OPINIÓN Una consciencia frente al impero del séptimo arte | Lorenzo Shelley


Si crees que nunca te han seducido, mientes. Inicialmente, a veces sin saber la razón e incluso cuando deseamos caer un nuevo romance, nos negamos a seguir el juego. En ocasiones es porque, aunque son no pocos los voceros que quieren nuestra atención, nos ofrecen los mismos platillos, el mismo polígono helado que se estandarizó para que nos gustara a todos y por eso no nos llega a la vida. Otras veces es el llamado de otros lugares, otros tiempos el que nos exige mantener la presencia suficiente como para que el mundo nuevo que trata de captarnos sea ignorado.
O puede ser que aún no superamos al último amor que tuvimos, que fuimos. Tenía un fluir elegante, una manera de acomodar lo que necesitábamos en el rincón en donde lo necesitábamos; las bases de lo nuevo van a reflejarse en la vieja narración que otrora trazaba líneas en un mapa que nos maravillaba por su distribución y novedad. Ahora, que ante una oportunidad (merecida o no) de ocio nos paseamos por la ya familiar ciudad de la historia antes ajena, recordamos con nostalgia esos días en los que no nos sabíamos de memoria cada esquina, cada giro abrupto en el camino y nos olvidamos de que una nueva voz quiere su espacio en el papiro y la dejamos pasar sin que surta el menor efecto en nosotros. Si es insistente, tal vez en otro momento nos encontremos y podamos darle experiencias a sus sucesos.
No obstante, es inevitable que un inicio cautivador, una secuencia de elementos en combinación armoniosa (o destructiva) y/o una premisa arrojada en la posición correcta, logre vadear las aguas que desembocan en lo ya establecido y llegue a impresionar los sentidos, iniciando un proceso de secuestro en el que la percepción se vuelca enteramente en la nueva historia que, a su vez, bloquea toda entrada de realidad cotidiana.
He aquí el momento de consagración narrativa, tan discreta que no notamos su triunfo porque estamos ocupados escuchando los símbolos que, en susurros (lo que se dice gritando es necedad, lo que se dice en tono habitual, llano o perogrullada), acarrean el mensaje y las reglas de este nuevo lugar. ¿Cómo logra una ficción aniquilar el estado “default” de supervivencia que es predominante y esencial para cada uno de los primates que posan sus lampiños glúteos en las (esperemos) cómodas butacas de la sala de proyección?
La aniquilación de “la vida real” es uno de los fenómenos que más revela lo que usualmente yace ignorado entre el frenesí vehicular y las exigencias laborales, que, por cierto, aparentan la imposición del concreto pero son poco menos que embrollos vacuos. Esos sagrados minutos donde los límites de la gran pantalla son los límites de nuestra existencia, muestran la habilidad sublimadora del ser humano que, habiendo agotado desde hace ya mucho tiempo los contenidos del mundo natural, se ha dedicado a fabricar y habitar otros mundos; los hay de todos tipos y formas (cuánticos, financieros, políticos, literarios, etc.) y, no obstante, no todos logran fundir la identidad del sujeto. Las narrativas que se vuelven proyección tienen la principal ventaja de que el universo que crean es un encomio a lo que la humanidad le deja a todo lo que antes no era él: mundos interiores que, con o sin malicia, se esconden en una fachada que otros mundos interiores aprehenden, segmentos de rumiación seguidos de estallidos de estética, sistemas complejos donde se concatenan deseos y voluntades varias…
Sobre todo, este tipo de mundo es conscientemente efímero, busca vivir a través de Otro para poder continuar su existencia. La función termina y es tiempo de renacer. Una persona se levanta, entumecida. Camina hacia la salida como autómata, no puede hablar durante varios segundos, permanece concentrada en su interior. Está asimilando el nuevo mundo, está incorporándolo a algún lugar de su psique para que aparezca unas horas, días o meses después, cuando un trayecto aburrido o un objeto relacionado provoquen el reencuentro. Ese ser ya no es el mismo, el cine ha conseguido vivir a través de él.

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LORENZO SHELLEY. Nació en el Ciudad de México, creció en sus alrededores. Es estudiante de tiempo completo en la Facultad de Psicología, Ciudad Universitaria, UNAM. Cursa la licenciatura en las áreas de Psicobiología y Neurociencias y Procesos Psicosociales y Culturales. También se considera apasionado de la filosofía, la vida cotidiana, el amor, la literatura y los videojuegos, además de ser aficionado del cine, la televisión, la música (como escucha o como pésimo pianista) y el anime. Ocasional merodeador de museos. Ferviente creyente de que el aprendizaje puede surgir de diversas fuentes.

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