“Mi
país, es tierra ocre-amarillo en océano del Sur; / (…) hundido en este arenal, sin aliento ni
cielo, persisto.” Así canta la voz del caminante que habita en Éxodo a las siete estaciones de Bethoven
Medina (Martínez Compañón Editores,
2016, Cajamarca, Perú). Los versos citados son del poema “Viernes” de la
sección “Los siete días de la semana”. Y en pos de otras características del cantor,
he vuelto a sumergirme en sus sonoridades. De entrada, su estructura externa
alude a los Siete días de la creación del universo, así como a los Siete
ensayos sobre la realidad y otras aproximaciones en torno al cabalístico siete,
número sagrado, dicen. Aunque parezca un puro regocijo formal, su apuesta cala
hondo. La primera sección, “Los siete días de la creación del mundo”, se abre con un poema que es a la vez
un blasón, un escudo, una marca de fábrica: tres estrofas de siete versos, características
formales que lo regirán por entero. Y ahí, entre esos pilares y parapetos, resuena
la voz del poeta.
Avanzando en la lectura de las
estancias que lo componen el lector descubre la presencia de ideas cercanas a
la religiosidad flotando por encima de lo que las instituciones y el poder han
pretendido hacer de esta idea. Así, pues, calificarlo de libro insólito es poco
decir. Eso sí, me parece un libro ajeno al panorama de la poesía actual, algo
así como un libro brujo para volver a utilizar la expresión del joven L. A.
Sánchez tras su primera lectura de volcánico
Trilce.
Lo más evidente en Éxodo a las siete estaciones es su inspiración sostenida y la
sucesión de luminosos destellos plenos de densidades y significaciones. En “Día
primero”, abriendo el concierto, se oye: “Con Disco Solar busco azorado el
origen como si me siguieran.” Y el lector no puede menos que preguntarse a
qué orígenes se refiere y quién o quiénes lo siguen (¿o lo persiguen?). Más
adelante, como cerrando la primera estrofa del poema, añadirá: “E insto a
recuperar lo nuestro / hasta caer abrazado a la piedra / que encierra las
claves del Saber.” Buscar el origen en la sabiduría registrada en la piedra,
resulta pues uno de los ejes semánticos a lo largo de esta experiencia. En esta
sección asistimos a la creación del universo dentro del cual se asentarán sus
preocupaciones. Así en “Día segundo”, la misma voz sostiene: “Descubro el mar
lejano abrazado al firmamento, / y el día entre garúas baja a dar vida a los
totorales.” Las opciones léxicas van señalando sus marcas si nos detenemos, por
ejemplo, en totoral, del quechua tutura, planta común en esteros y pantanos. En
“Día sexto” esto es mucho más evidente: “Festejemos los días de la creación del
universo, / y superemos altos muros, caminos de piedras y espinas.” No cabe
duda de que estamos ante una voz ajena al pesimismo. La voz de un caminante a
la búsqueda de la luz: “Al crear todo, se hizo la luz de raíz a flor; / y en
los paisajes llovieron plegarias que ríos aún anuncian, / y dichoso escucho en
el alba el canto del jilguero. / Es la historia quien impone su color, opacando
al camaleón; / y el mar siente gozo en su agua al abrazar la tierra.”
Si la entonación es bíblica, la ambición
creadora aspira hacia la reunión de los conocimientos o ideas relativos a la
creación de la realidad del mundo. Aun así, el yo imperante en este Éxodo sabe que escribir es también una
manera de precipitarse al vacío y desde esa caída muchas veces sin fin lanzar
salvas e himnos. El poema como un espacio escénico ilusorio, una pantalla
detrás de la cual no hay nada, o quién sabe, toda la realidad por traducir en
poesía. Es la marca de esta poesía. La realidad que asoma en Éxodo a las siete estaciones parece como
revelada a los sentidos. El libro cuenta con toda una sección consagrada a las Siete
notas musicales donde escuchamos “La luminosa
música cautiva, / nos aleja de la soledad de los paisajes…” Y donde el hablante
nos dice “estoy pensando y sintiendo / la luz espléndida bajo la lluvia de la
Vida…” Así nos resulta evidente que participan en esta aventura del
mundo musical tanto los ojos como los oídos, el olfato, el tacto y el
pensamiento. Ellos dirigen el asalto a lo que existe, todos confabulados y
compenetrados entre sí puesto que “El alma no se pesa, ni mide. Se siente; / calladita
ilumina el huerto de esperanza…” Esa voluntad sensorial le permite afirmar: “mi
corazón tamborea más y más, / cuando pregunto nombres a las piedras, / tiran de
mis nervios como cuerdas arrancadas… / Al final y al borde del camino
reflexiono como un árbol; / identifico el ascenso y exploro dimensiones
humanas–esotéricas.”
