ACERCAMIENTOS La memoria y el erotismo en Farabeuf, novela de Salvador Elizondo | Nancy Hernández García


Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas
inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges

La pregunta existencial ¿quién soy? ha acompañado al Hombre desde tiempos remotos; responderla supone afianzar su condición de sujeto, descubrir su verdad, su identidad. Quizá esta sea la pregunta que nunca nadie podrá responder, ni siquiera con ayuda de la ciencia porque lo que se busca es de índole esencial, ir a la profundidad del ser para explicar el Ser y hasta ahora nadie ha podido responder esta pregunta… quizá tampoco nadie ha tenido el valor para formularla.

Octavio Paz dijo que somos tiempo, que estamos hechos de tiempo, y en cierta medida hay razón en sus palabras. Estamos hechos de tiempo porque así es como se mide nuestra vida: tenemos fecha de nacimiento y, aunque impredecible, también de muerte. Sólo estamos de paso por la Tierra. Somos un suspiro de Dios, algo que vaga por ahí algunos años hasta que retorna a su origen: “Polvo eres y en polvo te convertirás” es la sentencia divina. Sin embargo, a la presencia humana no le basta con la materialidad del cuerpo físico, sabe que hay algo más que la conforma, algo que seguramente no es tangible y por más que haga, no podrá captar porque en ese instante vuela y se aleja para que el Hombre vuelva a formular la pregunta.


Al tiempo que somos habría que agregar la memoria. También somos los recuerdos que recordamos, o lo que inventamos. Recordar, cuya etimología es “volver a pasar por el corazón” implica que este ejercicio, que conjunta a la memoria y al corazón, no es del todo cierto y eso angustia a cualquiera. La memoria nos traiciona a cada instante; es lo más subjetivo de nuestro ser porque recordamos lo que más nos interesa y como nos interesa recordarlo. De alguna manera construimos los recuerdos perfectos y así los guardamos para siempre.


Algún momento en particular puede llevarnos al punto obsesivo de querer reconstruirlo, pedazo a pedazo, hasta que sea el recuerdo perfecto… casi como una fotografía. No obstante, hasta ahora la memoria no ha sido capaz de encapsular de manera precisa el instante y la fotografía sólo capta la imagen, hace a un lado las palabras que se dijeron, los olores, las sensaciones; pero ver la imagen puede evocar todos estos elementos para recrear ese instante cuantas veces se quiera.

La escritura es otra manera de reconstruir ese instante, de fijarlo en la mente y en el papel para siempre. Eso lo supo Salvador Elizondo, cuya obsesión fue la escritura; siempre trabajó con ella como el escultor sobre el bloque de mármol, logrando así llevar la escritura a su máxima expresión, la explotó de todas las maneras posibles hasta conseguir cuentos espléndidos y una novela, que cincuenta años después de su publicación, sigue cautivando a sus lectores, y a los que seguramente se sumarán en los próximos años. De la bibliografía de Elizondo, Farabeuf o la crónica de un instante es quizá el texto que más atrae, es el más difícil y fascinante porque es enigmático; abrir el libro es entrar a un mundo en que no se sabe por dónde se camina y no todo está claro. Las voces de los dos personajes protagonistas se convierten en una polifonía que aturde, pero como todo conjuro, una vez dicha la frase mágica no se puede volver atrás, no hay manera de soltar el libro. Y cuando se llega al punto final no queda más que respirar profundo.

Farabeuf, sin duda, una novela sui generis porque en la literatura mexicana no se había escrito algo parecido. El México de 1965 era otro muy distinto: la Ciudad se convertía en el centro del país y se pasó de la actividad agrícola a la urbanidad. Surgió la llamada Generación de Medio Siglo (a la que pertenece Elizondo), nutrida con escritores originarios de otros estados de la República, que escribieron en esta urbe; su escritura refleja sus obsesiones. Yo diría que esta generación fue una generación de obsesiones: Elizondo la tuvo por la escritura, Pacheco por el paso del tiempo, Inés Arredondo por desarrollar la psicología del personaje, Garcia Ponce por el erotismo…
Elizondo dejó 30 mil páginas de sus diarios personales, 
escritos desde los 11 años hasta los 73 años, tres días antes de su muerte.
Salvador Elizondo, al escribir Farabeuf, pretende realizar cosas imposibles: 1) dar la crónica de un instante y 2) llevar la escritura a su propio límite, explotarla todo lo que sea posible. Para fortuna de los lectores ―y claro, también suya― lo logró. También se deben considerar la formación y manías del autor. Sobre la primera, en su biografía consta que vivió su primera infancia en Alemania en tiempos del nazismo,[1] pues su padre pertenecía al cuerpo diplomático mexicano, regresó a México y para la secundaria estuvo de interno en Elsinore, colegio de Estados Unidos. Estas estancias quedaron muy arraigadas en Salvador Elizondo y forjaron al escritor en el que se convirtió, además de su interés por la literatura francesa, de la que intenta el estilo del nouveau roman con esta novela. Sobre sus manías, la escritura por sí misma, por todo lo que se puede hacer con ella, es la más notoria.

