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El historiador Herbert S. Klein, de origen neoyorquino, dice sentirse más cómodo en América Latina que en su propio país. Acaba de recibir el Premio Alfonso Reyes por su labor de investigación sobre el continente americano…
El pasado mes de febrero, El Colegio de México (Colmex) entregó el Premio Alfonso Reyes 2019 al estadounidense Herbert S. Klein (Nueva York, 1936). Un historiador de la corriente latinoamericanista que cuenta con decenas de publicaciones, entre las cuales destacan libros como la Historia mínima de Bolivia (editado por el Colmex en 2015) y artículos académicos como La economi?a de la Nueva Espan?a (1680-1809): un análisis a partir de las cajas reales.
Su trabajo es una aportación
fundamental al estudio de América Latina y tiene una vigencia absoluta
para desentrañar el origen de la problemática actual de este continente. Un día
después de la ceremonia de premiación, en el lobby del hotel
donde está pasando su estancia en la Ciudad de México, el doctor Klein recibe a
la sección cultural de Notimex para charlar sobre los temas a los que ha
dedicado su estudio durante varias décadas en distintas universidades como
la de Columbia, la de Chicago, la de Stanford y el propio Colegio de México.
“Un intelectual no
tiene país”
—¿Cómo es para usted ser un historiador estadounidense que dedica
su investigación a Latinoamérica?
—Yo creo que una persona intelectual
no tiene país. De forma directa sí, obviamente, pero si está interesada en
temas sociales, culturales y económicos, entonces ya es otra cosa. Yo tuve la
suerte de tener acceso a una muy buena educación pública con la opción de
estudiar cualquier cosa. En mi universidad había mucha gente interesada en
América Latina y de esa forma comencé mi experiencia, primero viviendo en
Bolivia durante casi cinco años. Una vez entrando en esto, acumulé una cantidad
importante de amigos y alumnos latinoamericanos que me hicieron sentir, de
muchas maneras, parte de su comunidad. ¡Mis alumnos siempre me besaban al saludarme!
Algo que no sucede para nada en Estados Unidos. No estoy diciendo que no
pertenezca a la cultura americana, simplemente por una serie de accidentes y
posibilidades entré en este mundo, y más cuando había una movilidad social
bastante amplia en una época extraordinaria. Además yo soy de un origen de
clase media baja.
—No sé cómo funcione en Estados
Unidos, pero nosotros aquí en México, en primaria y en secundaria, carecemos de
una formación sólida en historia latinoamericana. En ese sentido, ¿qué
importancia diría usted que tiene este continente para comprender la historia
universal?
—Es una enorme área del mundo, con
tanta variación de experiencias, problemas muy especiales y una taza de
desigualdad muy, muy grande. En México deberían tener más cursos sobre América
Latina, ¡porque son parte de ella! Tienen culturas muy similares y raíces en
común, aun si están mezclados los indígenas, los negros o los mulatos. La
lengua que comparten le da una enorme uniformidad a toda la región. México
tiene su propia historia y problemas, al igual que Bolivia o Guatemala, pero
todos son parte de un mismo sistema. La cosa interesante de Estados Unidos es
que, cuando yo salí de la universidad, había poco interés en América Latina, se
interesaban más en los estudios de África y Asia, pero como tenemos el enorme
lujo de estudiar otros países, poco a poco fue cobrando mayor importancia.
México también es uno de los pocos países que su sistema de educación
universitaria tiene interés en el resto del mundo, es excepcional. Aquí se
pueden encontrar centros de estudios de China y demás, con una visión más
grande.
“No se puede entender
una cultura ajena sin aprender su idioma”
—¿Ha sido difícil para usted investigar e intentar comprender tantos
países latinoamericanos a la vez?
—Bueno, por fortuna se contaba con
becas para ir a estudiar a esos países. Primero tuve un año entero pagado para
trabajar mi tesis doctoral en Bolivia, luego fui otro año a Argentina con otra
beca y después otra más para estudiar en Brasil. Así fue como tuve la
oportunidad de abrirme a nuevas ideas y tendencias. Mi experiencia en
Argentina, por ejemplo, fue excepcional. Todo el mundo ahí me decía:
“—¿No has leído a Marx y no sabes
hablar francés? ¿Entonces qué crees que haces?