Una profunda reflexión sobre la
experiencia humana avanza en Los siete días de la semana, los siete cuerpos del
ser humano, las siete palabras de Cristo, los siete colores de la gama
acromática y los siete ensayos sobre la Realidad. Así, cerrando la sección de
los cuerpos del ser humano, oímos el canto al Cuerpo Íntimo: “… la muerte no
existe, / es viejo puente que espera nuestros pasos cada amanecer / … La
creamos nosotros, imperfectos viajeros, / en tanto buscamos guanábanas debajo
de la cabellera del sol, / y la tierra se abre como vena / … Me reanima morir o
nacer, y soy feliz, / en estado de transición, … / si quedé en deuda con la
fuente y otro cuerpo, / naceré cordero a terminar mi caída, / atravesaré
puentes rápidamente, / y del campo recogeré azucenas y talismanes. / ¿Cuántas
veces me perdí en bosques, magnolia? / Un día de estos naceré ¿Quién será mi
madre?” La reflexión en torno a la experiencia humana avanza enriquecido por un
discurso con un aire metafísico.
En la sección quinta, Las siete
palabras de Cristo, es donde más evidente resulta la fusión de una religiosidad
aferrada al terruño y a la experiencia individual. Así en “Madre, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu madre”
la voz del hablante se sustituye a la de Cristo y nos dice: “Madre, al
acordarme de ti, regreso saltando en cuclillas; / y en la playa de pescadores
acaricio chalaneros cuando predico la verdad / … en esta búsqueda, vibrante
itinerario, / vuelvo a navegar con fe sobre caballos de totora…” El poema revela ese punto, nudo o
vértice hacia donde lo diverso converge: el caminante a orillas del mar, la
agitación de la vida y la sorprendente imagen del navegante en su caballito de
totora en la intensidad de la luz; y allí donde todo se nubla cubriendo de
silencio el paisaje, el poema nos lleva hacia ese polo de atracción o centro
donde la vida se debate, hacia el centro de la vasta red de relaciones que el
acto poético convoca y comunica: “El caos marca humanas heridas, Madre; / y la
tarde flamea tu piel de rosados pétalos, / y surge la salud en los hombres
ávidos de ecología y devotos de la Vida…” todo se traslada hacia donde “la
tarde flamea tu piel” y todo permanece indemne entre los hombres “devotos de la
Vida”. Esa es la plenitud del presente de la imagen. Para Bethoven Medina, en
este caso tiempo siempre vivo. La piel materna en la luminosidad del día es la
momentaneidad reveladora; su vibración lo saca del tiempo y lo transporta. La imagen
de ese instante está por ende fuera de la temporalidad histórica.
No es lo señalado el único registro de
este poeta. En “Tengo sed” oímos: “Lejos de todo, la Vida cobra jerarquía azul;
/ con su libertad crecen ciruelos, lúcumos, / y mi cuerpo sediento camina por
valles / ... Con mi sed persisto este viaje en los desiertos, / recolecto
palabras de testimonios luminosos…” Aquí reaparece la imagen del caminante, una
constante a lo largo de todo el conjunto. El acceso al trascendentalismo
visionario que habita en este Éxodo se
produce desde el caminar por el desierto, por las montañas, por los valles
poblados de árboles frutales. El caminar es la ocasión privilegiada para ser
rodeado por todo lo que existe. “Soy el forastero en busca del talismán en cerros
olvidados”. Y en Siete colores del arco iris vuelve a emerger el ser que le
otorga cuerpo y realidad a toda esta sucesión de destellos multicolores: “Anduve
por orillas no descubiertas, / en arroyos enterré mis mapas, / giré, como
hélice sin ataduras, / y avanzo en el camino, espléndido como un retoño.”
Si en esta lectura hemos puesto de
relieve aquel poema en el que alude a su país de tierra ocre-amarilla a orilla
del océano sur, en la estancia final del conjunto, Siete ensayos de la
realidad, ese país es designado con todas sus letras y con todos sus nombres a
lo largo de la historia. Así lo vemos en “Evolución económica”. Idealizando el
pasado la voz sostiene: “El Tahuantinsuyo es honroso antecedente; / significa
abrir ventana a la puesta del sol. / Ahora, el peruano acude al fondo monetario…
/ este país de navío inseguro es nuestro… / En el Perú, los maíces se levantan
insatisfechos, / y lejanos, son brazos altaneros que convocan / a medir los
años, las siete vacas flacas; / y a sacar el alma, al alma, para vivir
cantando.” Si el poeta reivindica la incertidumbre como condición inherente a
lo poético, y también a la modernidad en continua revisión de sus premisas, en
esta sección culminante de su canto el yo poético nos dice: “mañana persistiré
en mi viaje hacia la identidad.” Esta actitud incita a pensar que si la poesía
del futuro Bethoven Medina es de algún modo todavía indiscernible, incluso si
estamos ya en ella, no está lejos de las preocupaciones del pasado. Como
ignoramos su porvenir, intentar preverlo nos lanza hacia lo distante, hacia lo
distinto que no podemos aprehender. Ya dije que en su caso no hay radical
mudanza de retórica. Existen en cambio otras rupturas. Y por encima, emergiendo
del paisaje recorrido por el caminante, uno se queda habitado por la idea de
que las transformaciones de la poesía en este poeta se inscriben esencialmente
en la actitud y el registro de las entonaciones sin que las estrategias
formales sean las que rijan pese al imperio de las tres estrofas por poema,
cada una de siete versos. Y el siete cabalístico de la incertidumbre.
Playa
Fanals, septiembre de 2018.
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