Fotografía tomada de Digger |
Vi por primera vez a Villoro sobre Balderas: vestía un
saco de pana café y cargaba una botella de vino tinto. Lo conocía de “oídas”:
era Villoro, era periodista (¿o era escritor?) y trabajaba como editor en “un
periódico muy importante”. El Villoro que caminaba por el centro de la ciudad
me parecía muy joven para ser profesor emérito de la Universidad Nacional.
Días después un amigo me señaló un libro:
“Son de Villoro… de Juan”. En esos días la única manera de entender todo mi
mundo era a través de la lectura, principalmente de los libros de algunos de
los “grandes” de la ficción narrativa latinoamericana: Adolfo Bioy Casares,
Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez, entre otros tantos. Mi amigo me lo
advirtió: “son crónicas”. Terminé la lectura del libro en una noche; me desvelé
leyendo un autor que advertía desde el inicio de su texto la enorme posibilidad
de narrar todo desde la perspectiva de un periodismo que privilegiaba el
sentido de la vista; supe quién era Juan Villoro.
En ese libro prestado, en Los once de la tribu,
me narraba un autor que daba testimonio de cómo un libro podía cambiarle la
vida a un adolescente, la trascendencia cultural de los locutores de
televisión; o describía, con enorme detalle, cómo eran, vistas de cerca, las
arrugas faciales del bajista de Los Rolling Stones.
En la crónica “La tempestad
superligera”, el periodista narraba lo que vio después de la pelea más
importante de Julio César Chávez , uno de los boxeadores más famosos de la
historia de ese deporte en México. La descripción del pugilista mexicano
indeciso, y con mano notablemente adolorida, me pareció fascinante. Villoro no
sólo describía lo que estaba sucediendo en una reunión después de la pelea:
tintinear de hielos chocando dentro de los vasos de jaibol, el murmullo de
voces alabando al mejor peleador “kilo por kilo del orbe”, mujeres, fama. El
periodista observaba y concluía: Julio César estaba a punto de perder por
nocaut una pelea mucho más importante abajo del ring: el boxeador buscaba
desesperadamente con la mirada y no encontraba a una persona entre cientos de
invitados. La tensión era máxima. Sólo el lector, el peleador y la mirada de
Villoro conocían eso.
En el prólogo de ese libro el cronista
subraya la importancia de ver de cerca el campo de batalla: no es lo mismo
escuchar “She’s a rainbow” desde casa, que escuchar a Los Stones desde
distancia “apiedrable”. Para Juan Villoro “salir al sol” significaba un lujo
que empezaba cuando el equipo de sus amores, el Necaxa, saltaba a la cancha y
terminaba al finalizar el partido. Un lujo que sólo se podían conceder los
cronistas.
Encontré, nuevamente, a Villoro en la
calle. En el parque de la Ciudadela, a tres cuadras de su trabajo de entonces,
el periódico La
Jornada. Ahora sí lo reconocí. Yo sólo tenía la referencia de Los once de la tribu,
sin embargo, conversamos con la naturalidad de dos desconocidos que no tienen
nada más importante que perder el tiempo y hablar de libros y autores. Le hablé
de una entrevista que le habían hecho días antes y en la que había mencionado a
algunos de sus autores predilectos. Traté de indagar un poco más y me despedí
con una lista incontable de libros recomendados. Con un énfasis que jamás le
había escuchado a nadie me habló de William Faulkner, Ricardo Piglia y Tom
Wolfe.
Es difícil ubicar a Juan Villoro
(México, 1956) dentro de una corriente específica dentro de la literatura o el
periodismo mexicano. Villoro, en su primer volumen de cuentos, La noche navegable
(1980), se acerca cómo escribiría Carlos Monsiváis, al estilo desgarbado y
transgresor de José Agustín y Salinger. Sin embargo, nueve años después cambia
de carril narrativo, cuando relata su viaje a la ciudad de Mérida, Yucatán, y
queda plasmado en el imprescindible Palmeras
de la brisa rápida (1989). En ese texto el autor propone una mirada
que años después se haría totalmente distintiva en su estilo periodístico. En
ese libro de viajes existe una voz periodística original llena de referencias,
contrasentidos y paradojas, por ejemplo, de cómo resolver una corresponsalía
fuera de casa; Villoro:
“Un día antes de salir de la Ciudad de
México alguien que me conoce demasiado bien me dijo:
—Para ti el viaje ideal es irte a
aplastar a un café.
