Me había fijado en ella mucho
antes de aquella noche de Chicago en que la abordé en la calle y la convencí de
que tomáramos juntos un café en Steinway, un local frecuentado por los
estudiantes que sólo estaba a unas cuantas manzanas de donde ella vivía. La
timidez, o la falta de habilidad, me habían impedido hasta aquel momento acercarme tan descaradamente a
ligar con alguien, lo cual no significaba en realidad que el destino me
empujase ahora, sino que yo había tomado la determinación —tanto por
inclinación cultural como por decisión psicológica— de vivir una aventura con
esa mujer, que parecía encarnar un prototipo.
En octubre de 1956 aún no
había cumplido los veinticuatro años, había dejado atrás el servicio militar y Martha Foley había
seleccionado mi segundo relato, publicado en una revista diminuta, para
incluirlo en la edición de 1956 de Best American Short Stories [Los mejores relatos
norteamericanos]. Era profesor ayudante (mientras preparaba la tesis doctoral)
de la Universidad de Chicago, me ponía un traje marrón de cuadros escoceses
—comprado en la tienda universitaria de Brooks Brothers, con el dinero que me dio el
ejército al licenciarme— para afrontar mis clases de Composición y, recién
salido de una fiesta de bienvenida a nuevos profesores en el Quadrangle Club,
tenía unos cuantos mililitros de bourbon avivándome el fuego. Bramando
confianza, pues, y sintiéndome absolutamente libre («estaban borrachos, eran
jóvenes, tenían veinte años... y sabían muy bien que nunca morirían», Thomas Wolfe), la acorralé
contra la puerta de la librería de Woodworth’s y le dije algo así: «No le queda
más remedio que tomarse un café conmigo. Lo sé todo de usted.»
—¿Ah, sí? Y ¿qué hay que
saber?
—Trabajaba usted de camarera
en Gordon’s.
Gordon’s era otro de los
locales donde se reunían los estudiantes, un restaurante situado junto a
Woodworth’s.
—No me diga —replicó ella.
—Tiene usted dos hijos
pequeños.
—Vaya.
—Es usted de Michigan.
—Y ¿cómo se ha enterado usted
de todo eso?
—Preguntando. Un día, en
Gordon’s, la vi con sus hijos. Un niño y una niña. De ocho y seis años, más o
menos.
—Y ¿por qué se toma usted la
molestia de acordarse?
—Me pareció que era muy joven
para tener dos hijos. Pregunté por ahí y
me dijeron que estaba divorciada. Me dijeron que pasó usted por la universidad.
—No durante el tiempo
suficiente como para que el dato tenga importancia.
—También me dijeron su nombre.
Josie. Yo empecé a estudiar aquí en mil novecientos cincuenta y cuatro —le
dije—. Hacía las comidas en Gordon’s. Una vez nos atendió usted a mis amigos y
a mí.
—No tengo tan buena memoria
como usted, me temo.
—Sí que la tengo —le contesté.
Y, empedernidamente ingenioso,
empedernidamente listo, empedernidamente convencido de ser inexpugnable, más
allá de toda medida, al final logré que accediera —rara vez lograría en el
futuro semejante aquiescencia suya—, que anduviéramos juntos hasta la calle
siguiente y que nos sentáramos en Steinway, ocupando una mesa de vitrina. Allí, el recién publicado profesor pudo
hacer ostentación de todo su plumaje, mientras Josie, entre curiosa, divertida
y halagada, me explicaba —en irónica alusión a su capacidad incendiaria— que no
lograba imaginarse a qué venía tantísima vehemencia por mi parte.
