A muchos no tocó esa vacuna contra la poesía que nos inocularon siendo niños en la escuela primaria. Mientras hacíamos nuestra manualidad para la madre, el padre, la primavera y más, teníamos que escuchar al chico que declamaba (recitaba) bonito, practicando una y otra vez entre las recriminaciones de la madre Amalia por no aprenderse el texto, y los gritos de la seño Soco (“¡Trenti chino del demonio!”) cada vez que el niño en cuestión, de rizados cabellos y actitud de travesura, se equivocaba o le imprimía un tono festivo a Los motivos del lobo, un sacrilegio inaceptable para la interpretación lacrimosa que se quería lograr de dicho texto.
Leer poesía no ha sido lo mío. Las novelas, los cuentos, incluso los ensayos (de Paz, de Reyes, de Ramos) en la preparatoria, contribuyeron más a la creación de mis mundos internos y poética creativa que escuchar recitaciones colectivas en los inevitables festivales escolares.
Durante el verano que hay entre la primaria y la secundaria descubrí un libro titulado Los mejores poemas de amor, medio escondido de tan delgadito entre las enciclopedias. Y, más enojada que otra cosa, descubrí que mis primeras cartas de amor (de aquél primer enamorado que se atrevió a escribirme en sexto grado) eran calcas exactas y combinada de esos poemas de amor.
Así que estuve años sin poner atención, cumpliendo con tareas, leyendo por una calificación y sin grabarme ninguno de los nombres de los muchos poemas y poetas escolares que padecimos en el interminable conteo de versos de la clase de español.
Y un día descubriría a Rainer Maria Rilke (1875, Praga) en la clase de teatro, justo para nuestro examen de expresión corporal con Nora Manneck. Rogelio Luévano nos entregó un texto que me golpeó como un grito hermano de la angustia juvenil que vivía en ese momento. Un escrito cuyas palabras, desbordadas del papel, entraban directo a mover la concepción de lo que hasta ese momento creía la verdad. Una idea de la poesía que provenía de un establecido generacional y, después de agitarla, romperla y desaparecerla, me dejó con la angustia de saberme libre de lo que me hicieron creer, conocer y, justo entonces, me dio nuevas herramientas para la lectura y disfrute de la poesía. Y especialmente, para la vida.
Y eso que estoy hablando solo de la primera de las Elegías de Duino, tal vez porque es en donde habla de que el héroe y los verdaderos amantes son los únicos capaces de trascenderse, de perdurar. En la primera juventud todos somos heroicos.
En esos días, todo era la emoción de saber que había alguien con quién dialogar de eso que uno presentía pero no podía expresar, Rilke le dio voz a todas esas inquietudes adolescentes, a las limitaciones y soledad de la humanidad, a la vida, la muerte, el amor y los amantes; todo lo anterior que no es otra cosa que la angustia de ser joven que se da justo cuando uno sale del primer hogar para siempre, con la consigna de encontrar su poética y realizar la tarea del poeta que tiene a esos ángeles terriblemente perfectos (y terribles).
Rainer Maria Rilke, creador de torres fortificadas donde sus demonios cotidianos lo cobijaron de un mundo extraño y egoísta. Un poeta para leer en la adolescencia cuando nos enamoramos apasionadamente de todo y de nada, cuando sentimos que la vida es, pero al mismo tiempo duele de tan confusa; cuando la magia invade nuestro diario peregrinar por calles insulsas y actividades monótonas; cuando el ego está desbordado en la imagen de nuestro novelesco y único padecimiento.
Rilke me dio permiso para sufrir.
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