CRÓNICA ACTUAL No quiero ir a trabajar **Si trabajo es por necesidad, no por gusto ¿Quién en su sano juicio alquilaría su vida por tan poco? || Diana Meza Luviano

 
Apenas son las cinco treinta de la mañana y no quiero ir a trabajar, pospongo la alarma: dos, tres, cinco veces, hasta que el tiempo me alcanza. Comienzo la jornada a fuerza y sin ganas, lejos quedaron los días en que la noche parecía larga y dormir solo era un trámite obligado para seguir viviendo. Soy la autómata que no pone atención del pie con que se levanta, pero sin duda, es el izquierdo. Esta rutina es agobiante, lineal y sin matices. 
           Me gusta bañarme con el agua hirviendo, dicen que las duchas matutinas son energizantes, pero no siento diferencia. El agua corre y abraza mi cuerpo con la calidez de una frazada. Otra vez pienso en el trabajo, es una constante que serpentea las circunvoluciones rosadas de mi cerebro, ¡no quiero ir a trabajar, no quiero ir a trabajar, no quiero ir a trabajar! Ese es mi mantra. “¡Cuidado con lo que deseas!” dice mamá, si eso fuera verdad, mis muertos habrían revivido y el trasero me habría crecido años atrás lo cierto, es que con todo y mi escepticismo, aquella frase resuena en mi consciencia.
A mis compañeras se les cae el pelo sin remedio, creo que mientras se bañan, las hebras discurren como espaguetis húmedos y resbaladizos por los azulejos, imagino su pelo colapsando las cañerías, alimentando enormes monstruos capilares que viven en las tuberías de sus casas. Lo primero que veo cuando llego al trabajo son pelos, montículos de pelo bajo las sillas; en el lavabo, en los pasillos, en los escritorios: lacios, rizados, decolorados, vírgenes, largos, cortos, púbicos o con orzuela. Yo no sé cuánto pelo se me cae, pero sin duda, la cantidad es inofensiva. No quiero ir a trabajar y verles las caras a ellas, que se han quedado calvas de amargura y se marchitan detrás de un cubículo idéntico al mío, ¡Ojalá que me corran!
           “Agradece que tienes trabajo” dice mamá, “ya muchos quisieran estar en tu lugar” repite, como si le pagaran por hacerlo. Si trabajo es por necesidad, no por gusto ¿Quién en su sano juicio alquilaría su vida por tan poco? Es verdad; somos millones. Mamá siempre tiene las frases adecuadas para el momento incorrecto, frases prefabricadas que se heredan de la colectividad, palabras con poder, pero sin fundamento, como cuando la gente dice “primero dios”, “dios te oiga”, “si dios quiere”, “dios mediante”, no les hallo sentido, son como adornos gramaticales o reminiscencia quizás de una evangelización forzada. Pese a ello, jamás me atrevería a contrariarlas, por eso intento medir mis palabras ante las advertencias de mi progenitora que intenta salvarme de presagios indeseables, no vaya a ser que por andar de hocicona, su criatura se quede sin chamba.
           Tener un trabajo está sobrevalorado, ser una esclava a sueldo tiene consecuencias negativas para el espíritu y encontrar “el trabajo de tus sueños”es una utopía, al menos, en este país. Pienso en los pocos colegas universitarios, valientes, que ejercen la profesión, aquellos que andan por allí prostituyendo su talento a cambio de pagas espeluznantes, ¿cuándo el trabajo intelectual y artístico dará para una vida digna? Solo unos pocos han sido tocados por la Fortuna, solo unos cuantos sueñan despiertos en un cuarto propio, los otros, apenas sobreviven tejiendo versos para clarificar su existencia y se preguntan de qué sirve escribir en un país sin lectores. 
 
