#DelBaúl Los microbios **Los microbios, en ejércitos interminables y en orden de batalla estaban ante mí: unos tenían figura de letras o signos ortográficos, otros parecían troncos retorcidos || José Fernández Bremón


Se reproduce a continuación el relato Los microbios, de José Fernández Bremón. Ganso y Pulpo, proyecto editorial independiente sin ánimo de lucro, ha realizado su edición a partir del texto publicado en el diario El Liberal el día 26 de septiembre de 1892 (año XIV, núm. 4.845).
 
LOS MICROBIOS
 
Me había acostado bajo la impresión que me produjo el folleto de mi amigo el Sr. Rodríguez Merino, La electricidad y el cólera. La idea de aplicar aquel fluido como preservativo para destruir con su uso diario los microbios de aquella enfermedad, apenas aparecen en el cuerpo humano, y el propósito de crear gabinetes de electrización a donde acudiéramos para formar cadena y recibir los chispazos, de tal modo me preocuparon, que cuando me dormí tuve un sueño disparatado, que voy a referir.
 
I
Los microbios, en ejércitos interminables y en orden de batalla estaban ante mí: unos tenían figura de letras o signos ortográficos, otros parecían troncos retorcidos, herramientas, reptiles, garfios y antiparras; iban los unos armados de mangas filtradoras de venenos; otros de taladros y ganzúas, de picos de águila y garras de león.
        Parecían las visiones del Apocalipsis reducidas a la dimensión de puntas de alfileres, que esperaban el día terrible para ensancharse a su tamaño natural.
        Hui, sin esperar su acometida.
  
II
Estaba en mi casa; se oían a lo lejos tiros, cornetazos, voces de mando y gritos subversivos.
        —¿Qué motín es ese? —pregunté.
        —Escuche usted las voces.
        —Oigo vivas y mueras a los microbios.
        —En efecto; la gente está dividida en dos partidos: sostienen unos que los microbios que tenemos en el cuerpo son los que conservan nuestra vida, y quieren que se les respete; los otros opinan que son la causa de todas las enfermedades, y piden que se les destruya.
        —¿Y quiénes tienen razón?
        —Todavía no se sabe; los que peguen. ¿Oye usted? Han perdido la batalla los microbios. Bajemos a electrizarnos, para no ser sospechosos.
        —¿Y cómo se electriza cada día tanta gente? ¿Formaremos cadena?
        —El método resultaba muy lento e inseguro; solo los aguadores, acostumbrados a bailar la danza prima, formaban bien la cadena y aguantaban la descarga. En los demás corros siempre se soltaban las personas nerviosas, interrumpiendo la comunicación. Ahora se han colocado en las calles planchas electrizadas y pendientes para que nadie se detenga. Allí veo una. Mire usted cómo saltan los transeúntes…
        —Pero eso es un trampolín.
        —Sí, señor; un trampolín medicinal.


III
La fuga no me sirvió de nada: había caído en una emboscada de microbios y tuve que rendirme. Aquellos seres microscópicos tomaron posesión de mi cuerpo como los vencedores entran en una plaza que ha capitulado. Cada hilera se introducía por uno de mis poros como por un arco magnífico, sin que aumentasen en nada mi volumen.
        Y sentí a la vez calambres, retortijones, calentura, pasmo, dolores en todas mis entrañas, convulsiones, escalofríos, sudores y desmayos.
        Un médico me reconoció, y me dijo gravemente, meneando la cabeza:
        —No me gusta usted.
        —¿Estoy en peligro?
        —¿Que si está?… ¿Quiere usted venderme su esqueleto? Es lo único que podremos aprovechar de todo el cuerpo.
        —¿Pues qué padezco?
        —Tiene usted intermitentes, viruelas, tifus, cólera, aneurisma, cáncer, delirium tremens, rabia y tisis galopante.
        —Diga usted que soy un hospital.
        —De incurables. Queda usted desahuciado. ¡Ea! Una camilla y que le suban a una torre.
        —¿Va usted a arrojarme por ella?
        —Tranquilícese usted: voy a aplicarle a usted el sistema eléctrico antiflojístico: solo lo ensayo en los amigos.
        Cuando me izaron a la torre y el doctor sacó una cuerda, le dije horrorizado:
        —Pero ¿quiere usted ahorcarme a estas alturas?
        —¡Silencio! Voy a atarle al pararrayos.
        No hubo remedio; en vano le decía:
        —¿No oye usted cómo truena? ¿No comprende usted que voy a recibir todas las descargas de las nubes?
        —Esa es mi receta: quiero que le caiga a usted un rayo en medio de la frente.
        Y los truenos retumbaban por la bóveda celeste.
        Y descendió la chispa eléctrica y volé convertido en gases, como cuando revienta un polvorín, mientras el médico decía contemplando mis fragmentos:
        —La dosis ha resultado un poco fuerte. Pero lo hecho está bien hecho. Era lo científico.
  
