NOVENTA AÑOS DE KERTÉSZ
En su libro Yo, otro (El
Acantilado, 2002), el húngaro Imre Kertész buscaba de nuevo, como lo hizo a lo
largo de su obra, desesperadamente su identidad.
“Mucho
me temo que ya no podré hablar seriamente de nada -apintó el Nobel de
Literatura 2002-. Mi alma cree en algo que mi razón se ve obligada a negar.
Quien ve (o, más bien, reconoce) los problemas tal como son debe renunciar a la
solución de dichos problemas; el problema no está en los problemas, sino en
algún sitio fuera de ellos. Sólo Jesucristo pudo plantear el problema de Roma
en plena descomposición, precisamente porque renunció a tratar pragmáticamente
los problemas; y al final tuvo razón: su terrible destino demuestra hasta qué
punto era desesperanzada y al mismo tiempo imprescindible la renovación
radical”.
Kertész,
cuyo nonagésimo aniversario natal se cumple el próximo 9 de noviembre, falleció
en 2016. Y hace 75 años, en 1944, era deportado a Auschwitz y a Buchenwald, que
lo marcaron para siempre, al grado de que toda su escritura está ceñida al
asunto judío.
Allí,
en los campos alemanes de exterminio, “toda explicación histórica o científica
se atasca -decía Kertész-. Allí, el antisemitismo apenas desempeña ya
papel alguno. Allí, el hombre ya sólo torturaba y mataba al hombre a montones,
y se deleitaba en el hedor de la carne en descomposición: allí ya sólo había
semimuertos dedicados a quemar cadáveres y almaceneros destinados a tirar objetos;
el mundo se destruye desde muy adentro, desde mucho más adentro de lo que es
capaz de concebir la historia, sea con la razón, sea con la ciencia”.
Sus
visiones, si bien no eran apocalípticas, son demasiado severas, incluso para
consigo mismo (“sólo poseo una identidad, la identidad del escribir. ¿Qué más
soy? ¿Quién puede saberlo?”). Preguntaba si habíamos observado que, a partir
del siglo XX, cada cosa se volvió más verdadera, más auténticamente ella misma:
“El soldado se ha convertido en asesino profesional; la política, en crimen; el
capital, en gran industria exterminadora de hombres y equipada con crematorios;
la ley, en regla para el juego sucio; la libertad universal, en cárcel para los
pueblos; el antisemitismo, en Auschwitz; el sentimiento nacional, en genocidio.
Nuestra era es la era de la verdad, no cabe la menor duda. Aun así, seguimos
mintiendo por mera costumbre, aunque todo el mundo nos vea el plumero; cuando
se grita ‘¡amor!’, todos saben que ha llegado el momento del asesinato; cuando
se grita ‘¡ley!’, todos saben que es la hora del robo, del atraco”.
No
olvidemos, señalaba una y otra vez Kertész, que Auschwitz “no fue disuelto por
ser Auschwitz, sino porque la evolución de la guerra dio un vuelco; y desde
Auschwitz no ha ocurrido nada que podamos vivir como una refutación de
Auschwitz. En cambio, sí hemos visto funcionar imperios sobre la base de
ideologías que, en la práctica, eran meros juegos de lenguaje; de hecho, estas
ideologías demostraron su utilidad, es decir su eficacia como instrumentos del
terror, precisamente por ser meros juegos de lenguaje. Hemos visto que tanto el
asesino como la víctima eran conscientes del vacío de estas órdenes
ideológicas, de su carencia de significado: y justamente esta conciencia hacía
que las atrocidades cometidas en nombre de tales ideologías resultaran
singularmente infames, generaba esa perversidad profundamente arraigada en las
sociedades sometidas al dominio de las ideologías”.
Decía
Kertész que escribía estas líneas “con especial amargura y especial
satisfacción (por no decir placer), mientras percibo en el fondo la fragilidad,
la inutilidad, lo intempestivo de mi forma de vida. ¿Qué me impulsa? ¿Por qué
emborrono este papel con el bolígrafo? ¿Para qué mis mañanas secretas, mis
paseos secretos, mi autotortura íntima, solitaria?”
