo
y su
vuelo bajo alrededor del prado,
iniciando
un descenso/ascenso rápido hacia el tejado.
Rodando
una vez más, produciendo un breve estruendo,
las
almendras vuelven a consumar sus susurros.
Taran-tan-taran,
darán-dan-darán, darán-dan-dan.
A eso
sonaban las composiciones de los estancados,
de los
bañados por Bizet.
La
sensación de estanco se reproducía generación tras generación
y por
ello se había perdido cierta noción de pertenencia.
Se conocía
que bailaba entre ellos, que rodaba y afloraba aquí y allá.
Simplemente
se daba, de uno u de otro modo
y sus átomos
se desplegaban por los pies de cualquier caminante.
Fotografía de Pexels.
MAURICIO LÓPEZ OSORIO. Escritor colombiano (Bucaramanga, 1988). Ha colaborado con Letralia, Culturamas, El Espectador, Journal of Artistic Creation and Literary Research, Revista Colofón, Revista Encuentros, Revista Caminante, Revista Contrapunto, Revista Montaje, y Crisopeya: Revista de Arte y Literatura. Es autor de los libros Formas de morir y otros textos (Colección Temas y Autores Regionales UIS, 2013), Capítulo Tres (Ediciones Oblicuas, 2017) y coautor del libro El reinado de Harley y otros relatos (Caza de libros, 2015).
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