Pero en aquel entonces yo era
igual de vehemente en casi todo, y aquella noche, en concreto, más vehemente
que nunca, por gracia de los bourbons sin agua que me había tomado en la
fiesta de profesores, siendo, como era, el más joven recién incorporado al
claustro y, presumiblemente, el más dichoso. Si Josie no comprendía la razón de
que mi vehemencia se concentrase en ella, era porque lo mismo que yo percibía,
a los veintitrés años, como una fuerza de fascinación
prototípica, a ella, a los veintisiete años, le parecía algo así como la suma de todas sus
limitaciones. El exotismo no estaba sólo en sus prototípicos ojos azules y pelo
rubio —aunque, en efecto, era rubia y tenía los ojos muy azules: una mujer de
rostro casi cuadrado, simétrico, que, por muy tocada que resultase en algún
furioso enfrentamiento, siempre se las apañaba para no perder su aspecto
infantil y retozón, aunque llevara puesto un gorro de lana—; no era su prototípico aspecto gentil,
aunque lo tuviera, de un modo un tanto volkisch, que en nada se parecía al
jovial de la sesuda Polly, con sus sofisticados martinis y su no menos
sofisticado refinamiento; tampoco era su norteamericanidad, aunque su modo de
hablar y de vestir y de conducirse hacían de ella la típica chica sólida y
llena de energía que veíamos en las películas más puramente norteamericanas, amiga de Andy Hardy, compañera de
clase de June Allyson, camino del baile de fin de curso en el viejo cacharro de
Carleton Carpenter. Y no es que ello la hiciera menos norteamericana, pero en
realidad era la hija colérica de una alcohólica de pueblo, una joven ya acosada
por torvos recuerdos sexuales y oprimida por el inextinguible resentimiento que
en ella generaba la injusticia de sus
orígenes; tropezando en cada esquina con sus errores más tempranos y empujada,
por la horrorosa necesidad, a verdaderos arranques de retorcimiento
desesperado, el caso era que habría encajado mejor en el papel de protagonista
rubia de un escrutinio psicológico de Ingmar Bergman que en el de chica
maravillosa de una risueña fantasía de la MGM.
Lo exótico, pues, no estaba en
su encarnación prototípica de la
norteamericana aria y gentil: había en Bucknell varios cientos de chicas no
menos típicas que ella, y ninguna llegó a despertarme mucho el interés; pero,
como ya había notado yo en el restaurante Gordon’s, cuando ella era una recién
divorciada con dos niños pequeños y yo un estudiante de la Universidad de
Chicago, Josie era una víctima del mundo, una desposeída, refugiada de unos orígenes sociobiológicos ante los
que mis orígenes se consideraban —según la mitología racial del nuevo y del
viejo mundo— subordinados, si no inferiores. Si su padre hubiera trabajado para la
Metropolitan Life, él sí que habría podido aspirar al puesto de supervisor de
sucursales, o incluso soñar con sustituir algún día al presidente, mientras el
mío consideraba necesario arriesgar nuestrofuturo en una aventura comercial —y
tuvo la mala suerte de quedarse al borde de la ruina—, porque la mayor
institución financiera del mundo, la luz de cuya probidad nunca fallaba,
consideraba a los de su religión más calificados para desempeñarse en los
niveles más bajos del organigrama corporativo. Y, sin embargo, el hecho era que
el padre de Josie — Smoky Jensen: guapo, ex deportista universitario— nunca había sido capaz de conservar un
puesto de trabajo ni de renunciar a la botella, y acabó cumpliendo condena por
robo en una cárcel de Florida, mientras mi padre, a cuya falta de formación se
añadía el inconveniente de su origen judío, había alcanzado, por obra y gracia
de su fuerza de esclavo y de su indestructible ambición, los escalones de mando
de la Metropolitan Life, con un rango poco
significativo en el conjunto del esquema jerárquico de la compañía, pero que
representaba un verdadero triunfo del individuo sobre la parcialidad
institucional. Fue en gran medida el historial de Smoky Jensen como padre,
trabajador, marido y ciudadano lo que dejó a Josie sin el apoyo del orgullo
familiar y despojada de todo vínculo afectivo con el lugar en que se había
criado. Quedó al garete, no sólo
rencorosamente enajenada de su educación en Michigan, sino cruel y ambiguamente
amputada de sus muy duras y muy acuciantes tareas de esposa y madre; por las
deudas, así como por el hecho de que su semestre y medio en la universidad no
la calificara para casi ningún puesto de trabajo que le sirviera para pagar
algo, desde el momento final de su matrimonio venía preguntándose qué sería de ella y de los suyos. Profundamente
anclados en esta encarnación pictórica del arraigo norteamericano estaban su
odio del propio pasado y su miedo al futuro.
