El
vampiro actual no se parece en nada al vampiro del siglo XX ni al vampiro del
siglo XIX ni al que merodeó durante el siglo XVIII, es en este siglo cuando se
empieza a germinar y a calar la imagen que se tiene del vampiro actual. Como,
por ejemplo, el conde Drácula de Bram Stocker.
De
dónde viene la palabra vampiro. El vampiro está asociado a los parásitos, que
seleccionan una víctima y se alimentan de ella poco a poco hasta matarla. Las
culturas antiguas ya hablaban de seres que salían de sus tumbas a chupar la
sangre de los vivos; desde la antigua Grecia donde se le llamaba Vrycolaca,
aunque estos seres al parecer eran inofensivos, a la antigua Roma con los
llamados “quebrantahuesos”, los cuales en vida había sido muy malos.
Pasamos
por Egipto, en el ya famoso y célebre Libro de los Muertos se hacen
muchas alusiones a seres que regresan de sus tumbas, los no-muertos. También
tenemos vampiros en la antigua India o en China. De hecho, en China se han
encontrado diversas crónicas escritas por el filósofo Chi-Wu-Lhi quien narra
las “aventuras” de un chupador de sangre que causó gran terror y pánico en
aldeas cerca de Pekín hace más de dos mil años. En el año 1679, el cronista Pu
Sung-Ling, reflejó la vida campesina y criticó las
políticas de su época en forma de cuentos fantásticos llenos de zorros,
fantasmas, demonios, mujeres bellas y amistades entre humanos y no humanos,
donde los vampiros eran conocidos como Jiang Shi:
«Los cuentos extraños de Liao Zhai». Esta obra contiene 431
cuentos cortos y algunos de éstos, se han llevado al cine.
Es en el siglo XVIII cuando la imagen literaria del vampiro
realmente germinó con el famoso Tratado sobre los vampiros (1751) de
Agustín Calmet. Este tratado narra, en pleno siglo de las Luces, historias
oscuras y góticas que le dieron fama mundial a Antoine Augustin Calmet; dedicó
su vida a estudiar la biblia y de este estudio derivaron los veintitrés
volúmenes de sus Comentarios sobre el Antiguo y Nuevo Testamento. Pero
todo esto se vio eclipsado por un tratado poco asociado a monjes benedictinos.
El padre Calmet estaba profundamente preocupado por la gran “fama” y gran
“amenaza” que suponían las historias asociadas, supuestamente, a vampiros en
zonas de Hungría, Moravia, Silesia o Polonia. Esta “plaga” de vampiros puso en
jaque a muchos gobiernos. Aunque ahora se sabe que muchas de estas epidemias de
vampiros están asociadas a plagas como la peste, la cual no se libró de la
superstición de la gente de los pueblos sobre todo eslavos.
Muchísimas historias llenaron las páginas de periódicos de la
época, la gente enloquecía con los vampiros y claro todo esto degeneró en algo
más que una simple creencia popular y de ahí que Agustín Calmet decidiera
calmar las aguas e intentara explicar con razonamiento crítico y religioso este
tema tan candente.
Los revinientes, como así son nombrados los vampiros en la obra de
Calmet, son explicados por el autor como hombres muertos desde un tiempo
considerable, que salen de sus tumbas y que vienen a inquietar a los vivos, les
chupan la sangre y finalmente les causan la muerte (palabras del propio autor).
También nos da detalle sobre la mejor manera de acabar con ellos tal como lo
afirma la famosa teoría: desenterrarlos,
cortarles la cabeza y quemar sus cuerpos.
Calmet se plantea muchísimas preguntas al respecto que luego intenta
responder poco a poco: ¿Cómo salen de sus tumbas sin abrir la tierra? ¿Los
muertos se resucitan a sí mismos? ¿Qué pasa con su alma? ¿El alma cómo vuelve
al cuerpo? ¿Un hombre realmente muerto puede volver a aparecerse con su propio
cuerpo? En estos países al parecer era así. Todo esto dentro de un lenguaje muy
religioso, con base en la Biblia y explicaciones más bien racionales.
En la primera parte aclara que la resurrección de un muerto es
obra únicamente de Dios. Ningún hombre puede devolver la vida a otro, a menos
que haya un milagro de por medio, como en el caso de Lázaro. Habla de los
excomulgados, de los que se creían iban al limbo, de las almas y, claro, de vampiros.
Hay un capítulo entero dedicado a los excomulgados fallecidos, los cuales, si
no se les cremaba, se aparecían a los vivos y les chupaban la sangre. Para dar
ejemplos Calmet menciona los casos de la isla de Quíos.
Cartas Judías» (1738) del Marqués d´Argens,
específicamente la carta 137, narra la historia de un hombre de sesenta y dos
años que falleció y que, para desgracia del hijo, se le apareció. Poco después
el hijo también murió como otras seis personas más. Así lo relata el comunicado
oficial y la carta del marqués.
Calmet intentó desmitificar estos casos, darles un valor y una
realidad para que no cayesen en conjeturas paganas y en delirios colectivos.
Pero fue, gracias al monje español Feijoo, que este tratado no cayó en el
olvido. Este monje apoyó la conclusión de Calmet agregando que tal superstición
era aprovechada por estafadores. Al igual que Feijoo, Voltaire en su famoso Diccionario
filosófico, en la letra V secunda a ambos clérigos y se puede leer
textualmente: El resultado de todo esto es que una gran parte de Europa
estuvo infestada de vampiros... y que hoy ya no existen; que hubo
convulsionarios en Francia durante más de veinte años, y que hoy ya no los hay;
que resucitaron muertos durante algunos siglos... y que hoy ya no los tenemos. O
sí, mi querido Voltaire. Gracias a este monje benedictino francés se germinaron
grandes obras posteriores como la de John William Polidori con su cuento “El
vampiro” o Sheridan Le Fanu y su entrañable Carmilla.
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