Apenas son las cinco treinta de la mañana
y no quiero ir a trabajar, pospongo la alarma: dos, tres, cinco veces, hasta
que el tiempo me alcanza. Comienzo la jornada a fuerza y sin ganas, lejos quedaron
los días en que la noche parecía larga y dormir solo era un trámite obligado
para seguir viviendo. Soy la autómata que no pone atención del pie con que se
levanta, pero sin duda, es el izquierdo. Esta rutina es agobiante, lineal y sin
matices.
Me gusta bañarme con el agua hirviendo,
dicen que las duchas matutinas son energizantes, pero no siento diferencia. El
agua corre y abraza mi cuerpo con la calidez de una frazada. Otra vez pienso en
el trabajo, es una constante que serpentea las circunvoluciones rosadas de mi
cerebro, ¡no quiero ir a trabajar, no quiero ir a trabajar, no quiero ir a
trabajar! Ese es mi mantra. “¡Cuidado con lo que deseas!” dice mamá, —si eso fuera verdad, mis muertos habrían
revivido y el trasero me habría crecido años atrás— lo cierto, es que con todo y mi
escepticismo, aquella frase resuena en mi consciencia.
A mis compañeras se les cae el pelo sin
remedio, creo que mientras se bañan, las hebras discurren como espaguetis
húmedos y resbaladizos por los azulejos, imagino su pelo colapsando las
cañerías, alimentando enormes monstruos capilares que viven en las
tuberías de sus casas. Lo primero que veo cuando llego al trabajo son pelos,
montículos de pelo bajo las sillas; en el lavabo, en los pasillos, en los
escritorios: lacios, rizados, decolorados, vírgenes, largos, cortos, púbicos o
con orzuela. Yo no sé cuánto pelo se me cae, pero sin duda, la cantidad es
inofensiva. No quiero ir a trabajar y verles las caras a ellas, que se han
quedado calvas de amargura y se marchitan detrás de un cubículo idéntico al
mío, ¡Ojalá que me corran!
“Agradece que tienes trabajo” dice mamá, “ya
muchos quisieran estar en tu lugar” repite, como si le pagaran por hacerlo. Si
trabajo es por necesidad, no por gusto ¿Quién en su sano juicio alquilaría su
vida por tan poco? —Es verdad; somos millones—. Mamá siempre tiene las frases adecuadas para el momento incorrecto,
frases prefabricadas que se heredan de la colectividad, palabras con poder,
pero sin fundamento, como cuando la gente dice “primero dios”, “dios te oiga”,
“si dios quiere”, “dios mediante”, no les hallo sentido, son como adornos
gramaticales o reminiscencia quizás de una evangelización forzada. Pese a ello,
jamás me atrevería a contrariarlas, por eso intento medir mis palabras ante las
advertencias de mi progenitora que intenta salvarme de presagios indeseables,
no vaya a ser que por andar de hocicona, su criatura se quede sin chamba.
Tener un trabajo está sobrevalorado, ser
una esclava a sueldo tiene consecuencias negativas para el espíritu y encontrar
“el trabajo de tus sueños”es una utopía, al menos, en este país. Pienso en los
pocos colegas universitarios, valientes, que ejercen la profesión, aquellos que
andan por allí prostituyendo su talento a cambio de pagas espeluznantes, ¿cuándo
el trabajo intelectual y artístico dará para una vida digna? Solo unos pocos
han sido tocados por la Fortuna, solo unos cuantos sueñan despiertos en un
cuarto propio, los otros, apenas sobreviven tejiendo versos para clarificar su
existencia y se preguntan de qué sirve escribir en un país sin lectores.
“¿No nacieron los demás?