El
Nobel húngaro miraba la vida sin solución posible: “Dejo de ser receptivo a la
alegría, a la inconcebible belleza de la vida... dejo de ser receptivo a mí
mismo. Pierdo mi excedente, mi excedente de vida, donde se acumula mi riqueza,
la fuente potencial de mi creatividad; y eso que sólo en ella, en la
llamada creatividad, se muestra la esencia mía que merece la pena
(pero, ¿por qué importa mostrarme? Preguntas que no cesan). Vivir de manera intempestiva;
esto es, trágica, en las grandes dimensiones de una vida singular y de una
muerte rápida, imprevisible, como aquel al que le ha sido dado un único y breve
verano entre dos vidas, lánguidas vidas de larva”.
Su
libro es una crónica de sus andares por el mundo ofreciendo charlas. Por eso,
en la soledad de los hoteles, Kertész se cuestionaba el sentido de la vida: “A
estas alturas -decía, y hay en ello una honda y negra cavilación- ya
no me siento seguro de nada. Ni de lo contrario. No estoy en absoluto seguro de
mis palabras, puesto que éstas expresan opiniones; las opiniones, a su vez, han
de basarse en nuestras vidas, y la mía no puede constituir la base de mi
opinión por el simple hecho de que no es una vida activa, de modo que he vuelto
a pisar la pista de patinaje de las opiniones y, claro está, he vuelto a
resbalar; además, de pronto me he visto como ensayista, y se ha apoderado de mí
el miedo a morir de sed en el desierto de la retórica. Influyo en otros y, a
todo esto, ni siquiera sé quién soy”.
Vaya
autocrítica: el Nobel influyente no sabe quién es él, de manera que vayamos
sabiendo a quién confiar nuestras lecturas, parece decirnos con franqueza: “La
nueva técnica novelística se basa, en general, en la idea de que ya no es el
escritor quien capta el mundo (como objeto del conocimiento), sino el mundo el
que capta al escritor (como objeto de su pulsión sin límites); no
obstante -remarcaba con enjundia Kertész, dispuesto a negar todo lo que
estaba a su alrededor-, esta concepción provoca transformaciones devastadoras
en la llamada literatura, en esa rama del arte que va vegetando con
dificultades cada vez mayores. Este arte extrae su última inspiración del
hundimiento increíblemente vertiginoso del nivel de los hombres; pero el imparable
hundimiento pronto barrerá toda inspiración... salvo la de la destrucción.
¿Quién habla ahora de literatura? Registrar los últimos estertores, eso es
todo”.
Había,
sin embargo, una razón profunda de su negación de sí mismo: la muerte de su
esposa: “De repente tomo conciencia de que este mundo ha dejado de existir, de
que a lo sumo me quedan los recuerdos. Pero éstos ya son única y exclusivamente
míos, y en vano busco su comprobación, su reafirmación, su segunda dimensión:
tal vez no sea cierto que he vivido, tal vez nada sea cierto. Se fue [su mujer]
y se llevó consigo la mayor parte de mi vida, el tiempo en que empezó y culminó
la creación literaria, en que, viviendo en un matrimonio desdichado, nos
quisimos tanto”.
Eso
es: el vacío infinito cuando algo nos abandona, cuando se termina el suplicio
de una novela larga, cuando se difumina el aliciente de la inspiración, cuando
concluye una verdadera relación amorosa...
CIENTO DIEZ AÑOS DE LOWRY
A su muerte, ocurrida el 27 de junio de
1957, Malcolm Lowry dejó un manuscrito de 700 páginas que su viuda, la
novelista Margerie Bonner, y su biógrafo, Douglas Day, editaron para conformar
el libro póstumo Oscuro como la tumba donde yace mi amigo,
que la Editorial Era puso en circulación, en 1999 (ahora justo hace dos
décadas), en México en una traducción de Carlos Manzano.
