Veo el reloj. Trato de esquivar a la gente se cruza en mi
camino como si fuese una estrategia del universo para hacerme llegar tarde. Nunca
llego tarde y, esta vez, no debía ser la excepción. Cuando por fin salgo por
los torniquetes, suspiro, porque hay demasiadas personas subiendo las escaleras
como hormiguitas. Tendré que aplicar las estrategias de los juegos de fútbol
americano y taclear a quien obstruya mi camino. Necesito asegura mi lugar en
las primeras filas, de lo contrario, cuando la presentación termine, tardaré
horas pasar a la firma del libro.
Afuera, siento el golpeteo de las gotitas sobre mi cabeza
como una tortura medieval. Me enojo más. Entre empujones, salgo de la estación
y corro al Palacio de Bellas Artes. Entro y todo está en calma. El Art Nouveau
y Art Decó de techos y paredes me hacen perderme en ellos. Mis ojos van de un
lado a otro como si quisiesen grabarse todos los mínimos detalles, necesito una
instantánea sin fecha de caducidad en mi memoria. Si me hubiese detenido antes
de entrar, me habría puesto nostálgica. Alan y yo paseábamos cada viernes por ahí.
Entrábamos a Gandhi, visitábamos la Porrúa, cenábamos en Los azulejos. Caminé
directo a mi objetivo, porque por voltear algunos perdieron al amor de su vida
o se quedaron ciegos. Yo ya había perdido lo primero.
Dentro del palacio, sus grandes escaleras me dan la
bienvenida. Había visitado tantas veces el recinto que ya los trabajadores me
conocían, lo sentía tan familiar, lo conocía muy bien. Recibí grandes noticias
sentada en las escaleras exteriores, también conocí gente extranjera que
después encontré en Facebook y con quien sigo mensajeándome. Algunas veces,
mientras esperaba a Alán, me sentaba en una de las jardineras interiores que
acompañan la escalera principal a escribir. Me gustaba escribir, escribirle cartas,
aunque nunca me leyó.
Subo los trece escalones negros hacia la escalera principal.
Me alegro de no ver a nadie haciendo fila. Se me hacía tarde para llegar
temprano. Soy la primera. Me siento en el quinto escalón después de saludar al
señor Lalo, quien está a cargo de la entrada por esa noche. Abro mi bolsa, saco
el libro del que se hablará esa noche, pero no lo leo, me detengo a observar.
Miro al piso, levanto la cabeza hacia la cúpula central. Y pensar que grandes
personas han estado aquí. Suspiro. Algunos nacen con estrella, otros debemos
buscarla. Quizá la mía era la del norte, la que guía a los viajeros y por eso
permanecía arriba, allá inalcanzable.
Abro el libro donde dejé el separador, comienzo a leer. No
han pasado ni diez minutos cuando desvío mi atención hacia los turistas, trato
de entender lo que dicen, es italiano. Deduzco que están sorprendidos por el
lugar. “Es estilo neoclásico” pienso en decirles, pero no sé traducirlo. Un
señor se acerca y me pregunta si estoy formada, le contesto que sí y se sienta
dos escalones abajo. Regreso a la lectura. La protagonista está por descubrir
la infidelidad de su novio. Es un desgraciado. Trato de concentrarme porque sé
que mi pensamiento no se refería al personaje ficticio. El personaje masculino
me recuerda a Alan, ausente, engreído, ambicioso. Ahora a la distancia, puedo
darme cuenta de ello. Vuelvo a leer la línea. Miro el reloj. Lo malo de llegar
temprano es tener que esperar. Los minutos deambulan lentamente ante mis ojos,
son turistas que pasean observando con calma los detalles. Los segundos se
convierten en este lugar en bailarinas y los minutos en actores que toman prestado
el tiempo de los demás. Desde que compré la novela no la he podido terminar. La
compré porque escuché que hablaba de nosotros, de mi historia con Alan. Abandono
mi intento de lectura. Alan aparece en cada línea. De tener más valor, le
reclamaría al escritor que se haya robado nuestra historia. Quizá por eso
terminamos. Quizá él nos la arrebató y le puso un punto final sin consultarnos,
pero estoy aquí por su autógrafo, no para reclamarle.
Entramos en la sala y elijo el primer asiento al lado del pasillo
central. Ahí no puedo perderme los detalles. Hay gente famosa a mí alrededor.
Me cuestiono que estoy haciendo ahí. Me siento como una intrusa fuera de lugar.
Me hago chiquita en el asiento. A mi lado se sienta una señora que no
reconozco. Nos miramos, me sonríe. “Vaya, hay muchas personas conocidas”, dice.
Y no logro atinar si se refiere a que ambas podríamos conocerlas por pertenecer
al mundo literario. Me complica más mi duda cuando comienza a nombrarlas como
si se encontrase en una cena familiar.
El escritor y tres más suben al escenario. De ellos, solo
conozco a las dos escritoras. El desconocido da un discurso bizarro sobre la
obra, las escritoras dicen frases contundentes que no alcanzo a registrar en mi
cabeza porque todas me hacen pensar en mi historia. Yo sólo pienso en la
similitud con mi vida. Mientras me pierdo en las palabras que flotan por el
lugar, no me doy cuenta de que me he quedado mirando fijamente al autor hasta
que él me sonríe. Volteo hacia atrás para ver si hay alguien sentado a quien
pudiese dirigirle la sonrisa, pero no. Hay un adolescente junto a su novia. Quisiera
decirles que su miel se terminará algún día. ¡Que lo descubran por sí mismos!
El autor habla, trato de ponerle atención, porque parece que
ha decidido mirarme fijamente en ciertas partes de su discurso. Me tallo los
ojos un par de veces, siento que su sonrisa trata de coquetearme. Sé que me
sonrojo, porque siento más calor que cuando el evento inició. Trato de
mantenerme seria, de que no se note mi nerviosismo. Sería tan irónico que…
Aunque lo único que me dejó mi última historia fueron las ganas de vivir una
diferente, con alguien más que no fuera Alan, por supuesto.
Todos aplauden al final, perdemos el contacto visual. Abrazo
la novela con la sensación de sentirme desnuda ante él; siento que ha contado
mi historia, que me ha mirado durante la presentación porque ha visto en mí a
su personaje. Me lleno de rabia al pensar que también se ha llevado a Alan
lejos de mí. Quiero gritarle y reclamarle, exigirle que retire el punto final,
que lo convierta en punto y aparte o punto y seguido y nos deje continuar.
Alguien debe tener la culpa en esto.
Cuando llego hasta él le pido secamente que me lo dedique. El
pregunta mi nombre. No alcanzo a leer que es lo que escribe antes de que cierre
el libro. Al entregármelo, roza mi mano. Me voy.
Salgo de la sala aún con el corazón latiendo en cuarta
velocidad. Me detengo en seco. ¿Y si lo espero? En realidad, sí necesito
reclamarle a alguien. Con Alan no pude hacerlo, porque lo bloqueé del WhatsApp en
cuanto vi la foto que una compañera de su trabajo me envió.
Dispuesta a esperarlo, me planto en la salida y me da
curiosidad saber qué escribió en la dedicatoria. Leí dos veces para comprobar
que mi vista no me engañaba, había un número telefónico después de Para
Julieta.
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