Y ahí estaba en mi primer día de viaje,
aplastado en el Express.”
Como en Ernest Hemingway, Julio Cortázar o Vicente
Leñero, algunas de sus influencias más notorias, en el trabajo de Villoro hay
un juego constante a lo establecido como realidad
y ficción literaria.
En más de una ocasión Villoro ha transgredido esas fronteras imprecisas. Pongo
como ejemplo mi experiencia como lector de uno de sus mejores textos: ante la
víspera (unas horas antes) de un examen final escogí de la estantería de una
biblioteca pública Tiempo
transcurrido (1986). Olvidé la Teoría Social y me divertí como
nunca en una sala de lectura. En ese libro el autor describe un estupendo mural
de dieciocho años que divide en secuencias de año por año con la maestría de la
tercera persona que no olvida ningún detalle de nada.
El retrato de la generación de 1968 a
1985 me sugería más la carcajada que el llanto. ¿Cómo no ironizar ante lo
grotesco que puede significar un intento de implantar una comuna “jipiteca” en
un terreno ejidal o el fantasma de Elvis Presley rondando sobre la historia de
un amor contrariado? Por supuesto, reprobé mi examen final. Pero… ¿yo qué había leído?: ¿una serie de crónicas
periodísticas?, ¿18 extraordinarios cuentos? El subtítulo del libro me
confundió mucho más: Crónicas
imaginarias.
Con base en el argumento canónico de que
lo mejor de la ficción literaria se alimenta de la vida misma, en 1990 al
viajar por Europa a Villoro le salta una astilla metálica al ojo: por toda una
tarde pierde la vista. Inmediatamente se interna en una clínica en Barcelona y
de ahí sale con el ojo sano y la vista recuperada, la trama y el escenario de
su primera novela: El
disparo de Argón. Una novela de oftalmólogos melancólicos caminando
por los recovecos de una historia con escenografía en blanco y negro.
Tanto en su trabajo como escritor y
periodista, Juan Villoro privilegia la manera de mirar: el trabajo del
periodista consiste en salir a la calle y reconocer como primordial el punto
subjetivo del narrador. Para Villoro una de las grandes cualidades es observar
y no
comprender del todo. “Algunas crónicas apasionan porque el cronista no entiende
del todo lo que ve y así revela aspectos inauditos de un entorno donde los
conocedores sólo advierten valores entendidos”. Concluye que al experto le
sobran certezas y al cronista tribulado preguntas. “¿Cómo escapar a las
inexactitudes de quien ve de más o de menos?”
Así, en el trabajo periodístico de
Villoro sobresale, en muchas ocasiones, lo irreconocible y lo indeterminado:
los constantes malentendidos. Esta actitud determina un sello sobresaliente en
su trabajo. A diferencia de la actitud de un periodista que explica, investiga
y resuelve, en Villoro muchas veces el periodista sobresale por sus constantes
dudas. Siempre hay un malentendido que funge como intermediario. ¿A quién si no al ojo mismo atribuirle la construcción de
espejismos?
En el trabajo de Villoro el sentido de
la vista sobresale al de los demás sentidos. Lo mejor del trabajo del
periodista se encuentra en esa nebulosa que nadie puede comprobar: los
estereotipos, las representaciones y los prejuicios pueblan buena parte de sus
crónicas más celebradas. Como aquel texto sobre J. C. Chávez donde construye
una trama completa desde su perspectiva única y original: las paradojas del
mejor boxeador del mundo que es noqueado abajo del ring. O la representación de
una ciudad amada y odiada que califica como “una terrible y amada mujer
barbuda”, los recuerdos desaforados de un taxista, el beneficio de la
impuntualidad, lo molesto de la alegría, o lo peligroso de no reconocer a un
pasajero dentro de un avión.
