OPINIÓN Danzihablar | Lorenzo Shelley


¿Qué es el mundo interior del hombre si no un baile consigo mismo? Una danza que fluye sin mayor problema, ya que cada persona decide el ritmo, el contenido, el grado de protagonismo de cada personaje (cuando llega a haber un otro, usualmente servirá solo como proyección de uno mismo o como facilitador del monólogo) y demás detalles de su discurrir interno. Los ojos del observador externo novato confunden al específico con papel tapiz, con un autómata que solo está suspendido o solo piensa en sencilleces. Más aún cuando él mismo está maquinando, en su propio baile personal ¡Alá sabe qué cosas!
        Dicho esto, no debería sorprendernos que el acto de conversar esté lleno de malentendidos que a veces alejan a personas que no tienen mayor conflicto que la disparidad musical. ¿Por qué nos atrevemos a darle la espalda a individuos por una supuesta falta de “química”, cuando la sintonización entre personas es un asunto de perseverancia y de comprensión del ayer y el mañana del otro?
        Jean Piaget decía que el lenguaje de los niños es egocéntrico, que está estructurado en monólogos y no tiene mucha consideración con los demás, tanto por carecer de bondades comunicacionales como por no dejar lugar para que el escucha se convierta en emisor. O Piaget fue demasiado optimista al vaticinar que con la adultez el lenguaje humano puede convertirse en terreno de entendimiento o que actualmente pocos llegan a esa adultez pese a coleccionar cada vez más trazos en su rostro.
        No es el objetivo de este escrito determinar si actualmente somos más egoístas y/o nos volcamos más hacia el interior que hacia el exterior, no obstante, la empedrada transición de la danza mental individual, de mando único, a la coreografía conversacional de dirección compartida, puede, al menos en parte, explicar tanto la popular interpretación de la falta de “química” como los a veces disfrutables y muchas veces aborrecibles monólogos ajenos. Lo que está detrás de estos fenómenos cotidianos es la banalización del diálogo. El diálogo es un atrevimiento a retar el reinado del silencio animal, es un acto de valor en la misma medida en que lo es compartir piezas musicales, cuadros u otras consolidaciones de la psique. Infinitas veces hemos retado al silencio e infinitas veces hemos perdido, tal vez por eso ahora el diálogo es más una pseudo-obligación cotidiana y menos el instrumento que sostuvo, sostiene y sostendrá a la especie humana. Por eso, cuando el juego de pausas, prolongaciones y tonos de cierta persona no va con nuestros gustos particulares, en vez de ver un genuino intento de supervivencia, la etérea cortina de la rutina nos hace ver una nimiedad sin mayor alcance que podemos desechar, excusándonos, de paso, en un toquecito de ciencia dura.
        En suma, tal vez la próxima vez que un bailarín desconocido se atreva a externar su cabrioleadas cognitivas, en vez de apartar la vista desdeñosamente, uno aplaudirá al ritmo de la música.


LORENZO SHELLEY. Nació en el Ciudad de México, creció en sus alrededores. Es estudiante de tiempo completo en la Facultad de Psicología, Ciudad Universitaria, UNAM. Cursa la licenciatura en las áreas de Psicobiología y Neurociencias y Procesos Psicosociales y Culturales. También se considera apasionado de la filosofía, la vida cotidiana, el amor, la literatura y los videojuegos, además de ser aficionado del cine, la televisión, la música (como escucha o como pésimo pianista) y el anime. Ocasional merodeador de museos. Ferviente creyente de que el aprendizaje puede surgir de diversas fuentes.

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