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron, v. 120
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?”[1]
 
Pertenezco a la generación de las grandes expectativas, educados bajo preceptos moribundos que se sostienen de un esfuerzo constante para alcanzar el éxito, el éxito es subjetivo, pero el concepto se asocia intrínsecamente al dinero: la producción de capital para un sistema capitalista. Mis padres me enseñaron a esforzarme en la escuela, a ser una estudiante que cumpliera con las características del buen alumno, las buenas notas, el cuadro de honor, la escolta, toda esa parafernalia inútil que no garantiza nada más que el agotamiento crónico de una adulta frustrada. La licenciatura no es sinónimo de mejor sueldo, esa fórmula funcionó bien durante el siglo XX, antes de que la demografía rebasara cada metro cuadrado de la ciudad y los árboles derribados lloraran sus raíces huérfanas atrapadas en los resquicios de la tierra.
           Por otra parte, sería irresponsable decir que la vida y las circunstancias me orillaron a la situación en la que me encuentro, no es así, alternativas siempre hay para salir del lugar en el que no se quiere estar, sin embargo, no encuentro la llave de la cerradura ¿será esta la puerta correcta?
           Hoy tardé tres horas en llegar al trabajo, el recorrido idílico de la cuarentena pasó a ser un recuerdo feliz. En esta ciudad vivimos de prisa, pisándole los talones al de enfrente o pitando el claxon al idiota que se quedó pasmado en el verde, porque somos agresivos ¡y también violentos! Caminamos a las vivas con la mochila por delante para evitar saqueos ladinos, a paso firme y engarrotados, prevenidos para empujones recios o peleas improvisadas.
           En ciertos días de calor me ensordece el desencanto por la vida; la desilusión. Pienso en los poetas caídos, en su amor hacia las píldoras y los brebajes etílicos que consuelan al cuerpo y luego lo mutilan, lo humillan, lo despojan de la dulce inteligencia, los escritores caídos que se coronan con la soga siniestra. Ahora les lloran en la salita incómoda del velatorio, mientras la culpa alimenta los “hubiera”. Fueron hallados solos, con el gesto trágico de la incomprensión, descubiertos por el aroma clandestino que escapa de un alquiler vencido. Ahora, recitan sus letras que no leyeron antes, en homenajes póstumos, mientras el rostro amoratado, sofocado, atragantado con su propia lengua, yace irreconocible frente a todos. Pienso en ellos y pienso en mí, que a veces siento demasiado.
           Ser empleada del trabajo incorrecto, incómodo, infértil, me ha deshumanizado, “despersonalizado” dirían los psicólogos, cada vez me importa menos la gente, las personas, el otro, el prójimo, ¡Yo!, que soy humanista y “Nada humano me es ajeno”. Llevar el cerebro al límite, por la obsesión de ideas estériles puede tener resultados desastrosos. El estrés constante altera las hormonas, el estado de ánimo y la personalidad, según Wendy Suzuki, profesora de neurociencia y psicología de la Universidad de Nueva York, el cerebro adulto puede cambiar en función de su entorno, ya sea para bien o para mal, me ha sucedido.
           En mis días libres soy una persona divertida que disfruta los baños de sol, me intereso genuinamente por mis parientes y amigos, disfruto ayudar cuando hay oportunidad de hacerlo, las caminatas sin rumbo me ponen contenta, soy capaz de reconocer mi oscuridad, pero también, conozco mi luz.
            Estar encerrada en una celda-oficina de 9 a 7 de lunes a viernes saca lo peor de mí, saca lo peor de cualquiera. Estoy juntando fuerzas para renunciar, pero más que fuerzas, hace falta dinero para pagar las cuentas. ¿A dónde irán a parar mis anhelos cuando la materia de que estoy hecha se haga polvo, y el esfuerzo con el que cada día me levanto se esfume en la memoria de nadie, porque somos efímeros y en cien años mi cansancio, mi amor y mi desasosiego sean inexistentes?

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[1] La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, vv. 19-22


DIANA MEZA LUVIANO (1988). Nació en el hoy extinto Distrito Federal, estudió Literatura dramática y teatro en la UNAM y Creación literaria en el INBAL. Actualmente es miembro activo del taller de crónica a cargo de Braulio Peralta. Disfruta escribir crónicas íntimas y observaciones sociales que encuentra a su paso.


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