A primera vista, pareciera que el único enigma por resolver es ¿cuál es el instante dentro de la crónica? No, hay varios más: ¿cuántos personajes son? ¿por qué se narra en diferentes tiempos verbales o personas gramaticales? ¿qué es eso que se tiene que recordar y quién lo tiene que recordar. Valiéndose de lo que la escritura misma le provee: palabras, recursos literarios (metáforas, imágenes, efectos) y de recursos externos como la fotografía de un suplicio chino y sus conocimientos sobre esta cultura (ideogramas, I Ching), Elizondo logra seducir al lector.

Se habla de tres instantes dentro de la novela: 1) el instante en el que la pareja ve la fotografía del supliciado, 2) el instante del paseo de la pareja por la playa y 3) el instante de la reunión de Farabeuf y la mujer (que es todos los personajes femeninos). La fotografía del suplicio es el pretexto de Elizondo para ahondar en un problema existencialista: ¿quién soy? Esta pregunta es una de las posibilidades; la mujer pronunció alguna frase antes de la llegada del doctor Farabeuf, pero no la recuerda. ¿Quién soy? es la pregunta a la que se le busca una respuesta pero no la hay; cuando se ha encontrado, ésta se convierte nuevamente en pregunta. Es un círculo. Uno puede ser o no ser, o ser todo y nada:
―Acaso fuera un sueño todo esto. Un sueño del que no despertaremos hasta que alguien, o algo, nos responda a esta pregunta que noche a noche nos hacemos: ¿de quién es este cuerpo que tanto amamos?
―¿Y si sólo fuéramos la imagen reflejada en el espejo?
―Entonces nada ni nadie podría jamás contestar esta pregunta.
[…] y ella sigue haciendo la misma pregunta tediosa. Farabeuf, cuando viene, la encuentra siempre en la misma actitud, con la ouija o con las tres monedas ante ella […] (p. 86)
“La pregunta tediosa” es la misma que la mujer formuló desde el inicio de la novela pero ya no recuerda, o si la pronunció. Algo que llama mucho la atención es que, al no encontrar una respuesta proveniente del intelecto, del conocimiento que se tiene, o de la experiencia, la mujer recurra a lo esotérico: la ouija y el I Ching. Ambos son objetos de lo que podríamos llamar magia.

Tanto la ouija como el I Ching son una especie de oráculo que dice lo que uno quiere saber, pero la interpretación puede ser subjetiva, es decir que, la respuesta obtenida puede estar fuertemente influenciada por lo que uno quiere escuchar. Por lo menos para el caso de la ouija, pues es la persona quien desliza la tabla hacia donde “indican los espíritus”. Por su parte, el I Ching responde con un exagrama formado por “versos” y esto puede dificultar la interpretación.

Estos dos objetos son importantes en la novela porque la mujer hace una pregunta, cuya respuesta espera de estos dos objetos mientras aguarda la llegada del doctor Farabeuf. La llegada del doctor es al mismo tiempo la llegada de la muerte, que se anuncia con la mosca que golpea la ventana. La mosca es un símbolo de muerte en el sentido más burdo: es un insecto desagradable cuyo hábitat es lo fétido, lo podrido; se posa sobre los animales muertos, abandonados, que se descomponen sobre la tierra, no debajo de ella. Farabeuf es un cirujano de cadáveres, en ellos experimenta sus cortes e instrumentos. La mujer, que fue su amante, ahora se le ofrece para que la mate. Ambos experimentarán el placer de este acto… muy parecido al orgasmo, a ese momento agónico (que sin embargo es el clímax) con el que culmina el coito.

El erotismo y la memoria son los articuladores de esta novela. Ambos se acompañan siempre: el recuerdo de las sensaciones experimentadas pueden llevar a la necesidad de querer revivir ese momento y viceversa, un momento erótico puede remitir a otro semejante; hasta el punto de la obsesión por recrearlo tal y como se recuerda y convencer al otro de recordarlo igual. Así, el placer que se obtenga no estará fundamentado en el momento erótico presente, sino en el del recuerdo, en esa evocación que raya en la invocación de un momento preciso.

La fotografía del sujeto mientras se le practica el Len Tch’é, quizá por la imagen misma: un hombre atado a una estaca, sin los pechos, con sangre escurriendo por su cuerpo desnudo y un rostro que refleja el éxtasis que siente, excita a la pareja y sucumbe. El sadismo del instante fotográfico ocasiona que la pareja busque vivir una sensación igual, experimentar el máximo placer que les provocaría; ella tomaría el lugar del supliciado y él, él no dejaría de ser lo que es: Farabeuf, el cirujano que haría los cien cortes en el cuerpo de ella.