Nuestros datos familiares, tan
contrapuestos, no concordaban con la vieja mitología racial, pero sí con las
simplificaciones sobre los recursos internos de los judíos y los vicios
corruptores de los goyim que se habían ido colando en mi sentido de las subdivisiones
humanas, a partir de las creencias de mis abuelos, los que hablaban yiddish.
Formados en la experiencia que sus antepasados y ellos mismos habían tenido de
la violencia, la embriaguez y la barbarie moral, entre campesinos polacos y rusos,
a estos cándidos inmigrantes no les habría parecido tan culturalmente
esclarecedor como a su muy cultivado nieto norteamericano que un sólido espécimen femenino de
muy terrenal extracción gentil pudiera resultar dañado hasta el fondo del
corazón por el ejercicio irresponsable de la paternidad, en lo cual se incluía
no sólo el alcoholismo y unos cuantos delitos menores, sino también, como
acabaría alegando, un intento de seducción infantil a medias consumado. A
ellos, todo eso les habría parecido previsible. Tampoco los habría engatusado, antropológicamente
hablando, saber que el niño y la niña de aquella mujer divorciada ya estaban
padeciendo un sino infantil no menos duro que el de su madre. Su convencimiento
de que todos los gentiles eran unos salvajes no habría hecho sino consolidarse
si hubieran sabido que el marido gentil (que, según el dudoso testimonio de
Josie, había recurrido a la
«intimidación» para obligarla a
concebir por segunda vez, igual que la había dejado preñada —a ella, una joven
que iniciaba entonces sus estudios universitarios—, «sin sentido alguno de la
responsabilidad», para concebir el primer hijo) le había «robado» los gentiles
hijos a su no menos gentil madre y los había entregado para que los educasen
otras personas, a casi dos mil kilómetros de su maternal afecto, en Phoenix,
Arizona. Por mucho que Josie
hubiera insistido en su victimización por parte de un shagitz como otro cualquiera, mis abuelos
seguramente habrían llegado a la conclusión de que aquella mujer, habiéndose
descubierto emocionalmente incapaz de ser madre de nadie, había permitido
conscientemente que los dos niños se alejaran de ella. A ojos de mis abuelos,
Josie no habría sido ni más ni menos que la legendaria bruja shiksa del viejo continente; una mujer cuya
bestial herencia la tenía condenada a destruir todas las virtudes gentiles que
los desamparados judíos apreciaban.
Delirante por dentro e
impasiblemente rubia por fuera, Josie les habría parecido a mis abuelos no ya
la encarnación de un prototipo norteamericano, sino su peor pesadilla. Y precisamente por eso, su nieto norteamericano
se negaba a dejarse intimidar y
—como un pobre principiante frente a los terrores de un mundo desvanecido—
reaccionar con sentido común y salir por piernas para salvar la vida. A mí, por
el contrario, me excitaba esa oportunidad de distinguir de primera mano entre
las realidades norteamericanas y la leyenda shtetl, superando la repugnancia instintiva de
mi clan para demostrar así que me hallaba muy por encima de las supersticiones
folclóricas que a los espíritus superiores e ilustrados, como yo, no nos hacían
ninguna falta en los heterogéneos Estados Unidos. Y demostrar que también
estaba por encima de los miedos judíos, domesticando a la mujer más temible con
quien un chaval de mis antecedentes podía tener la desgracia de tropezar en el
campo de batalla erótico. Lo que podía significar una peligrosa amenaza para alguien con mentalidad de
gueto, para mí —con mi máster de inglés y mi terno nuevo— era como si poseyese
todos los elementos de una vigorizante aventura amorosa norteamericana. A fin
de cuentas, desde los miedos de la Galitzia judía no cabía llegar mucho más
allá de los alrededores del Hyde Park de Chicago, tan intelectualmente
experimentales, tan seguramente académicos.
