CRÓNICA El incendio de la memoria | Marco Antonio Cervantes González


Como las cosas que merecen la pena, para mí el descubrimiento del futbol fue algo místico, y –por su puesto– accidental: vi en televisión, un domingo cualquiera, un partido (que me enteraría mucho después), no fue cualquier juego. Era el 22 de mayo de 1983 y los equipos que se enfrentaban eran América contra Guadalajara. Para un niño la didáctica de dividir entre buenos y malos es la manera más  razonable de ordenar su mundo; la  jugada que me convertiría en aficionado tuvo la cualidad de resolver ese dilema a patadas.
         Aún recuerdo la escena: dos jugadores corrían en el extremo izquierdo de la cancha. Uno de ellos, con ventaja y velocidad, entraría al área final. El contrario, rojiblanco, al verse rebasado, alzó alevosamente la pierna derecha para cruzarla por debajo y zancadillear de manera infame. Él que llevaba el balón fue derribado.
         Para mí todo fue claro, en ese instante aprendí que en el futbol había tramposos que metían el pie por detrás. Por televisión me quedaba clara la diferencia entre buenos y malos. El final del partido de aquel mayo de 1983 es apoteósico: después de la falta de Eduardo Cisneros a Norberto Outes el Estadio Azteca se convirtió en el escenario de una de las broncas más largas transmitidas por la televisión: veinte minutos ininterrumpidos de patadas, balonazos y empujones. Tal vez para mí eso fue lo menos importante. Esa tarde adquirí una mirada ética propia, y lo mejor de todo, sabría de por vida, quién sería mi equipo. Suscribo la idea que leía en algún momento: endosarse los colores de un equipo es adquirir una mirada definitiva ante la vida.
         Quiero señalar en este momento del texto que me aburre catequizar. No quiero demostrar quién es el mejor equipo de futbol del mundo. Las pasiones, se comprueba a diario, son susceptibles de contagio. Pero en estos tiempos, hablar de Dios y del Club América pueden provocar reacciones insólitas. Así que me conformo con compartir algunas escenas que me han marcado como aficionado:

Primera escena: Para la mayoría el recuerdo más importante de la vida se encuentra en la infancia. Las novelas de García Márquez y Proust comprueban tal hipótesis. Para mí hay una noche importante: subimos tres –dos niños y un adulto– por infinitas rampas de un enorme escarabajo de cemento. Es de noche, ¡el partido ya comenzó! Todos corremos. Entramos a un túnel y después… un espacio inabarcable, recortado por una luminiscencia nunca antes vista. Un eco portentoso; un alarido hueco. Y abajo, muy abajo, el verde del pasto es perfecto; un rectángulo estupendo: una cancha real ¡El futbol a colores es algo que existe!
         En esos años dentro de los estadios era común un “juego” extremo: las banderas de los aficionados contrincantes se arrebatan para luego quemarse. Así, el Estadio Azteca era un mechero gigantesco. Un espectáculo, pues. ¿Cómo medir la emoción o la trascendencia de un recuerdo? Esas fogatas, el gol de Carlos Hermosillo, y las luces de ese estadio, aún iluminan algún rincón de mi memoria.

Segunda escena: En junio de 1986 la gente de esta ciudad fue feliz por un ratito. Para mi familia y yo asistir a los partidos del Mundial de 1986 era como viajar a la Luna. Pero no fue tan difícil salir a la calle, al igual que miles de personas que vivieron la alegría genuina de simplemente “saludar” a los aficionados que regresaban del Azteca después de ver los partidos de El Tri. No nos importaba haber visto en televisión los partidos; no nos interesaba la mercadotecnia impuesta: nos sentíamos parte del triunfo de la selección nacional. Tlalpan, División del Norte, Universidad, Insurgentes, Periférico eran una fiesta de banderas, porras y brincos.
         Ese domingo de junio el futbol sirvió para sentirnos parte de algo que aún me parece indefinible determinar. No comparto ningún tipo nacionalismo ramplón, ni quiero abordar sociológicamente nada. Pero pocas veces he visto tanto entusiasmo reunido en tantas esquinas. Aún estaba presente en la memoria el terremoto de un año antes; la ciudad seguía cercenada por muchas heridas todavía visibles. Después de una tragedia de tal magnitud bien valía la pena –sobre el cascajo– ganarle a la vida, aunque fuera un poquito, aunque fuera nada. No olvido un grito de ese domingo de junio que escuché con mi hermano sobre Miguel Ángel de Quevedo: “¡El día del padre, les dimos en la madre!”.

Tercera escena: Mi texto predilecto sobre futbol se llama “El gran toque”. El texto no pertenece a la moda de intelectualizar argumentativamente sobre “la trascendencia” del juego. Un crítico escribía acerca del cuento: “toca todos los enigmas de la vida”. Alguna de las virtudes del relato de Luis Miguel Aguilar es mostrar al otro como cómplice necesario del juego: lo que vale la pena de jugar es estar al lado de la gente que uno aprecia. El juego siempre necesita a los demás. Cito a Luis Miguel Aguilar: “La memoria es nuestra única escuela, ¿qué aprendemos en ella? Que el tiempo es el fuego en el que ardemos”. 
El futbol, como la vida, arden en esa hoguera: combustionan lo mejor de nuestra memoria. 

MARCO ANTONIO CERVANTES GONZÁLEZ. A veces escribe y a veces da clases. También, en muchas ocasiones, lee a Juan Luis Guerra y escucha a Julio Ramón Ribeyro. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM; le va al América, por cierto.

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