Para recrear la fotografía ellos también disponen de un escenario propicio: la cama de ginecólogo (en lugar de la estaca), ella (como el supliciado), Farabeuf (como el cirujano que hará los cien cortes) y dos espejos enfrentados (que reflejará el Len Tch’é y también los multiplicará, es decir, la pareja será partícipe y público del sacrificio).

La pareja lleva el momento del orgasmo más allá de lo que es o quizá es el orgasmo el que los lleva hacia la muerte, al deseo de morir; toman este camino extremo porque las sensaciones corporales ya no les son suficientes para asegurarse de su existencia, el sexo ya no los satisface completamente, o sea, el acto físico del amor no se trata únicamente de la carne, tampoco es “la operación quirúrgica llamada coito”. Dentro de su carácter mecánico, hacer el amor también implica la conexión de las almas de los dos seres que se entregan, es por eso que se habla de erotismo (amor sensual) porque la atracción por otro ser implica cosas más complejas, como ver en esa otra persona cosas propias de las que somos inconscientes hasta el momento del encuentro, también sucede al revés: amamos en esa persona lo que odiamos en uno mismo o esa persona tiene algo, inexplicable, que nos atrae. Nos interesa el cuerpo y el alma de esa persona en especial. Un cuerpo y un alma del que queremos apoderarnos, poseer plenamente, como lo entiende Octavio Paz en La llama doble: “El amor es una atracción hacia una persona única: a un cuerpo y a una alma. El amor es elección; el erotismo, aceptación. Sin erotismo ―sin forma visible que entra por los sentidos― no hay amor pero el amor traspasa al cuerpo deseado y busca al alma en el cuerpo y, en el alma, al cuerpo. A la persona entera.”

El deseo por el otro puede llegar a ser tan fuerte que al mismo tiempo nos empuje a una entrega total, como en el caso de Farabeuf y la mujer. Ella quiere ser lo que Farabeuf más ama: la cirugía, el cuerpo que pueda manipular quirúrgicamente pero también tiene la belleza de la desnudez femenina. Esta mujer bien puede ser la encarnación de las dos mujeres del cuadro alegórico que adorna la estancia; en él se observa a dos mujeres, una desnuda y otra vestida, una representa al amor profano y la otra, al amor sacro. Sin embargo, en la vida no hay blanco y negro, en medio están muchos tonos de gris por lo que resultaría falso que el amor pueda dividirse fácilmente en sacro y profano. Uno ama con intensidad, tendiendo hacia uno o el otro, pero no de una sola manera. Así, el amor no es puramente animal ni sólo espiritual y el deseo es una consagración. El erotismo tiene mucho de religioso en el sentido de que es un rito, un culto a un alma y a un cuerpo: “El erotismo no termina en contracciones espásticas y descargas reflejas; las trasciende hasta alcanzar los ámbitos etéreos de la memoria y el sentimiento, como una nota que reverbera mucho después de pulsada la cuerda”, dice el patólogo Francisco González Crussí.

El erotismo es el elemento que une otros dos que también son importantes para este estudio: la memoria y el tiempo. Esta trinidad podría muy bien resumir nuestra vida: vivimos determinado lapso, los recuerdos nos hacen más llevadera esta vida, condenada a la búsqueda de la otra mitad para completar la unidad del ser; búsqueda que nos lleva al erotismo.

La memoria, cuyo desdoblamiento es el recuerdo, es esencial para la vida humana, gracias a ella es que podemos ayudar a contestar ―al menos a tratar― esa pregunta tediosa: ¿Quién soy? Una posibilidad es que soy una persona con un nombre (lo que me da una identidad), que pertenezco a una familia, a una sociedad, y tengo ciertos gustos y defectos, cierta ideología (cosas que me caracterizan como individuo); pero también soy mis actos, los recuerdos que tengo sobre mí y los que los demás tienen sobre mí. Soy la suma de todos esos elementos… no obstante, eso tampoco puede darme una respuesta satisfactoria porque recordamos el mismo hecho de diferente manera, según la perspectiva. Un recuerdo nunca es seguro. Solemos recordar únicamente lo que nos interesa o nos marcó, pero no tendremos un recuerdo íntegro, sólo fragmentos.

Borges dice que “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.” A mí me convence totalmente esta idea porque concibo al ser humano como la unidad conformada por otros muchos elementos, incluso, creo que nuestra condición contradictoria se debe a la dualidad de la que surgimos y en Farabeuf esta idea también está presente con la mención de elementos como Oriente y Occidente, I Ching y la ouija, ying y yang, hombre y mujer.

