«Mirá
que esta noche es el partido», me dijo él. Hizo bien porque uno, a los cinco
años, no tiene una conciencia cabal de la periodización del tiempo. Como mucho
distingue el sábado y el domingo, porque esos días no hay que ir al jardín, y
papá se queda en casa a jugar con uno. Pero con los otros días y las otras
noches, la cosa se complica. Por eso sin la advertencia de papá, hecha con el
beso de recién llegado del atardecer, yo habría pasado por alto la infinita
importancia de esa noche.
Los
preparativos fueron los de siempre. Mientras él encendía el Stromberg-Carlson
con suficiente antelación para darle tiempo a las válvulas, yo le pedí a mamá
la ropa apropiada para el evento. Primero se negó a lo del pantaloncito corto,
aduciendo que era invierno y que hacía mucho frío. Yo argüí hasta el cansancio
que los jugadores juegan con pantalones cortos, y al aire libre. Una salomónica
intervención de papá desempantanó por fin el pleito: con pantalón corto, pero
sentado cerca de la estufa de kerosene del comedor. Después me puse la camiseta
roja con el cuellito blanco, con el once de cuero cosido en la espalda,
igualito que Daniel Bertoni. Papá, mientras tanto, iba trayendo la colección de
trapos rojos que colgábamos a modo de banderas. Había pañuelos, una frazada, un
pulóver, un par de camisas chillonas. La lámpara de pie, el timón de barco que
adornaba la pared, varias de las sillas, todos terminaron ocultos en nuestro
rito ornamental y futbolero. Cuando llegué, rigurosamente ataviado con los
colores reglamentarios, me llené los ojos de banderas rojas. Lo único que nos
faltaba era el viento para que flamearan, como en la cancha.
Papá
se negaba, pese a mis acaloradas argumentaciones, a vestir también el atuendo
correspondiente. Nada de camiseta. Y mucho menos de pantalones cortos. A mí me
parecía un desperdicio, con tanto trapo rojo disponible y tan a mano. Pero él
prefería verlo con su bata de siempre, calzado con sus chinelas ruidosas, con
el paquete de Kent y el cenicero, pobrecito, para fumarse los nervios uno por
uno.
Mientras
daban las últimas propagandas, y antes del aviso de «minuto cero del primer
tiempo, es tiempo para una ginebra Bols» (o cosa por el estilo) que marcaba la
hora señalada, papá se sintió en la obligación de preservarme de desilusiones
demasiado abruptas. Me miró como me miraba siempre que tenía algo importante
que decirme, con una mezcla de solemnidad y de ternura, con un bosquejo de
sonrisa iluminándole los ojos. «Mira, tipito —empezó, porque él me llamaba de
esa manera cuando teníamos que aclarar cosas importantes—, que la cosa viene
difícil.» Y volvió a enumerarme todas las dificultades que nos esperaban en esa
noche de invierno. Que ellos habían ganado en Brasil, que nos habían pegado un
peludo bárbaro, que no sólo teníamos que ganar, sino que debíamos hacerlo por
no se qué diferencia de gol. Pero para mí sus argumentos sonaban confusos.
¿Acaso él mismo no me había dicho que Independiente era el rey de copas, que la
copa, la copa se mira y no se toca, que los brasileños nos tenían un miedo
descomunal, y que en Avellaneda y de noche se morían de frío, y no podían ni
levantar las patas del pasto? Él trató de convencerme de que, pese a la
absoluta veracidad de lo dicho en otras ocasiones, esta noche las cosas iban a
ser muy difíciles y peliagudas.
De
todos modos, nos entonamos cantando un par de veces el «sí, sí señores, yo soy
del Rojo», y algún otro estribillo para ir matando el tiempo. Cuando finalmente
se acabaron las propagandas, papá encendió la radio Phillips, con su estuche de
cuero, que debía ser la primera portátil de Sudamérica (y la teníamos en casa).
Le bajó el volumen a la tele: ambos sabíamos que los relatores de radio son
mejores que los otros. Cada uno ocupó su sitio de siempre. El en la cabecera de
la mesa, y yo sobre el arcón de mirar la tele. Acercó la estufa de kerosene de
ese lado para cumplir lo pactado en cuanto a temperatura corporal con la madre
del win izquierdo de bolsillo.
Pero
la carne es débil. No importa cuánta preocupación ocupe nuestro pensamiento, ni
cuánta angustia agobie nuestro espíritu. Uno siempre termina teniendo hambre, o
teniendo sueño, y sucumbiendo a esas necesidades poco altruistas. Empecé a
cabecear apenas empezado ese partido inolvidable. Mamá me dijo varias veces que
me fuera a la cama. Pero yo seguía ahí, impertérrito, sentado en el arcón, con
las patas colgando y pateando en el aire como si estuviese en plena cancha en
los escasos momentos de lucidez que tenía en medio de mi mar de sueño.
Papá
esperó un rato y después me dijo que me fuera, que me quedara tranquilo. Yo
protesté que de ninguna manera, que teníamos que seguir ahí los dos, haciendo
fuerza con los canutos y las banderas. El me dijo con aire confiado que no
hacía falta, que igual sin mí íbamos a salir campeones, que me quedara
tranquilo, que los teníamos de hijos. Ante semejante desparramo de confianza le
hice caso y me dormí.
Texto tomado del libro Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000)
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EDUARDO SACHERI. Nació
en Buenos Aires en 1967. Profesor y licenciado en Historia, ejerce la docencia
universitaria y secundaria. Publicó los libros de relatos Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (2000), Te conozco, Mendizábal y otros cuentos
(2001), Lo raro empezó después. Cuentos
de fútbol y otros relatos (2004), Un viejo que se pone de pie y otros cuentos
(2007), y las novelas La pregunta de sus
ojos (2005; Alfaguara, 2009) y Aráoz
y la verdad (Alfaguara, 2008). Colabora en diarios y revistas nacionales e
internacionales. Su novela La pregunta de sus ojos fue llevada al cine por Juan
José Campanella, con el nombre El secreto
de sus ojos, film que se convirtió en una de las películas más exitosas de
la historia del cine argentino, fue distinguido con numerosos premios —entre
los que se destaca el Oscar a la mejor película extranjera (2010)— y cuyo guión
estuvo a cargo de Sacheri y Campanella. Aráoz y la verdad fue adaptada al
teatro por Gabriela Izcovich y protagonizada por Luis Brandoni y Diego Peretti.
Sus narraciones han sido publicadas en medios gráficos de la Argentina,
Colombia y España, e incluidas por el Ministerio de Educación de la Nación en
sus campañas de estímulo de la lectura. Su obra ha sido traducida a más de
veinte idiomas.
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