RELATO Confesiones de una Hembra Alfa | Erika Juseppe


Cuando tenía 13 años y todos mis compañeros de secundaria estaban muy ocupados poniéndose sobrenombres los unos a los otros o jugando fútbol con una pelota de papel, decidí que el entrenador de gimnasia, 10 años mayor que yo, sería mi puta a como diera lugar. Era un tipo coqueto que creía que podía tener a cualquier mujer a su disposición; no era muy atractivo físicamente: era enano, moreno y narizón, pero algo destilaba que las hacía a todas comportarse como idiotas, maestras y alumnas, todas por igual.
          Fue muy fácil hacerlo caer. Nada que escotes, indiferencia y minifaldas no pudieran resolver. Los hombres son tan hormonales y salvajes que lo único que hacen es ir a donde les apunte el miembro. Empecé por darle largas, decirle que sí, pero no cuándo; eso cómo los enloquece. Tal parece que los hombres son criaturas de lo inmediato, mientras más rápido lo obtienen, más rápido se olvidan del asunto, mientras más trabajo les cuesta, más se esfuerzan y más lo desean... es tan adictivo hacerlos perder la cabeza: adrenalina en las venas después de un pinchazo de heroína.
          Así que asumí el control. Fue bastante fácil. Justificado además por ser yo la niña: él no podía llamar a mi casa por ningún motivo, pero tenía que estar disponible cuando yo le llamara, tenía que estar pendiente del teléfono en todo momento, pues si yo llamaba y él no contestaba o no estaba en casa, seguro le armaba un berrinche de miedo. Él, sólo por ahorrarse el drama –que obligatoriamente se solucionaba con regalos caros- estaba pegado al teléfono siempre. A él le tocaba llevarme y traerme, pasearme, regalarme cosas, hacerse responsable de mí, cuidarme, protegerme, consentirme, cumplir mis múltiples caprichos… ¿Acaso podía ser de otra forma.
          Me tomó poco darme cuenta de que mi situación económica era superior, que mi inteligencia lo rebasaba por mucho y, cuando paseábamos en público, la diferencia física era mucho más notable que la de edades. Me di cuenta de que era inferior a mí, descubrí mi derecho a aplastarlo, a él y a todos los de su especie; no cualquiera poseía ese poder tan precioso, no podía dejar de ejercerlo.
          Empecé a maltratarlo. Con mi carita de niña tierna, él difícilmente hubiera podido descifrar que en efecto lo estaba humillando. Empecé a pasarme por encima de él y de todos los demás con los que salía. Desde entonces hallé el gusto por escupirles a la cara, literalmente, escupirles y reírme ¡Ja, ja, ja! Me encanta ver su parálisis de asombro después de un escupitajo. Hombres… se excitan tanto con la indiferencia alternada de maltrato y retórica romántica, que son capaces de aguantar lo que sea… ah sí, con eso y con que les digan que tienen exclusividad sexual, les encanta que les juren amor eterno y fidelidad.
          Después de probar múltiples sabores masculinos, descubrí que era fenomenal recibirlo todo, merecerlo todo: joyas, lujos, viajes… ¡uf! Qué bien se siente ser mujer. En el afán de hacerme de su propiedad, los hombres me entregaban hasta lo que no les pertenecía, estaban dispuestos a darme su asqueroso e insignificante todo ¡Ja! Todo a cambio de mis gordas tetas y mis redondas nalgas blancas… no los culpo, me veo tan bien en minifalda, que a mí también me encanta manosearme frenéticamente.
          Dejé que el entrenador me metiera su pequeño pene. ¡Cómo enloqueció con esa estupidez! “¿Esto es todo?”, pensaba yo mientras el hombre jadeaba y me decía que me amaba; me reí múltiples veces pensando en eso mientras lo tenía encima. Me seguí riendo con todos los que vinieron después, lo único que cambió fue la posición: siempre voy arriba, es una cuestión de naturaleza.
          El pene… esa es toda la razón por la que los hombres creen que son dueños del mundo, ¡JA!... “¿Qué te pasa, nena? ¿Te da miedo?”, me decían todos los hombres con los que estuve hasta antes de cumplir 18 años; yo, con mi carita asustada, transformaba mi risa en miedo y les respondía que sí, que era mi primera vez, entonces ellos ponían música romántica y se esforzaban por hacer del momento algo inolvidable, ¡yo me orinaba de la risa! Después de los 20 años les decía que me reía de nervios, que no podía creer que fuera posible estar con un hombre tan, eh, tan, “increíble”… siempre me costó trabajo encontrar un adjetivo lo suficientemente verosímil para cada uno, hasta que sólo empecé a decirles a todos lo mismo. He ahí la clave para recordar las mentiras: decir siempre las mismas, hasta que se vuelvan verdad.