Para el periodista la objetividad no es
más que un pacto de distancia. Más que el alcance de la mira, el autor subraya
la intención en cómo observar. Por lo tanto, el periodismo, según Villoro,
también puede narrar lo que “no ocurrió”, lo que se ve y lo que nadie vio en el
peleador de box de aquel mítico combate; las ilusiones y las conjeturas. Como
en su novela, El
disparo de Argón, la astilla en el ojo le sirve para mirar mejor;
para ver de cerca.
Así, para el periodista, la crónica
periodística es el resultado de una suma compleja: la realidad que le brindan
los datos y la subjetividad que los vuelve significativos. Para Villoro se
trata que en la crónica exista una suma, donde se pueda encontrar una
encrucijada entre el mundo de los hechos y el individuo irrepetible que lo
observa. Dice Villoro: “Las grandes crónicas establecen conexiones inesperadas
entre zonas de la realidad que no se habían tocado. Esto permite leer el mundo
de otro modo”. En esa misma entrevista el escritor concluye con una idea
determinante:
“El cronista también escribe desde la
incomprensión; sin darse cuenta refleja la cultura de su época, que está hecha
de prenociones y falacias. Este es, en buena medida, el encanto de los
cronistas de Indias: narran lo que nocomprenden; carecen de vocabulario para
los horrores y los portentos que atestiguan. Al describir Tenochtitlan como la
nueva Venecia, reflejan la mirada de los soldados del Renacimiento.”
La duda que acompañó en el siglo XVI a
Bernal Díaz del Castillo al descubrir una ciudad flotando sobre un lago
pareciera que viaja junto con Juan Villoro cuando se pregunta, en su crónica
sobre la ciudad de La Habana, ¿por qué no entiendo nada de lo que veo y
escucho? Tal vez por eso escribe en ese mismo texto: “el cronista escribe desde
la perplejidad, con la mirada forzosamente distinta del desinformado: en la
sombra, mira lo que sale a la luz”.
Sombra y luz: dos elementos que
resaltan, y no solamente como sustantivos, en el trabajo de uno de los mejores
cronistas hispanoamericanos de la actualidad. “Un mundo muy raro” es la crónica
que narra el viaje que hizo la guerrilla chiapaneca a la Ciudad de México en
2001. El periodista describe, en el momento climático del texto, el “visible”
enojo del Subcomandante Marcos después de recibir un puñado de confeti en el
rostro por parte de una niña. A Villoro no le impide imaginar que bajo el
pasamontaña negro del líder guerrillero hay una mueca de enfado. El texto está
plagado de referencias a cómo el movimiento neozapatista hizo “notoria la
imagen” de todo un país. El país, repite el periodista, “se veía” en esos
pasamontañas negros como en un “espejo”.
Hace muy poco tiempo volví a ver al
escritor. Era 2011. Ya no hablamos de Wolfe o Piglia. Ni de sus cuentos
predilectos. Sólo me escribió su correo electrónico en la última página de su
más reciente libro. Antes de eso tuve que esperar, para hablar con él, que se
tomaran una fotografía con el escritor un par de jóvenes, una señora que se declaraba
“fan” de “todos sus libros” y un hombre que habló sobre una terrible
conspiración japonesa en México. Ahora no lo confundí con su padre. Garabateó
diez letras y una arroba y me devolvió mi ejemplar. El texto era el trabajo más
reciente del periodista cuyo título pareciera resumir su preocupación
periodística constante: 8.8:
el miedo está en el espejo: Villoro y los privilegios de la vista.
MARCO ANTONIO CERVANTES GONZÁLEZ. A veces escribe y a
veces da clases. También, en muchas ocasiones, lee a Juan Luis Guerra y escucha
a Julio Ramón Ribeyro. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM; le va al
América, por cierto.
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