Pues si los
demás nacieron, v. 120
¿qué
privilegios tuvieron
qué yo no gocé
jamás?”[1]
Pertenezco a la generación de las grandes expectativas, educados bajo
preceptos moribundos que se sostienen de un esfuerzo constante para alcanzar el
éxito, el éxito es subjetivo, pero el concepto se asocia intrínsecamente al
dinero: la producción de capital para un sistema capitalista. Mis padres me
enseñaron a esforzarme en la escuela, a ser una estudiante que cumpliera con
las características del buen alumno, las buenas notas, el cuadro de honor, la
escolta, toda esa parafernalia inútil que no garantiza nada más que el
agotamiento crónico de una adulta frustrada. La licenciatura no es sinónimo de
mejor sueldo, esa fórmula funcionó bien durante el siglo XX, antes de que la
demografía rebasara cada metro cuadrado de la ciudad y los árboles derribados
lloraran sus raíces huérfanas atrapadas en los resquicios de la tierra.
Por otra parte, sería irresponsable decir
que la vida y las circunstancias me orillaron a la situación en la que me
encuentro, no es así, alternativas siempre hay para salir del lugar en el que
no se quiere estar, sin embargo, no encuentro la llave de la cerradura ¿será
esta la puerta correcta?
Hoy tardé tres horas en llegar al trabajo,
el recorrido idílico de la cuarentena pasó a ser un recuerdo feliz. En esta
ciudad vivimos de prisa, pisándole los talones al de enfrente o pitando el
claxon al idiota que se quedó pasmado en el verde, porque somos agresivos ¡y
también violentos! Caminamos a las vivas con la mochila por delante para evitar
saqueos ladinos, a paso firme y engarrotados, prevenidos para empujones recios
o peleas improvisadas.
En ciertos días de calor me ensordece el
desencanto por la vida; la desilusión. Pienso en los poetas caídos, en su amor
hacia las píldoras y los brebajes etílicos que consuelan al cuerpo y luego lo
mutilan, lo humillan, lo despojan de la dulce inteligencia, los escritores
caídos que se coronan con la soga siniestra. Ahora les lloran en la salita
incómoda del velatorio, mientras la culpa alimenta los “hubiera”. Fueron
hallados solos, con el gesto trágico de la incomprensión, descubiertos por el
aroma clandestino que escapa de un alquiler vencido. Ahora, recitan sus letras
que no leyeron antes, en homenajes póstumos, mientras el rostro amoratado,
sofocado, atragantado con su propia lengua, yace irreconocible frente a todos.
Pienso en ellos y pienso en mí, que a veces siento demasiado.
Ser empleada del trabajo incorrecto,
incómodo, infértil, me ha deshumanizado, “despersonalizado” dirían los
psicólogos, cada vez me importa menos la gente, las personas, el otro, el
prójimo, ¡Yo!, que soy humanista y “Nada humano
me es ajeno”. Llevar el cerebro al límite, por la obsesión de ideas
estériles puede tener resultados desastrosos. El estrés constante altera las
hormonas, el estado de ánimo y la personalidad, según Wendy Suzuki, profesora
de neurociencia y psicología de la Universidad de Nueva York, el cerebro adulto
puede cambiar en función de su entorno, ya sea para bien o para mal, me ha
sucedido.
En mis días libres soy una persona divertida que disfruta los baños de
sol, me intereso genuinamente por mis parientes y amigos, disfruto ayudar
cuando hay oportunidad de hacerlo, las caminatas sin rumbo me ponen contenta, soy
capaz de reconocer mi oscuridad, pero también, conozco mi luz.
Estar encerrada en una
celda-oficina de 9 a 7 de lunes a viernes saca lo peor de mí, saca lo peor de
cualquiera. Estoy juntando fuerzas para renunciar, pero más que fuerzas, hace
falta dinero para pagar las cuentas. ¿A dónde irán a parar mis anhelos cuando
la materia de que estoy hecha se haga polvo, y el esfuerzo con el que cada día
me levanto se esfume en la memoria de nadie, porque somos efímeros y en cien
años mi cansancio, mi amor y mi desasosiego sean inexistentes?
____________
[1] La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, vv. 19-22
DIANA MEZA LUVIANO (1988). Nació en el hoy extinto Distrito Federal, estudió Literatura dramática y teatro en la UNAM y Creación literaria en el INBAL. Actualmente es miembro activo del taller de crónica a cargo de Braulio Peralta. Disfruta escribir crónicas íntimas y observaciones sociales que encuentra a su paso.
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