          En breve me harté del mediocre entrenador, justo cuando empezó a hablar de matrimonio. ¡Pero a quién se le ocurre! Proponerle matrimonio a una niñita; así que le dije a mi madre, la persona más moralina y cerrada del mundo, que el hombre había querido introducir un dedo en mis adolescentes partes, que me había querido dar a beber algo raro. Eso bastó para que el tipo saliera huyendo del país sin que yo, a la poca luz de sus ojos, tuviera nada que ver con ello. Me buscó y escribió durante años diciéndome que lo nuestro había sido coartado, que no era justo, que me escapara y me fuera con él, que había tratado de matarse. Un día simplemente le respondí que él me había usado y que había abusado de mi niñez, tal cual decía mi madre, que no quería volverlo a ver, que estaba muy eh... umm.. “lastimada”. Él no aguantó el tormento de saber perdida la única oportunidad que tenía para sobresalir en sociedad y se colgó un 24 de diciembre del año 2000.
          Yo para entonces ya tenía varios trofeos masculinos y, en ese momento, tenía la mirada puesta en uno de mis profesores de traducción, esta ocasión 20 años más grande que yo -una mente brillante como la mía requiere un reto cada vez mayor. Se trataba de otro fanfarrón, mucho más carismático, con mayor preparación académica, al menos sí sabía inglés, era un exquisito que gozaba de darme todo lo que se me antojara; sabía de música, teatro, pintura… exacerbaba mi hedonismo, así que decidí echármelo al plato.
          Fue igualmente fácil: pantalones ajustados, tanga e indiferencia; la indiferencia es fundamental. Más pronto que tarde lo tenía escribiéndome ridículas cartas y cursis poemas de amor, presumiéndome con su parentela, con sus amigos; me llenaba de regalos cada vez que le daba cita para verme –obviamente no era el único al que veía, había que organizar las citas, hasta tres por día- quería llevarme de viaje, de compras, de todo, leíamos poesía de Octavio Paz cuando estábamos en el hotel. “Te voy a llevar al Cenote Sagrado que está en Quintana Roo para que una belleza contemple a otra belleza”, me decía. Quién hubiera dicho que recordaría esa patética frase años más tarde, en los brazos de otro estúpido que también lo pensó ¡Ja, ja, ja!
          Los hombres pueden llegar a ser tan patéticos… ése es un buen indicador de superioridad: los niveles de cursilería y patetismo de uno son inmensamente desproporcionados respecto a los del otro: el profesorcito enloquecía de celos cuando no me encontraba por teléfono, me regaló miles de celulares y nunca consiguió controlarme; se hacía el aparecido en la escuela, me encantaba correrlo delante de todas mis amigas, decirle que qué diantres le pasaba, que porqué estaba acosándome, semejante hombre viejo. Hacía cosas tan locas como aparecer en mi graduación de preparatoria sin haber sido invitado, con un ramo de orquídeas y ojos esperanzados; ése día se puso ebrio hasta vomitar y me rogó que me casara con él. ¡Patético, en verdad! Hizo un circo ambulante de sí mismo cuando le dije que no. Vaya circo de lágrimas… nada placentero, pero sí muy satisfactorio.
          Entonces quiso amarrarme a como diera lugar, hacerme de su propiedad. Yo le dije que jamás tendría hijos, que me dan asco, que descompondrían mi hermosa figura y que él tendría que renunciar a ellos si es que quería ser feliz conmigo. Así lo hizo con esa y con todas mis peticiones: que dejara de vivir con su madre, que dejara de frecuentar a sus amistades, que dejara de hacer, pensar y decir lo que yo considerara. Él obedeció sin queja, pero con todo el dolor de su corazón, cual Ruiseñor Wildeano. ¡Qué idiota! Y mientras, yo aumentaba mis trofeos masculinos.
          Un día olvidé poner los preservativos que siempre llevo conmigo en la bolsa y tuve relaciones sin protección, no recuerdo ni con quién. Hasta ese momento no me había atrevido a correr semejante riesgo, ni por mucho que había suplicado el profesorcillo: “Déjame sentirte”, me decía, y más náusea me daba abrirle las piernas, por eso siempre estaba ebria antes de meterme a un hotel con él. Así que tenía que hacer algo si es que resultaba alguna complicación de aquél estúpido descuido, necesitaba un as bajo la manga: tuve sexo lo más pronto posible con el profesorcillo sin usar el preservativo.
