CUENTO La muerte del falsificador | Gerardo Ugalde


Hace tiempo escuché la historia de un hombre con la capacidad para reproducir con exactitud las estructuras gramaticales de cualquier autor que haya existido. Su nombre carece de importancia comparándolo con la asombra habilidad ya mencionada. Según la leyenda, éste, al darse cuenta de que los escritos poseían ciertas afinidades con los autores que en turno leía, ingenia un plan para aprovechar el talento que emanaba a raudales. Tomó pluma y papel, automáticamente su mano parecía pensar las palabras que alguien, menos él, diría. Desafortunadamente ninguna de los textos que escribió bajo el influjo de las voces sobrevivió para transcribirlas en el artículo. Los que dicen haberlos leído, juran, que la fidelidad de las plumas de Homero, Cervantes, Milton, Poe, Darío y Borges, entre otros renombrados y desconocidos autores se encontraban en los escritos.
         Haciendo uso de la razón pensó en publicar; contaba ya con quince libros de doscientas páginas cada uno; un aproximado de quince cuentos, doce ensayos, una novela y, cuarenta y ocho poemas.
Al mostrárselos a varios editores, todos ellos opinaban, que lo que él había realizado no era innovador; aceptando de antemano la calidad en el estilo. Con más tristeza que odio, arrancó cada hoja de esos quince libros, para después realizar una enorme hoguera. Quemando sus demonios el hombre se adentró al fuego. Observó el paso de las llamas sobre las palabras, maravillado por lo que contemplaba: el papel se consumía lentamente, ardiendo, pero no desintegrándose. La tinta de las letras resplandecía sobresaliendo del fuego, adquiriendo un nuevo significado,

         La fogata permaneció encendida toda la noche.

         Tres semanas pasaron sin acercarse a un libro y sin volver a escribir. Pensaba, y a la vez, las palabras que se entretejían recordaban el sonido antes percibido. La capacidad para escribir igual a otras personas no era únicamente característica de su mano, sino de su mente, y también, de su lengua.
         Al leer la biblioteca del universo, la inconsciencia quedó marcada de por vida. Que no haya podido vivir de la literatura que surgía de él, es inexplicable de manera clara y concisa. Mi teoría es que hay un número limitado de estilos, y sólo se puede poseer uno. Lo que para el lector de esta historia pareció al principio un milagro, concluyó para el protagonista en una tragedia. Es la desesperación la mejor respuesta a cualquier pregunta formulada en el caso. Viajando alrededor del mundo con un baúl, el hombre llevaba los textos “perdidos” de Arreola, Ambrose Bierce, Rimbaud y mucho otros literatos que jamás finalizaron su obra. Alemán, francés, chino, bengalí; el que fuera, el hombre poseía importantes papeles codiciados por demasiadas personas.
         De la noche a la mañana, la fama y la fortuna arroparon al escritor. Su habilidad de mimetizar su expresión, re-utilizando el lenguaje de los grandes, lo llevó a la gloria.
         Mas yo había mencionado que la tragedia es el tema de su muerte. Diez años más tarde, cuando las masas gozaban de nuevas antologías, un filólogo mexicano encontró pequeños defectos que no cuadraban. Comparando el estilo era el mismo, pero el contenido no. Continuó estudiando una y otra vez hasta la ceguera, diseccionando cada término, símbolo, puntuación, tiempo y musicalidad. Después de un trabajo de tres años, el hallazgo era la recompensa justa. Los textos no correspondían a los autores que se suponía. Presentó su tesis y defendiéndola de manera magistral. Los estudiosos de la literatura reaccionaron de manera ambivalente; les llevó un año de revisión exhaustiva hasta comprender la teoría del filólogo. Tenía razón, los textos eran un fraude. La noticia se dispersó por los círculos académicos. Maestros y alumnos arrancaban las apócrifas páginas. En acto de venganza rodearon la casa del hombre que los había engañado; lanzaron las hojas a su patio; formando un gran anillo montañoso, circundando su casa.
         El falsificador observaba con miedo la muchedumbre. Objetos como piedras, ladrillos y palos rompieron las ventanas. El filólogo también se encontraba presente, en la mano llevaba un original de Virgilio. Sacó del bolsillo de su levita un encendedor y lo acercó al libro, después lo arrojó a la montaña de mentiras.
         Todo esto lo soportaba el hombre de manera filosófica. Subió a su estudio y sentándose detrás de su escritorio escribió con verdadero estilo:

Plata que cortas el firmamento
durante mi perpetuo sufrimiento,
permíteme observar tu desaparición
por más tiempo.

GERARDO UGALDE (Zapopan, Jalisco, 1989).

Ilustración | Nick Gentry

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