Las altas torres que se erigen por encima de las ciudades o barrios en los alrededores, vigías anacrónicos de un mundo que, de todos modos, parece que no tiene nada más que ocultar. Son el último toque de una sobreexposición, sin duda inevitable, del espacio social. La mirada se convirtió en el sentido hegemónico de la modernidad.
La mirada es,
hoy, la figura hegemónica de la vida social urbana. Simmel ya lo había
presentido, a comienzos de siglo, cuando señaló que «si se comparan las
relaciones entre los hombres de las grandes ciudades con los de las pequeñas,
aquéllas se caracterizan por una marcada preponderancia de la actividad de la
vista por sobre la de la audición. Y no sólo porque en las ciudades pequeñas
los encuentros que se producen en la calle son, casi siempre, con personas
conocidas con las que se intercambia una palabra, y cuyo aspecto reproduce toda
la personalidad —no solamente la personalidad aparente— sino, ante todo, a
causa de los medios de transporte público…».
La mutación de la condición de los sentidos y la
gradual autonomía de la vista no escaparon, tampoco, a un agudo analista de la
ciudad como W. Benjamin. En sus reflexiones sobre la fotografía comprueba, a su
vez, que:
perfeccionar y
hacer más aguda la aprehensión de las fisonomías se convierte en una necesidad
vital. Vengamos de la derecha o de la izquierda, tendremos que acostumbrarnos a
que nos miren, vengamos de donde vengamos. Y, por nuestra parte, miraremos a
los otros.
Cum grano salis, esta comprobación sigue
siendo pertinente. En la esencia de la ciudad figura el hecho de que los que
pasan se miren (con diferentes proxemias de acuerdo con el lugar). Pero la vida
social occidental lleva esta lógica, actualmente, demasiado lejos, a través de
los imperativos de la arquitectura que privilegian la visibilidad: largos
pasillos en perspectiva, pisos separados que caen en una explanada, halls
desnudos, cerramientos opacos reemplazados por vidrio, torres, etc.; o planes
de circulación peatonal y vehicular, creciente urbanización, acondicionamiento
de los bosques, de las orillas de los ríos, de los lagos, del litoral, de las
montañas, tala de bosques, etcétera. Puesta al día y explotación sistemática de
todos los datos «turísticos» potenciales; o, inclusive, el uso cada vez más
común de los largavistas en las playas o de la televisión en el espacio
doméstico, el desarrollo de las técnicas de espionaje por satélite, etcétera.
Las altas torres que se erigen por encima de las ciudades o barrios en los
alrededores, vigías anacrónicos de un mundo que, de todos modos, parece que no
tiene nada más que ocultar. Son el último toque de una sobreexposición, sin
duda inevitable, del espacio social. La mirada se convirtió en el sentido
hegemónico de la modernidad. La proliferación de cámaras de video en los
negocios, las estaciones de tren, los aeropuertos, los bancos, el subterráneo,
las fábricas, las oficinas, ciertas calles o avenidas, etc., muestra una
derivación de la mirada hacia una función de vigilancia, de la que nadie ni
nada escapan.
Otros rasgos, vinculados con la obligación de
regular la circulación de los peatones y de los automóviles, contribuyen a
amplificar la importancia de la mirada. Las indicaciones escritas o icónicas se
multiplican, proliferan hasta llegar a la confusión. La vigilancia se vuelve
necesaria para que la existencia no peligre en este laberinto de signos.
Cada vez más, observamos al mundo a través de
pantallas, no sólo las de los aparatos audiovisuales conocidos (televisión,
video, pantallas de computadoras, etc.). También el parabrisas del auto o la
ventanilla del tren nos ofrecen un desfile de imágenes carentes de realidad,
cercanas a las precedentes, los edificios altos, los grandes barrios, las
torres, etc., nos ofrecen una vista hacia el exterior que no deja de estar
subordinada a la mirada escénica. «La torre de cuatrocientos veinte pisos que
sirve de proa a Manhattan —escribe Michel de Certeau— sigue construyendo la ficción
que crea lectores, que hace visible la complejidad de la ciudad y fija, como en
un texto transparente, su opaca movilidad. La inmensa texturología que tenemos
bajo nuestros ojos ¿es otra cosa que una representación?».
No es necesario ir a New York para experimentar
esta sensación. En cuanto la mirada se aleja lo suficiente del suelo y supera
el techo de las casas, para dominar el espacio, el individuo siente la
extrañeza de su posición, y percibe su presencia en el mundo dentro de una
especie de simulacro.
En algunos barrios este sentimiento crece a causa
del vacío que rodea a los edificios colocados, como si fuesen cubos, es un
espacio aséptico. Finalmente, los barrios, inclusive las ciudades,
racionalmente concebidos, en donde todo es funcional, parecen rechazar al
hombre y a su experiencia personal. Es agradable mirar la maqueta de Brasilia,
con su forma de águila y sus bloques regulares, geométricos. Vista desde un
avión es fascinante. Pero para el hombre de la calle, es algo que de algún modo
expulsa, himno a la mirada abstracta (geométrica), es hostil a los otros sentidos
y al deambular de los que caminan. Es una ciudad a la que se va a hacer algo,
pero que no se recorre. Es muy conocida la humorada de ese
cosmonauta soviético que estaba de visita en Brasilia y que declaró a sus
huéspedes que no había pensado en llegar tan rápido a Marte.