          Él estaba fascinado. Yo le dije que lo amaba tanto y confiaba tanto en él, que tener relaciones sin preservativo era mi más grande muestra de amor verdadero. Recuerdo que primero derramó una lágrima cuando le dije aquello, me abrazó y después desbordó su llanto, ¡yo no podía parar de reír! Seguramente pensó que moriría como el Ruiseñor de Wilde: tratando de hacer una rosa vana con las últimas gotas de su corazón; seguramente pensó que por fin un rayo de luz terminaría con todas sus tinieblas.
          Pero su rayo de luz no duró mucho. Después de que pasó el suficiente tiempo para cerciorarme de que mi error no tendría consecuencias, le di la estocada final, con un arma que él mismo me otorgó. Una noche me llamó embrutecido de alcohol y me dijo que él no había querido hacerlo, pero que cuando nuestra relación empezaba, se cogió a una vieja que le había negado las nalgas durante mucho tiempo y que ahora, dos años después del incidente, estaba arrepentido de haberlo hecho, pues yo siempre había sido el amor de su vida, incluso antes de conocerme. Lloró como siempre, suplicó que lo perdonara y yo, que había estado escuchando durante una hora la nefasta confesión, sólo le pregunté que cuántas veces había ocurrido aquello. Él respondió que una sola vez, que había sido por miedo, que nunca pensó que yo lo fuera a tomar en serio, que no podía creer que una joven talentosa y hermosa como yo pudiera hacerle caso de verdad. Yo sonreí del otro lado de la bocina y le dije que no quería volver a saber nada de él, que se pudriera en el infierno y que, ahora sí, buscara a aquella fulana, que le volviera a pedir el favor. Disfruté enormemente la parálisis de su corazón.
          Me buscó, lloriqueó, para no variar, se cortó las venas y, cuando estaba a punto de darse por vencido y entregarse a la muerte, acepté su invitación para que me viera, para que recordara el tipo de Hembra que había perdido, para que no tuviera la más mínima duda de que soy irremplazable. Por supuesto que para ese entonces ya tenía a la siguiente víctima en puerta; sin embargo, tuve sexo nuevamente con el profesorcillo ruiseñor, nada más por el placer de asegurarme de que se pegaría un tiro. Al día siguiente, justo cuando ya se había hecho a la idea de una reconciliación, le dije que lo sentía muchísimo pero que yo ya era mujer de otro y que ése sí era “el amor de mi vida”, que por favor, si en verdad algún día me amó, se hiciera a un lado y me dejara ser feliz. El tipo se puso ebrio hasta la inconsciencia y se reventó la existencia en la carretera a Cuernavaca.
          Luego de usar varios pañuelos desechables masculinos, empezando por el que sustituyó al profesor ruiseñor, cayó en mi red un ruco bastante particular: 27 años mayor que yo, dos doctorados, exmilitar del ejército Nicaragüense, su 1.90 de estatura compensaba su tez morena; no tenía un quinto, pero sí tenía más cerebro que el promedio y un miembro fácil, en toda la extensión de la palabra, de 18cm de largo y como 6 de ancho, negro berenjena, muy útil para producir orgasmos.
          Era el típico macho mexicano: arrogante y frágil. “Tengo hijos regados por todos lados y viejas a montones, todas quieren mantenerme y tener hijos conmigo, siempre me piden matrimonio, siempre se enamoran”, decía. Inmediatamente, detecté que se trataba de un aprendiz de macho alfa, estaba frente a un intento de igual, ¿quién vencería en un duelo entre macho alfa y Hembra Alfa? Esto sí que se pondría bueno; por fin algo de diversión, ya me estaba aburriendo de que la misma fórmula resultara siempre.
          Todas sus viejas rebasaban los 50 años, eran mujeres solas y, obviamente, estaban dispuestas a pagar por compañía, estaban dispuestas a hacer las veces de “Lupitas”, es decir, mujeres sumisas que se anulan completamente con tal de entregarle todo al hombre con el que están; engendros que prefieren estar en su casita lavando ropita y haciendo comidita, girando en torno a un hombre, sin el cual se quedan vacías… Una Hembra Alfa, a diferencia de una “Lupe”, no necesita la compañía de nadie, mucho menos de un ruco, tiene bastantes hombres a su disposición, son como mascotas, esclavos, en realidad. Además, la juventud sería una carta contundente, así lo ha sido siempre.