Lowry,
nacido el 28 de julio de 1909 en Inglaterra -cuyo 110 aniversario natal se
conmemora este año-, volvía a crear a otro personaje dipsómano: el
escritor Sigbjorn Wilderness, que viaja a Cuernavaca rumbo a Oaxaca para
encontrarse con su mejor amigo: Juan Fernando Martínez, a quien no había visto
en varios años.
La
grandeza de Lowry es su narrativa, y aun sin lograr consolidar un ambiente
tenso y magnífico como en su obra cumbre Bajo el volcán, en Oscuro
como la tumba..., novela de introspección, de búsqueda afanosa de la
personalidad de un hombre que no quiere confrontarse a sí mismo, las
recreaciones tormentosas del ebrio Wilderness son impecables. Si bien la trama
es muy sencilla, e incluso podríamos asegurar que insustancial (el viaje de un
escritor alcohólico con su esposa Primrose a México para visitar a un viejo
amigo), Lowry logra nuevamente tocarnos el corazón a la hora de narrar la
sensación de abandono total, de soledad, de amargura y resquebrajamiento del
alma de su personaje Sigbjorn cuando se entera de que su gran amigo Martínez ha
muerto.
A
lo largo de la novela (de un total de 265 páginas: ¿cuántas cuartillas habrán
tirado al cesto de la basura su viuda y su biógrafo para darle cuerpo a este
libro de Lowry?, ¿de haberlo editado él mismo hubiese tenido el libro ese
planteamiento o hubiera sido otro muy distinto?), el escritor inglés, como
en Bajo el volcán, volvía a regodearse describiendo a México, “país
real e imaginario”. La narrativa de Lowry es fascinante, sus frases hablan
solas. A pesar de su enamoramiento de México, también tiene a veces palabras
duras contra el país. Entre Lowry y México siempre existió una combativa
relación amor-odio. Como en ningún otro novelista extranjero, México fue una
obsesión para Lowry. Innumerables pasajes de la novela así lo confirman:
1)
“Una vez fui a Tijuana. Intentaron desplumarme. En la vida vuelvo. Dijeron que
yo había falsificado un cheque. ¿Y sabe usted quién había sido? La policía.
¡Sí, señor!” (página 32).
2)
“México es un lugar del que más vale mantenerse alejado” (página 33).
3)
“¿Por qué viajaría la gente? Dios sabía que Sigbjorn detestaba repetir aquel
recorrido. Para él viajar era la prolongación de todas las angustias de que el
hombre intentaba librarse con un hogar tranquilo. Una fiebre continua, un
perpetuo ataque al corazón” (página 54).
4)
“Las bebidas mexicanas han sido víctimas de la calumnia: el tequila es una
bebida pura, está libre de los demonios que viven en el whisky de centeno,
aunque puede que otros, peores, vivan de ella; también el mezcal es una bebida
pura. Se debe tomar en copas pequeñas y el ritual exige mano firme y un puro y
simple interés social; el mezcal, así tomado, es una bebida civilizada” (página
67)
5)
“Como las bebidas mexicanas, también ha sido víctima de la calumnia la amistad
de dos personas de capacidad alcohólica semejante y con la intención de beber
hasta que se hunda el mundo y permanecer lúcidas, amistad que nada sella como
el alcohol. Se convierte como en una hermandad de sangre. Lo mismo se puede
decir de las amistades trabadas bebiendo cerveza, pero no tanto si la bebida es
el whisky rye. Pero en el mezcal radica el principio de esa fuerza divina o
demoniaca de México que, como sabe cualquiera que haya vivido en ese país, ha
seguido insaciable hasta hoy. Bajo la influencia del mezcal, los mejores amigos
harán todo lo posible por asesinarse. Pero una amistad que, engendrada por el mezcal,
lo sobreviva, sobrevivirá a cualquier cosa” (página 68).
6)
“Subían y subían, cada vez más arriba hacia la Sierra Madre, montañas tras
montañas y montañas, donde los campesinos arrojaban sus semillas y las dejaban
sobre picos en apariencia inaccesibles y donde, según les dijo la azafata, los
campesinos sembraban una vez al año y dejaban que las semillas dieran fruto,
sin preocuparse de vigilarlas nunca, sin echarles una mirada en todo un año, al
cabo del cual hacían una difícil peregrinación hasta allí -y seguro que
aprovechaban la ocasión para celebrar una fiesta- y descubrían que habían
florecido espléndidas, como las flores de Parsifal en su ausencia. ¡Y qué
lección había en aquello para un escritor!” (página 76).
