CUENTO Oruga | Alan Guzmán


Dicen que la angustia consiste en recostarse en el techo a observar fijamente la cama, piensa Julián, mientras ella está encerrada en la descuidada y sucia ducha. El simple acto de permanecer en la habitación representa una incomodidad; incluso el aire es pesado y, por si fuera poco, la única ventana del inmueble está tapizada por fuera con una herrería de diseño simple, pero impenetrable, que ofrece un aspecto hostil. Su propósito: que nadie entre, o dicho de otro modo, que nadie salga.

¿Cómo chingados le haré en cuanto necesite fumar un poco? dice para sí Julián y, es en ese preciso momento, que la chapa vieja de la puerta del baño se destraba, y aparece la criatura; allí está, voluptuosa, arrogante, vulgar. Solo calza unos enormes tacones transparentes de plataforma de aproximadamente quince centímetros, con los cuales arrastra su ancho cuerpo y todas sus carnes hasta el colchón destartalado en el que él se ha quedado petrificado y blanco, como estatua de mármol, desde que la vio hacer su aparición en el umbral que separa al pasillo angosto de la recámara.

Hagas lo que hagas, así no hagas nada, no te devolveré ni un solo peso, alcanza a escuchar Julián, inmerso en su estado de shock. Asiente torpe y repentinamente con la cabeza, misma que hunde de inmediato entre ese par de senos exuberantes y escultóricos. Los pezones son todo lo contrario: protuberancias desorganizadas de color marrón, arrítmicas, carentes de simetría alguna. Claro está que las quemaduras de cigarro han ido modificando su forma hasta hacerlos parecer una costra de lodo seco.

Ella se hace llamar Mari. Su cabellera negra es larga y sedosa, y combina a la perfección con la pequeña falda de cuero negro que vestía minutos atrás. Casi ni se nota que eres nuevo, le dice Mari, con una sonrisa sarcástica; Julián, tiene las manos frías y los calcetines todavía puestos.

Él asiente de nuevo con la torpeza que lo caracteriza, y procede a chocar su lengua contra esos pezones maltrechos. Mari, al pretender llegar a la excitación rutinaria, cierra con fuerza sus ojos nobles y abre ligeramente la boca, también modificada por los bisturíes insalubres, y comienza a exhalar un aroma desesperado, como de agua estancada, un perfume que hace pensar irremediablemente en el color verde fangoso que se instala, de cuando en cuando, en las esquinas de los cuartos a los cuales nunca o rara vez ha entrado el sol.

Mari se acerca aún más al cuerpo de él, pero no lo abraza —nadie lo hace en un lugar de esa clase—. Los términos son claros. Sus manos son como dos pinzas que, en un movimiento mecánico, comienzan a deslizarse frenéticamente por toda la espalda de Julián. Mientras que las palmas trémulas de él apenas se atreven a rozar con timidez los bordes de esa cintura desbordada y repleta de pliegues; no se alcanza a distinguir el área limítrofe entre espalda baja y nalgas. Todo el terreno pareciera el mismo: celulítico, abultado, grasoso.

Él, tras un esfuerzo considerable, logra bajar un poco más la vista. En ambas piernas gelatinosas se observan una serie de hematomas oscuros y claros, entre otras heridas y marcas de todo tipo.

Al otro lado de la ventana se escuchan esporádicamente borrachos gritando, botellas de vidrio que estallan contra cráneos ensangrentados; a veces, silencios estremecedores. Sin embargo, Julián tiene la firme convicción de que todo aquel que recargue una oreja en la almohada gris escuchará algo parecido al ruido que proviene de las calles peligrosas y conflictivas de afuera. Lamentos y el eco de alaridos que alguna vez fueron desgarradores emergen tenuemente desde el fondo del colchón. Son como tambores de guerra que tiempo antes habían ordenado la retirada. Entonces vienen a la mente infinidad de almas torturadas. Entre las sábanas, la nariz hallará alientos sepultados y, los ojos, manchas de sangre y otras emulsiones espesas.

Estar en ese cuarto con Mari es el equivalente a venderle un alma rota al diablo. Se sabe de antemano que tarde o temprano volverá del infierno para vengarse, cruel y lentamente, por haber sido engañado con mercancía de poca calidad.

Venderle el alma al diablo es arriesgarse a que algún día quiera hacer válidas sus garantías.

Más muerto no podré estarlo jamás, se dice a sí mismo y continúa: ella, mi vida, me abandonó, y ya todo me da igual. Con esta sentencia tatuada como estandarte en la mente, decide arrojar su cuerpo al precipicio del vicio de la carne y el frenesí de la lujuria. Entonces cierra fuertemente los párpados y con la boca abierta se desliza apresurado desde el ombligo hacia abajo, donde se encuentra con una selva negra y áspera.

Entre el abundante vello, sus labios, sus dientes y su lengua, encontrarán un bulto de carne de sabores orgánicos, inflamado por un flujo de sangre que se ignora pero se sospecha infectada.

El pulso de ambos aumenta de súbito y todos los momentos son casi recuerdos ahora mismo. El tumulto afiebrado de Mari a duras penas cabe en el abismo divino y mojado que Julián carga entre sus quijadas.

Una vez dentro de su boca, el miembro de Mari comienza a moverse como las lombrices en la tierra húmeda cuando son espolvoreadas con sal; serpientes, escarabajos, orugas, ciempiés... todos dentro de una maceta amarillenta por el tabaco en exceso...

Simultáneamente le dice a Julián: Me dicen Mari por el gusano que una vez fui. Hoy soy una mariposa con forma de calavera en las alas.

La sesión está lejos de terminar…


ALAN GUZMÁN (México, 1992). Algunos de sus textos han sido publicados en medios digitales como Digo.Palabra.Txt, La Torre del Silencio, Poesía Referencial, entre otros. También forma parte de la antología Poemas de lujo, editado e impreso por La Textulia de Rosenda, en Miami, EUA. Administra su propio blog (Plutón Psiconauta) y una página en Facebook (Plutón Psiconauta). Es fundador de la revista digital Fantastique. Encargado de la sección de Tendencias Literarias.

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