          Puse manos a la obra: quitarle el dinero que le daban sus rucas era lo más sencillo del mundo; ¡pobres viejas!  ¡Tan solas y ávidas de afecto! ¡Bah! ¡Qué apego tan nauseabundo! Por eso son pocos los grandes personajes de la historia, sólo aquellos que logran inmunizarse contra el afecto pueden realmente hacer una diferencia en el mundo. El afecto quita mucho tiempo, dinero y energía.
          Más pronto que tarde, el ruco y yo acabamos en un hotel, pagado por él, por supuesto. Tal cual era su modus operandi, puso sus cartas sobre la mesa: no hay compromisos, sólo múltiples relaciones paralelas permitidas. ¡Fabuloso! Ahora sí íbamos a ver de qué cuero saldrían más correas. Los machines mexicanos siempre asumen que cuando le dicen a una mujer que no haga algo, ella lo hará inmediata e irremediablemente, dan por sentado que tratan con una “Lupita”, una pobre mujer promedio. “No te enamores” es una invitación a enamorarse perdida y estúpidamente para las “Lupitas”, jamás para una Hembra Alfa, por eso, si el ruco pensó que YO iba a buscarlo, que iba a dejar de salir con cuanto me gustara, se equivocó.
          Seguí coqueteando abiertamente con otras personas, me iba con otros delante de él y no podía reclamarme nada, ¡Ja! ¡Sí que era genial percibir su sensación de impotencia! Llegaban por mí diferentes hombres en diferentes autos, me iba a cualquier lugar con otros y nunca le llamé una sola vez por teléfono. Lo dejé plantado numerosas veces, nada más lo veía para platicar cuestiones de cultura, mecánica cuántica y filosofía, cosas ajenas al interés de los mortales promedio, y para usar su falo. Más pronto que tarde, el ruco empezó a inconformarse, empezó a percibirse utilizado, objeto de burla adolescente, me quería en exclusividad; ¡ja! Mi triunfo se anunciaba.
          El ruco esperaba ver mi gradual transformación de Hembra Alfa a Lupita; era el momento justo para hacerlo creer tal. Así que comencé a salir más con él, empecé a estimular su machismo y funcionó: en cuestión de días lo tenía pidiéndome matrimonio. ¡JA! “¿Qué pasó con eso de que no iba a haber compromisos?”, “Es que me he dado cuenta de que te necesito, no soy el mismo sin ti, no puedo ni siquiera pensar ni escribir”. Entonces, le dije que ya tenía una relación formal con alguien más, que esperara. “Dame un hijo”, fue su respuesta. Asumió que alguien como yo tenía instinto maternal y que por ese lado podría amarrarme, tal cual lo había hecho con las demás, ¡JA! Pero dejé que sucediera, así sería mucho más dulce la victoria.
          Cuando le dije que estaba embarazada me dijo que no tenía dinero y que no pensaba trabajar jamás, que no se casaría nunca y que claramente me había dicho que no me enamorara… Yo sólo sonreí, el muy imbécil pensó que me había arruinado, que ahora tendría que trabajar para mantener al escuincle, como todas sus rucas hicieron, que me esclavizaría para siempre, que estaríamos unidos siempre… ¡Ja! Al día siguiente mis amantes pagaron el aborto. Le envié los restos ensangrentados en un frasco y una nota que decía “Con amor de una Lupita para su Juan”. Lo último que escuché de él antes de irme de vacaciones a Italia fue que lo habían encerrado en un psiquiátrico.
          Las Hembras Alfa siempre ganamos.


ERIKA JUSEPPE (México, D.F., 1984). Escritora egresada de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), intérprete-traductor, profesora de idiomas, profesora de traducción (Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras, UNAM) y politóloga (FCPyS, UNAM). Ha publicado en diversas revistas literarias como Palestra, El Universo del Búho, Opción Revista del Alumnado ITAM, periódico El Financiero, suplemento La Furia del Pez, Voces de la Primera Imprenta, La Otra y El Humo. Premio Publicación en el Primer Concurso de “Cuentos de Corto Metraje 2007″, Premio Publicación en el Segundo Concurso “Mano de Obra” 2006 (Oaxaca). Ha impartido talleres literarios. Ha organizado y participado en lecturas y eventos culturales.

Ilustración | Jackson Pollock

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