7)
“Pero es que, si vamos al caso, iban a aterrizar, por supuesto, en un punto
elevado en la la Ciudad de México, y en aquel momento ya faltaba poco para que
lo hicieran, al salir de entre las nubes, sí, ahí estaba el lecho de su lago,
el de su volcán, de una fealdad increíble, pronto iban a aterrizar, como si
estuvieran tomando tierra sobre un planeta medio inundado en el que se hubiese
producido una gran catástrofe, aunque lo que parecía haber habido antes no era
el paisaje de islas flotantes y verdor de la fantasía ni el tipo de
civilización bárbara y casi veneciana de la realidad, sino una devastada ciudad
con fábricas de vidrio de Lancashire” (página 78).
8)
“Ah, sí, la Ciudad de México, en aquella hora punta, parecía esencialmente la
misma: olores, ruido, tubos de escape libres, a los que acompañaba la misma
incitación a salir de allí lo antes posible; pulquerías, exactamente como las
recordaba; los mismos peones, mujeres con rebozos, cantinas, iglesias
carcovadas; al menos de momento parecía haber poca diferencia, salvo que había
más cervecerías que antes y el exorbitante número de anuncios insensatos que te
ordenaban beber Coca-Cola helada” (página 80).
9)
“Aquí dormí yo una vez, pensó, pero no dijo, Sigbjorn, refiriéndose al suelo de
la propia basílica, borracho, con un impermeable prestado, en diciembre de
1936. Percibieron el olor de la Ciudad de México -el olor familiar, para
él, a gasolina, excremento y naranjas- y bebieron un Saturno estupendo por
cuarenta y cinco centavos” (página 106).
10)
“Eran las cuatro, al cabo de un instante eran las cinco, pero, mira nada
más -¡qué rápido pasa el tiempo en México!-, ya eran, gracias a Dios, las
seis. Anoche cogí una borrachera tan terrible que voy a tener que dormir tres
días enteros para recuperarme” (página 135).
11)
“Lo digo en serio. Aquí todas las pulquerías están llenas de la mañana a la
noche, son alegres, por lo menos, con incesante rasgueo de guitarras, y
baratas” (página 145).
12)
“Nunca puedo confiar en los abstemios. Y la gente que no puede beber suele
convertir en tiranía alguna otra cosa y, en cualquier caso, hacer desgraciados
a los que sí pueden beber” (página 152).
13)
“A ambos lados estaban excavando zanjas para el alcantarillado. El progreso no
dejaría sitio ni siquiera para que un indio durmiese. Morelos [Lowry se
refería al estado, obviamente, no al personaje de la Independencia] se
estaba modernizando” (página 174).
14)
“Era un placer sutil: ¿quién iba a saberlo mejor que él? Beber antes de
desayunar sólo podía compararse a veces con nadar antes de desayunar” (página
179).
15)
“Y no había nadie a quién hablar, nada qué hacer por la noche, a no ser beber o
dormir. No hay oscuridad que presente tanta desesperanza como la oscuridad en
México” (página 188).
Fotografía del autor: Google
VÍCTOR ROURA. Posee una trayectoria de más de 40 años en el periodismo cultural. Fundador de importantes medios en el país, como Unomásuno y La Jornada, y creador de la sección cultural de El Financiero, así como de los periódicos culturales De Largo Aliento y La Digna Metáfora. Es autor de medio centenar de libros en los que ha explorado el ensayo, el cuento, la poesía, la narrativa e incluso la ilustración para hablar acerca de rock, erotismo, prensa y literatura (poética y narrativa, sin hacer a un lado las letras infantiles); se ha adentrado en la crónica de las perplejidades del medio escritural e informativo y demás jocosidades del ámbito en el que se ha desempeñado toda su vida. Subdirector cultural de Notimex.
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