Durante el día, Josie era secretaria de la
División de Ciencias Sociales, un trabajo que le gustaba y que la había puesto
en contacto con visitantes muy distinguidos, como Max Horkheimer, sociólogo de
Frankfurt, que gustó de su compañía y a veces la llevaba a comer o a tomar una
copa en el bar de profesores, o como Ruth Denney, mujer de éxito, ayudante del decano de la división, que sólo le
llevaba unos diez años a Josie y
cuyos logros profesionales ésta admiraba más allá de toda medida, aun siendo consciente,
no sin amargura, de que estaba a demasiada distancia de ella como para abrigar
la esperanza de poder emularla alguna vez. El trabajo la había ayudado
enormemente a reajustarse a su nueva vida, tras el frenético período en que
estuvo a punto de derrumbarse por completo, tras la pérdida de sus hijos. Cuando nos conocimos, para
en seguida hacernos amantes, Josie estaba emprendiendo el período más
esperanzador de su vida desde el frustrado curso universitario de Chicago,
hacía ya diez años, cuando creyó haber escapado de Port Safehold, Michigan, y
de todo lo que allí había y amenazaba con destruirla.
A raíz de mi regreso a Chicago
me había instalado en una residencia de la academia de teología y luego en un pequeño
apartamento —una habitación con cocina— a unas cuantas bocacalles de la
universidad. Los días laborables permanecía ausente de ocho y media a once y
media, dando clase de Composición, y un par de tardes a la semana asistía a los
cursillos de doctorado del departamento de Lengua Inglesa. Las demás tardes me
acomodaba como podía ante la mesa de la cocina, donde había más luz que en ningún otro sitio
del diminuto piso, y escribía relatos en mi Olivetti portátil. Al llegar la
noche me acercaba al apartamento de Josie, que era de buen tamaño, con todas
las habitaciones en una sola fila, y estaba cerca de las vías del tren,
llevando conmigo un manojo de ejercicios de mis alumnos, que corregía y
calificaba en el salón, después de cenar juntos, mientras ella retiraba las varias capas de pintura
para dejar al descubierto la madera de pino de que estaba hecha la repisa de la
chimenea. Yo pensaba que hacía falta mucho valor, tras un día entero de trabajo
en la oficina, para ponerse a cambiar el linóleo de la cocina y arrancar el
papel de las paredes del cuarto de baño, y admiraba el espíritu emprendedor de
que daba muestras para poder pagar el alquiler del piso —grande por necesidad, según
decía, para que los chicos pudieran pasar con ella las vacaciones de su colegio
de Arizona—, alquilando una habitación del fondo a un atolondrado hippie
prematuro, rebotado de la Universidad de Chicago, que, por desgracia, no
siempre tenía dinero para pagar el alquiler. Para mí, este apartamento, y las
ambiciones que Josie abrigaba al respecto, la situaban en pleno corazón bohemio de Hyde Park, un
estilo de vida que se me antojaba muy agradable, por el modo en que combinaba
las tendencias inconscientes del barrio y su existencia levemente desordenada
con la normal inclinación burguesa a tener una casa bien puesta donde poder
sentarse cómodamente a escuchar música o leer un libro o beber vino barato con los amigos. En aquellos
años, nadie que nosotros conociéramos
quería tener un televisor, pero, eso sí, la mitad de las personas con quienes
yo iba tropezando tocaban la flauta dulce.
Nuestras veladas en el
apartamento de Josie me indicaban que las aspiraciones que me habían sacado de
Newark para llevarme a Bucknell, a los dieciocho años, habían hallado triunfal
cumplimiento a los veintitrés (a pesar del hecho de que seguía siendo un
estudiante y llevaba siéndolo
desde los cinco años, con excepción de los doce meses de servicio militar): por
fin me había hecho un hombre. Quizá fuera por eso por lo que me salí del
programa de doctorado, transcurrido poco más de un trimestre, quizá fuera por
eso por lo que estar en un aula contestando preguntas y luego volverme a casa a
preparar más exámenes se me hizo, de pronto, insoportable; lo cual no sólo tuvo que ver con el hecho
de haber tomado la decisión (sobre todo por el relato que me había seleccionado
Martha Folder) de dedicar a la narrativa todo mi futuro a largo plazo, sino
también con la noción de haber alcanzado la mayoría de edad, que siempre
constituyó la meta final de mis estudios. A los veintitrés años era
independiente de mi familia, aunque seguía llamando por teléfono a casa un par de veces al mes,
escribía de vez en cuando y me hacía el viaje al este en Navidades, para
verlos; estaba afianzado en una posición docente deseable, aunque tediosa, en
una universidad de prestigio, en un barrio donde proliferaban las librerías de
segunda mano y había una gran abundancia de tipos intelectuales y originales;
y, por encima de cualquier otra consideración, estaba viviendo mi primera relación amorosa
semidomesticada, sin tener cerca a los padres de nadie —aunque su presencia
espectral fuera gigantesca—, una relación amorosa con una mujer que aún
dependía de sí misma más que yo. Los cuatro años que me llevaba no hacían sino
demostrar mi madurez, suponiendo que tal cosa hubiera hecho falta: nuestros
antecedentes, en apariencia incomparables, daban fe de mi libertad ante la presión de las convenciones y
mi completa emancipación de los límites restrictivos que protegían mi vida
preadulta. No sólo era un hombre, era también un hombre libre.