“Mi experiencia andando por todos
los países de América Latina cambió, sin duda alguna, toda la visión que tenía
de mí mismo y de mi propio país”.
—¿Cómo ha sido su relación con la
lengua española?
—¡Ah, el masculino y el femenino
siempre han sido un problema para mí! Yo tuve un amigo muy gracioso que siempre
decía que su padre, el cual fue un comerciante popular canadiense que trataba
con mucha gente de otros países, malhablaba seis lenguas. Yo siento lo mismo,
que hablo dos idiomas más o menos. En Estados Unidos e Inglaterra hay muy poco
interés en otras lenguas porque sienten que la suya es la hegemónica y que todo
lo importante está en inglés. Pero no se puede entender una cultura ajena sin
aprender su idioma, realmente es imposible. Aunque lo hablen mal, deben
intentar leer el periódico, así como lo hago yo. Actualmente leo los diarios de
Brasil, Bolivia y México todos los días, simplemente para ver qué debates y qué
problemas hay. De vez en cuando no entiendo algo y debo preguntar a un nativo
qué es lo que sucede. Incluso, cuando vengo para acá, me es fundamental hablar
con los taxistas y discutir de futbol con ellos por más que no tenga el mínimo
interés en ese deporte, porque de otra manera estaría perdido.
“La gente que se
dedica a la Historia siempre debe andar de corbata”
—Para un historiador que toca temas tan duros y difíciles como la
pobreza, la distribución de ingresos, la esclavitud, el racismo, ¿cómo vive que
su obra tenga tanta vigencia y relevancia al día de hoy?
—Mire, todos los países están en
crisis. Después de la crisis mundial de 2008 todos se pusieron a repensar las
cosas interesándose en la historia como punto de partida para ver cómo es que
se llegó a esa situación. Yo comencé a escribir mis libros porque los temas me
parecieron interesantes, no porque tenía un futuro programado para ellos.
Cuando mi primera mujer estaba escribiendo su tesis doctoral, yo estuve
cuidando a los niños y tenía mucho tiempo para ir al archivo y meterme a
investigar temas interesantes. Encontraba documentos y cosas, por ejemplo, de
la historia fiscal de Italia. Después le hablaba a otros expertos en esa
materia para que me explicaran lo que no entendía y me metía en ese mundo.
También trabajé en la maestría sobre esclavitud y luego encontré documentos en
Brasil y comencé a escribir sobre la trata de esclavos. Simplemente estuve
siguiendo los pasos de mis encuentros con documentos y de las discusiones con
otras personas. Algunas cuestiones que yo traté fueron interesantes para otras
personas y así empecé a colaborar con ellos. Si alguien me preguntaba acerca de
algún tema, resultaba que yo por casualidad tenía un documento que les podía
servir para su investigación y se los otorgaba.
—Esto que menciona me hace pensar, y
justamente lo dijo también en la ceremonia de premiación, que un historiador no
puede trabajar de manera aislada, que necesita colaborar con gente que se
dedica a otras disciplinas para enriquecer su trabajo, ¿cree que eso de huir de
la colaboración es una constante en la Academia y en la investigación en general?
—Así es. Normalmente las disciplinas
son muy técnicas y es necesario aprender estadística, modelos matemáticos,
entender documentos, evaluarlos, hacer argumentos con base en ellos. Los
historiadores tienen miedo de hablar con otros, pero deben establecer contactos
con expertos en otras disciplinas. No es tan fácil, está basado mucho en
amistades, pero no hay aparatos institucionales para promover estas relaciones
laborales. Ahora estoy vinculado con un centro de demografía en la Universidad
de California en Los Ángeles y de esa forma, a mi edad, estoy aprendiendo
muchas cosas interesantes, pero a veces llego a mi límite. Cuando en esas
discusiones se meten en unos modelos muy sofisticados, tengo que aceptar que
otros saben más que yo y debo confiar en lo que llaman la
interdisciplinariedad. Hubo un año en que estuve aburridísimo de la Historia,
así que decidí estudiar antropología un rato. La gente que se dedica a la
Historia siempre debe andar de corbata, y en cambio en antropología la gente va
a trabajar vestida como campesinos, ¡lo cual yo adoré! Es gente muy
interesante.
“Nunca es tarde para
nada”
—¿Cómo vive el 2020 un historiador de izquierda estadounidense?