Más allá del ruido y de los olores desagradables,
la experiencia sensorial del hombre de la ciudad se reduce, esencialmente, a lo
visual. La mirada, sentido de la distancia, de la representación, incluso de la
vigilancia, es el vector esencial de la apropiación que el hombre realiza de su
medio ambiente. Podríamos, sin ninguna duda, analizar como una respuesta a la
funcionalización de la mirada en las ciudades modernas, ciertas prácticas que
aparecieron en los Estados Unidos en los años sesenta: los graffitis y, sobre
todo, el arte mural. Una tentativa por devolverle sentido, por encontrar una
frescura de la mirada en el lío de colores y en el estilo del grafismo. Los
primeros graffittis aparecieron en 1961 en los barrios más pobres de New York.
Primero estaban destinados a indicar las coordenadas de los traficantes de
drogas, pero esta práctica cambia de a poco y se transforma en una afirmación
colectiva de identidad. El subterráneo vive, así, una llamativa transformación.
Signos multicolores devoran los muros, se responden mutuamente de un edificio a
otro. Asimismo, el arte mural introduce motivos y colores en el espacio
demasiado funcional de las ciudades. Por supuesto que se sigue apelando a la
mirada, pero el régimen ya no es el mismo. Un cambio lúdicro la acerca a un
cuerpo más completo que rechaza el tejido urbano. El gesto, colectivo o
individual, que se apropia de las franjas de espacio para imponer una impronta,
marca una forma de resistencia a la estructura de la ciudad y a las condiciones
de vida impuestas por su organización. En esto encontramos un deseo de
restituir a la mirada el lugar de la exploración, del descubrimiento, de la
sorpresa. Durante un instante la mirada se sustrae a la fascinación, se sumerge
en el juego de los sentidos. Al cuerpo se le otorga una prórroga. El usuario de
la ciudad dispone, nuevamente, de cierto espesor del mundo.
El triunfo de la arquitectura y del urbanismo
racionalista que es la afirmación de una sumisión de la ciudad a la circulación
de los vehículos, nunca fue bueno para la experiencia corporal del hombre. «El
trazado orgánico de los viejos barrios» (C. Petonnet) que inducía al paseo,
estimulaba la sensorialidad, la convivencia, multiplicaba los espacios de
encuentro, las sorpresas, se desdibuja cada vez más.
Las calles peatonales constituyen un intento por devolverle al
hombre de la ciudad una latitud sensorial y vehicular más amplia, un intento
por restaurar en los centros de las ciudades una dinámica corporal que el flujo
de automóviles y la exigüidad frecuente de las veredas permiten cada vez
menos. Si el hombre de la ciudad quiere vivir una intimidad mayor con su
cuerpo, además de los campos deportivos, los gimnasios, etc., encuentra en el
campo la posibilidad de pasear sin rumbo fijo y desplegar diferenciadamente los
sentidos, establecer una relación física con los lugares que recorre.
La ciudad dejó de ser un espacio de callejeo para convertirse en
una trama de trayectos que es necesario llevar a cabo en «la dirección de
circulación obligatoria» (P. Virilio). Una de las primeras cosas que le llaman
la atención al inmigrante (o al viajero que vuelve de Africa o de Asia, por
ejemplo) es lo rápido que caminan los peatones en las ciudades. Un joven
inmigrante senegalés recuerda de este modo su primer viaje en subterráneo: «Eh,
tranquilo, se apuran como locos.» Mi amigo me explicó: «Es así acá. Todo el
mundo se apura.» Era por la tarde, cerca de las cinco. Era la hora en la que
todos volvían del trabajo. Dije: «Pero hay gente que me atropella. Me golpean.»
Me contestó que no, que atropellaban porque estaban apurados… Pregunté: «Pero
¿qué es esto? ¿La guerra?» Mi amigo me dijo: «No, no es la guerra, es la gente
que se apura para llegar a la casa.»
Para el hombre apurado lo único que importa es la mirada, su
propio cuerpo constituye un obstáculo para avanzar. Las sociedades occidentales
reemplazaron la rareza de los bienes de consumo por la rareza del tiempo. Es el
mundo del hombre apurado.
Del libro Antropología
del cuerpo y modernidad (1990)
DAVID LE BRETON.
Nació el 26 de octubre de 1953. Sociólogo y antropólogo, es profesor en la
Universidad Marc-Bloch de Estrasburgo. También es investigador y miembro del
laboratorio «Culturas y sociedades en Europa» (URA-CNRS). Le Breton es uno de los autores franceses contemporáneos
más destacados en estudios antropológicos y el cuerpo ocupa un lugar primordial
en su línea de investigación. «Siento, luego soy». Así sintetiza —parafraseando
a Descartes— su antropología: estudiar al Hombre a través de parámetros
sensoriales. Es autor de Corps et sociétés, Anthropologie
du corps et modernité, Passions du risque y Les passions ordinaires: Anthropologie des
émotions, entre otras. Algunos de sus trabajos traducidos al
español son Antropología del cuerpo y modernidad y El sabor del mundo.
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