Creía yo entonces que para
ejercer al máximo mi libertad no podía haber encontrado una palestra
intelectual más vivificante que la Universidad de Chicago. Tras mi licencia del
ejército, en agosto, lo primero que hice fui
subirme a Nueva York a buscar trabajo. Charlotte Maurer me ayudó a conseguir
una entrevista con alguien del New Yorker, y por influencia
del novelista Charles Jackson, redactor de textos de la agencia publicitaria J.
Walter Thompson, donde mi hermano
era director de arte en aquel momento, conseguí ver a Roger Straus, que
entonces era editor de Jackson y que veinte años más tarde lo sería mío. Unos días después de las entrevistas,
me llenó de orgullo encontrarme con dos ofertas de trabajo: de Farrar, Straus y
Cudahy, como corrector de estilo; y del New Yorker, como verificador.
Antes de que pudiera elegir, me llegó inesperadamente un telegrama de Napier
Wilt, antiguo profesor mío, decano de estudios humanísticos de la Universidad
de Chicago: en el último segundo había quedado vacante un puesto de profesor ayudante de
Composición I, y Wilt me preguntaba si me interesaría ocuparlo, incorporándome
así al claustro de profesores, a partir del próximo mes de septiembre.
La enseñanza universitaria no
sólo me parecía un trabajo interesante y válido, sino también, de los tres —eso
estaba muy claro—, el que más tiempo libre me dejaría para escribir: suponiendo
que tuviera tres grupos de
alumnos, a cinco horas semanales, aún me quedaría media jornada para mí solo
todos los días, sin contar las vacaciones trimestrales, las periódicas y las de
verano. Tantísimo tiempo libre me resultaba especialmente atractivo tras mis
claustrofóbicos meses en el ejército. Superado el período de instrucción básica
en Fort Dix, me destinaron a Washington, donde pasé a prestar servicios de redacción de comunicados en la oficina
de prensa del Hospital Militar Walter Reed. (A consecuencia de una herida en la
espalda que recibí en Dix, al final acabé de paciente del hospital y, tras dos
meses en cama, me licenciaron por motivos de salud.) Trabajar en la oficina de
prensa durante más de medio año fue mi primer contacto con el aburrimiento que
suponen los horarios de nueve de la mañana a cinco
de la tarde: el trabajo no era especialmente duro, pero, con todo y con ello,
los días en que me tiraba ocho horas encerrado, aporreando la máquina de
escribir sin apenas parar mientes en lo que hacía, me resultaban verdaderamente
enloquecedores. De manera que, recién liberado del enclaustramiento militar, me
aferré a este ascenso de estudiante a profesor, con regreso a Chicago incluido,
para ponerme de nuevo a hablar de
libros y teorizar a gusto sobre la literatura y, lo que es más, vivir
prácticamente gratis (eso venía a ser mi sueldo, en realidad), sin necesidad de
sentirme un miserable, algo que podía hacerse, en aquella época, en la
universidad. En 1956, a los veintitrés años, la Universidad de Chicago se me
antojaba el mejor sitio de Estados Unidos para disfrutar al máximo de la libertad personal, para mantenerse
en contacto con lo más vivo de la intelectualidad, situándose,
si no necesariamente en una postura de oposición rebelde, sí al menos a
vivificante distancia de nuestra próspera sociedad, con su obsesiva tendencia a
consumir productos y ver la televisión.
[…]
Philip Roth. Los hechos. Debolsillo (Sudamericana), Buenos Aires, 2009. 256 páginas
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