IV
Sin saber cómo, me encontré en una academia, vivo y sano; el orador decía a sus oyentes:
        «Señores: ¿No os dice nada el hecho de que todas las enfermedades que nos diezman, estén representadas por un microbio? Pues yo añado más: cada clase de microbios que vive dentro de nosotros es una enfermedad atenuada que nos mina lentamente. ¿A qué ocultarlo? Estamos podridos y nuestro cuerpo es una gusanera, una casa vieja plagada de ratones. No podemos dar un beso a nadie, ni estrechar la mano de un amigo, sin que nos llenen de microbios los labios y las palmas. Usad guantes cuando deis la mano a alguno; tirad los besos con la punta de los dedos; o poneos fundas de goma en los labios si los dais.
        »¡Ah!, señores. Adán y Eva nacieron inmortales; luego su cuerpo era incorruptible; y nuestro planeta estaba exento de todo principio nocivo para la salud del cuerpo humano. Pero nuestros primeros padres fueron condenados a morir y hubo necesidad de lanzar sobre la Tierra las nuevas existencias destinadas a la función de verdugos invisibles. Y nacieron los microbios primitivos y latieron en las humedades los gérmenes de futuras generaciones de microbios, esperando la hora de su transformación y nacimiento. No en vano, sin embargo, habían probado nuestros padres el árbol de la ciencia; su rebeldía nos mató, pero nos hizo inteligentes. En aquellos bocados fraudulentos adquirimos la substancia del progreso. ¡Con qué habilidad nos ocultaban por su pequeñez la causa de nuestra muerte, los microbios: con qué destreza nos escondieron el remedio, la electricidad, ese fluido o esa fuerza impalpable e invisible! Pero con qué talento lo hemos descubierto. Eva pecadora, sembraste el mundo con los huesos de tus hijos; Eva curiosa, en ti está el origen de la investigación y de la ciencia. Esta ha dicho su última palabra: los microbios son la muerte; en la electricidad está la vida. Purifiquémonos con el fluido de la salud. Pido la electrización humana diaria y obligatoria, sin distinción de edades ni de sexos, hasta la extirpación de todos los microbios que infestan nuestro cuerpo».
        La concurrencia, electrizada, le aclamó con delirio; traté de hablar en contra y me pusieron una mordaza eléctrica en los labios.


V
—Ya no hay enfermedades. ¿Qué hemos hecho? —decía un médico a otro colega.
        —Hemos concluido con la ciencia y tomado la absoluta, al exterminar el cuerpo humano.
        —Hace treinta años que no hay bautizos —añadía un sacristán—. ¿En qué consiste?
        —¿En qué ha de consistir? ¿No nos hemos electrizado todos para concluir con los microbios?
        —Sí, señor; pero continúo no entendiéndolo.
        —Vamos a ver, ¿qué es usted?
        —Un hombre.
        —Y antes, ¿qué fue usted?
        —Niño.
        —¿Y antes de ser niño?
        —Feto.
        —¿Y antes de feto?
        —No lo sé.
        —Era usted un microbio de su padre.
        —Caballero, usted me insulta.
        —No; todos fuimos microbios. Pues bien; al extirparlos con las mismas descargas eléctricas conque destruimos el cólera, hemos fusilado las generaciones venideras.
        En aquel momento se nos acercó un pobre y dijo quitándose el sombrero:
        —Una limosna para un padre de familia desgraciado.
        —¡Impostor! ¡A la cárcel! —dijimos todos zarandeándole con furia.
        —¿Por qué? —preguntaba el infeliz.
        —Porque ya no hay padres de familia; los hombres son estériles.
  
VI
Habíamos destruido las causas de las enfermedades y los hombres solo perecían de muerte violenta. Hacía varios siglos que ya no había jóvenes; todos estábamos arrugados, pero ágiles y sanos, y nadie recordaba si había sido rubio o pelinegro.
        Las iglesias, ¡qué desolación!, estaban medio desmoronadas y desiertas; la vejez es escéptica cuando no tiene el miedo de la muerte. ¡Había tanto tiempo para arrepentirse! ¡Las almas del Purgatorio eran tan antiguas!
        Las compañías teatrales solo tenían barbas y característicos; pero el amor no había sido desterrado del teatro. El aspecto del Real era extraño, lleno de vejestorios desde la concha del apuntador al final del paraíso; era un público de momias perfumadas y elegantes.
 
Entré en el estudio de un pintor amigo.
        Una vieja de trescientos años, tripuda y amarillenta, estaba en la tarima sirviendo de modelo.
        —¿Va usted a pintar alguna harpía? —dije a mi amigo por lo bajo.
        —No; una Venus.
        —¿Con ese modelo?
        —Es el mejor que tenemos en España; no queda otra cosa; hay en aquel escorzo algo que recuerda la figura humana y como el colorcillo de la carne.
        Yo rompí a llorar.
        —¿Qué tiene usted?
        —¡Qué he de tener! Recuerdo los felices tiempos en que padecía cólera, rabia y tisis galopante. A esta salud prefiero los microbios.
        Y oí una música endiablada. Era un coro de viejas; cantaban las vecinas del pintor. Salí precipitadamente, pero todas asomaban sus horribles cabezas por los ventanillos, diciéndome con voluptuosidad:
        —¡Adiós, hermoso! ¡Adiós, hermoso!
  
VII
Bendita sea la mano pequeñita que me despertó tirándome del pelo.
        Era mi vecinita Luz, que me decía:
        —Levántate, dormilón y llévame a la feria.
        Yo miré encantado aquella carita risueña y encarnada; me imaginaba no haber visto niños hacía algunos siglos. Quise darle un beso y me detuve. Me figuré ser un moscardón que iba a mancillar el fresco capullo de una rosa.

Fotografía e ilustraciones: Pexels

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