¿Qué
es el mundo interior del hombre si no un baile consigo mismo? Una
danza que fluye sin mayor problema, ya que cada persona decide el
ritmo, el contenido, el grado de protagonismo de cada personaje
(cuando llega a haber un otro, usualmente servirá solo como
proyección de uno mismo o como facilitador del monólogo) y demás
detalles de su discurrir interno. Los ojos del observador externo
novato confunden al específico con papel tapiz, con un autómata que
solo está suspendido o solo piensa en sencilleces. Más aún cuando
él mismo está maquinando, en su propio baile personal ¡Alá sabe
qué cosas!
Dicho
esto, no debería sorprendernos que el acto de conversar esté lleno
de malentendidos que a veces alejan a personas que no tienen mayor
conflicto que la disparidad musical. ¿Por qué nos atrevemos a darle
la espalda a individuos por una supuesta falta de “química”,
cuando la sintonización entre personas es un asunto de perseverancia
y de comprensión del ayer y el mañana del otro?
Jean
Piaget decía que el lenguaje de los niños es egocéntrico, que está
estructurado en monólogos y no tiene mucha consideración con los
demás, tanto por carecer de bondades comunicacionales como por no
dejar lugar para que el escucha se convierta en emisor. O Piaget fue
demasiado optimista al vaticinar que con la adultez el lenguaje
humano puede convertirse en terreno de entendimiento o que
actualmente pocos llegan a esa adultez pese a coleccionar cada vez
más trazos en su rostro.
No
es el objetivo de este escrito determinar si actualmente somos más
egoístas y/o nos volcamos más hacia el interior que hacia el
exterior, no obstante, la empedrada transición de la danza mental
individual, de mando único, a la coreografía conversacional de
dirección compartida, puede, al menos en parte, explicar tanto la
popular interpretación de la falta de “química” como los a
veces disfrutables y muchas veces aborrecibles monólogos ajenos. Lo
que está detrás de estos fenómenos cotidianos es la banalización
del diálogo. El diálogo es un atrevimiento a retar el reinado del
silencio animal, es un acto de valor en la misma medida en que lo es
compartir piezas musicales, cuadros u otras consolidaciones de la
psique. Infinitas veces hemos retado al silencio e infinitas veces
hemos perdido, tal vez por eso ahora el diálogo es más una
pseudo-obligación cotidiana y menos el instrumento que sostuvo,
sostiene y sostendrá a la especie humana. Por eso, cuando el juego
de pausas, prolongaciones y tonos de cierta persona no va con
nuestros gustos particulares, en vez de ver un genuino intento de
supervivencia, la etérea cortina de la rutina nos hace ver una
nimiedad sin mayor alcance que podemos desechar, excusándonos, de
paso, en un toquecito de ciencia dura.
En
suma, tal vez la próxima vez que un bailarín desconocido se atreva
a externar su cabrioleadas cognitivas, en vez de apartar la vista
desdeñosamente, uno aplaudirá al ritmo de la música.
LORENZO
SHELLEY.
Nació en el Ciudad de México, creció en sus alrededores. Es
estudiante de tiempo completo en la Facultad de Psicología, Ciudad
Universitaria, UNAM. Cursa la licenciatura en las áreas de
Psicobiología y Neurociencias y Procesos Psicosociales y Culturales.
También se considera apasionado de la filosofía, la vida cotidiana,
el amor, la literatura y los videojuegos, además de ser aficionado
del cine, la televisión, la música (como escucha o como pésimo
pianista) y el anime. Ocasional merodeador de museos. Ferviente
creyente de que el aprendizaje puede surgir de diversas fuentes.
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