—¡Uy! ¡Pues votaré por Bernie
Sanders! —se carcajea—. Pero, ya hablando en serio, el mundo académico es muy
abierto. Actualmente estoy en una institución bastante conservadora, pero los
demás me dejan trabajar en paz y yo puedo escribir lo que yo quiera. En general
las universidades de Estados Unidos son de centro-izquierda y ya están acostumbradas
a tener académicos con caracteres medio locos. Pero en América Latina todos son
más de izquierda, el alumno latinoamericano promedio es marxista. Para un
estadounidense cualquiera, yo soy un comunista; pero para un latinoamericano
soy un centrista o de centro-izquierda, más o menos liberal, pero no más. En
Estados Unidos no puedo hablar de política cuando estoy afuera de la
universidad, me es imposible; pero cuando estoy aquí, sí.
—Lo mismo sucede justamente con Bernie Sanders, ¿no
lo cree? En Estados Unidos la gente lo ve como un comunista radical, pero en
América Latina la gente cree que simplemente está pensando en garantizar los
derechos humanos universales.
—Exacto. Hay un artículo que leí el
otro día que decía que no es comunista, sino social-demócrata. En fin…
—¿Qué ha significado México para su
carrera y para su vida?
—Yo vine aquí originalmente para
enseñar un curso de historia y métodos cuantitativos a un grupo
internacional donde había peruanos y puertorriqueños. Una vez que llegué me
puse a ver qué material iba a enseñar en ese curso, y comencé a escribir
artículos y a trabajar con varias personas con las cuales finalmente hice
amistades. El Colegio de México es interesante en ese sentido, porque hay un
programa de graduados que te permite ver quién estuvo estudiando o trabajando
aquí. También, al investigar sobre Bolivia y Brasil y la trata de esclavos en
América Latina leí artículos de arqueología, biología, y otras cosas para ver
cómo se conformaba esa historia hasta el siglo XXI. Digamos que nunca fui una
persona normal en la Academia.
—Una última pregunta, doctor. Quizá
sea una un tanto abstracta, pero en estos tiempos no creo que esté de más
reflexionar al respecto: ¿es muy tarde para América Latina?
—Nunca es tarde para nada. Mire, si
algo he aprendido con todos los siglos que he estudiado de este continente, es
que han avanzado. En el siglo XIX el 80 por ciento de la población era
analfabeta y el promedio de edad era de 40 años. Ahora ya se encuentran con
patrones más de primer mundo. Evidentemente no iguales, pero no están lejos.
América Latina sigue siendo pobre, atrasada, y el crecimiento es lento, pero
hay cambios. No está perdida, hay enormes posibilidades. Cuando fui el director
del Centro de Estudios de América Latina en la Universidad de Stanford, el
decano dijo que no quería más estudios de música latinoamericana ni nada de
folclor porque “es una universidad científica”. Me pareció ridículo, porque en
América Latina hay de todo: poetas de primera, músicos excelentes, y gente
científica muy seria. El capital humano es extraordinario. La literatura
latinoamericana es universal. ¿Quién escribió Cien años de soledad?,
me preguntaban en Rusia. Y yo pensaba: “Órale, García Márquez es famoso”.
—Y Borges también…
—Oh, Borges, todo el mundo lee a
Borges. Yo lo conocí una vez en mi vida, fue maravilloso. Un día hubo una cena
y estaba él y un Premio Nobel que ahora no recuerdo su nombre. Borges ya era
ciego en ese entonces y tenía un inglés excelente, se pasaron toda la noche
discutiendo sobre Shakespeare. Esa fue mi experiencia con él y yo quedé muy
asombrado. Por eso mismo digo que América Latina tiene mucho, mucho que
ofrecer. Claro, hay crisis y muchos problemas, pero va avanzando. Lentamente,
pero avanzando. Yo, con mi origen neoyorquino, me siento mucho más cómodo en
América Latina que en mi propio país. Ya lo dije, pero lo repito una vez más:
¡adoro que todo mundo se bese aquí! Todo el tiempo se tocan, se tocan el cuerpo
y se dan palmadas por todo. En Estados Unidos eso no pasa, y también creen que
los hombres no lloran. En cambio, aquí, lloran cuando pierden los partidos y
también cuando los ganan.
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