De ahí partimos a la paradoja temporal que implica el querer eternizar un instante a través de una crónica. Pero como ya dije líneas arriba, la fotografía no es más poderosa que el recuerdo porque no capta el instante en su totalidad, o sea, la escena íntegra (palabras dichas, lo que se estaba haciendo, etc.), sino sólo un microfragmento de esa escena que queda fija para siempre. En cambio, la memoria puede guardar un recuerdo con todo lo que lo rodeaba y es así como cualquier sensación, palabra, canción, olor, puede detonar un recuerdo en particular. Se puede evocar y de ahí pasar a la reconstrucción del recuerdo.

El recuerdo es un consuelo ante lo efímero de la vida, de ahí también la necesidad que sentimos de ser recordados por los demás, puesto que esa también es una forma de asegurar nuestro ser tangible. Tener recuerdos en común nos da la certeza de que sucedieron. Pero la memoria es un círculo vicioso y al mismo tiempo que afirma, titubea: “…Ahora recuerdo, no sé por qué, un paseo que tal vez nunca dimos, por un parque, a la orilla de un estanque, en una ciudad lluviosa que no conocemos.” (p. 84). De modo que los recuerdos pueden ser inventados. La memoria nos engaña, forja quimeras que nos conducen a la muerte porque es en ese último instante cuando quizá podamos respondernos la pregunta tediosa con la recreación de todo lo vivido, que puede darnos la idea general de lo que fuimos. Sólo entonces sabremos si fuimos reales o un reflejo en el espejo, una imagen borrosa… aunque reunir todos los recuerdos puede confundirnos aún más:
¿Es que somos la imagen de una fotografía que alguien, bajo la lluvia, tomó en aquella plazoleta? ¿Somos acaso nada más que una imagen borrosa sobre un trozo de vidrio? ¿Ese cuerpo infinitamente amado por alguien que nos retiene en su memoria contra la voluntad de ser olvidados?
¿Somos el recuerdo de alguien que nos está olvidando?
¿O somos tal vez una mentira? (p. 87)
La imagen reflejada en el espejo no es suficiente para asegurar que somos seres reales, hace falta la corporalidad, ser tangibles para los otros. Si no, seríamos una quimera ―La quimera fue el primer título de esta novela.

La idea del recuerdo y el olvido, como dos actos que se contraponen o se complementan, aparece a lo largo de la novela y también, que yo recuerde, en otros dos cuentos de Elizondo. El primero es “El grafógrafo”: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo…”, aquí está la idea del ser con su desdoblamiento que es la otra parte de éste mismo pero que lo observa al mismo tiempo desde dentro (mentalmente) y desde afuera (me veo escribir), como si se estuviera recordando a sí mismo. El otro cuento es “La historia según Pao Cheng”, ahí aparecen dos personajes, Pao Cheng, que escribe un texto interminable, y otro hombre, que lo observa desde afuera, como si se viera en el espejo, pero este hombre se da cuenta de que no es ajeno a Pao Cheng sino de que es el propio Pao Cheng y tiene que recordarse infinitamente para que no se olvide a sí mismo. Entonces, el recuerdo no sólo es externo, es decir, no se trata sólo de recordar hechos, sino de recordar los hechos realizados por uno mismo puesto que eso nos dará una imagen clara de lo que somos, una imagen cuyo reflejo en el espejo sea nítido y un cuerpo que los demás puedan sentir. El olvido no es más tenaz que la memoria porque, como dice Octavio Paz: “Todo es presencia, todos los siglos son este presente”… y eso es lo que conocemos como eternidad.


NANCY HERNÁNDEZ GARCÍA. Lic. en Letras Hispánicas por la UNAM. Estudiosa de la obra de José Emilio Pacheco. Lectora de poesía en su tiempo libre. Twitter @lamusadelpoeta


[1] Por esa época en Alemania a los niños se les “educaba” con el libro infantil ―yo diría que demasiado cruel para un niño― del Pedrito greñudo. Pedrito era un niño al que por cada mal comportamiento se le castigaba con severidad, por ejemplo, por chuparse los dedos, le cortaron los pulgares. Esta referencia también está presente en Farabeuf, quizá por eso Elizondo se sintió atraído por la figura del cirujano Farabeuf:

"Pero tú recuerdas otra imagen, una imagen más remota que todo lo que aquí nos contiene aislados, una imagen que viste, tal vez, en tu infancia. La imagen de un niño con las manos sangrantes. Alguien, un desconocido, Farabeuf tal vez, le ha cortado los pulgares de un tajo certero y el niño llora, de pie en medio de una estancia enorme, como ésta. A sus pies se van formando unos pequeños charcos de sangre". (Farabeuf, p. 125)

Ilustración de cabecera | Francis Bacon: Triptych, 1973.
Ilustraciones interiores | Imágenes de Google

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