TEXTOS CARDINALES «Las tres Gracias» | Soledad Puértolas



Cuando mi familia se mudó a vivir a Madrid, dejando atrás la vida amable y conocida de una capital de provincias, la impresión de desmesura, teñida de miedo, me acompañaba en los recorridos por la ciudad. Era un miedo mezclado con curiosidad, un miedo excitante. Imaginaba que habría secretos reservados para mí. Las rutinas de mi vida eran casi las mismas, pero el escenario era inmenso y absolutamente desconocido. Miraba a las personas que se movían por las calles y las envidiaba un poco, pisaban con mucha seguridad aquel territorio en el que yo acababa de caer. Parecían vivir allí desde hacía cientos y cientos de años. Sabían cómo era Madrid, dónde estaban los mercados, las iglesias, las plazas. Pero yo tenía que tener una misión, de lo contrario no me encontraría allí. Aún vivía, como tantos adolescentes, en una nube de fantasía. Aún aguardaba, con impaciencia temblorosa, placentera, la historia extraordinaria que me tocaría protagonizar.
     Mi tío Felipe, a quien hasta el momento sólo conocía de sus esporádicas y cortas visitas a su ciudad natal, que también era la nuestra, vivía en Madrid, y contribuyó de forma activa a hacer que la ciudad se convirtiera para mí en un territorio cada vez más familiar, aunque lleno de misterios, de cosas por descubrir. Era un paseante acérrimo y se conocía al dedillo las calles, travesías, plazas y plazuelas del centro. Trabajaba en una empresa de seguros, no sé exactamente cuál era su cometido, porque jamás hablaba de su trabajo. Sea como fuere, no le ocupaba mucho espacio en su cabeza ni quizá, tampoco, mucho tiempo. Yo tenía la impresión de que se dedicaba a pasear, a acudir a tertulias y reuniones de amigos, a hablar de historia, arte o literatura, de cosas, en general, que no eran exactamente la vida cotidiana. Cuando estaba en su casa, se retiraba a un cuarto que todos llamaban la biblioteca y se sentaba en su sillón con un libro en las manos. Estaba casado con la tía Gloria, una mujer que había sido muy guapa, según decían todos, aunque a mí me costaba creerlo. No era nada delicada, como yo creía que debían ser las mujeres más guapas. Mi ideal de belleza iba unido a cierta idea de fragilidad. Se decía que los tíos no se llevaban bien. No tenían hijos.
     El tío Felipe no tenía buena relación con mi padre, que era su hermano mayor y que lo consideraba una especie de parásito, un inútil. Un día supe que, además, tenía miedo de que el tío Felipe enloqueciera. El estigma de la locura perseguía a la familia. Era la mía, de manera que también me perseguía a mí, pero, inconsciente como era, por aquel entonces eso no me preocupaba mucho. Casi añadía alicientes a la vida.
     La única que parecía sentir simpatía hacia el tío Felipe era mi madre. Algunos atardeceres, mi tío se dejaba caer por nuestra casa, siempre con un ramo de flores para mi madre, como si fuera un pretendiente. Compraba las flores en la floristería de la esquina. Le habían educado así: cuando se iba de visita a una casa donde había mujeres había que llevar algo, un detalle. Además, la floristería le salía al paso, el esfuerzo que había que realizar era mínimo.
     Di algunos paseos por el viejo Madrid de la mano de mi tío Felipe. Me iba indicando edificios, rincones, iglesias, mientras me contaba historias. Era una fuente inagotable de historias. No era un hombre muy mayor, pero a mí me parecía un anciano. Tenía el pelo blanco y usaba bastón. Me daba la impresión de que todas esas historias que me contaba tenían mucho que ver con él, que eran cosas, en suma, que le habían pasado a él. No lo decía expresamente, pero algo te hacía pensar que esas historias no habían llegado a sus oídos de forma casual. Alguna vez pensé que se las inventaba, que eran sueños o deseos.
     Una tarde de invierno, me llevó al Museo del Prado. Aquel inmenso espacio donde una sala se sucedía a otra y donde no había otra cosa que cuadros –salas vacías, paredes llenas de cuadros– me pareció lúgubre y excesivamente solemne. Me sobrecogió. Era como una gran iglesia, algo intermedio entre una iglesia y un palacio. No olía a incienso ni a cera, pero sí a humedad, a oscuridad, a polvo. Nadie vivía allí, se utilizaba para eso, para las visitas, para que la gente se paseara por las salas y contemplara los cuadros. Mi tío hablaba en voz baja, como se habla en las iglesias. Había muy pocas personas por allí, nadie hacía ruido. Habíamos entrado en un reino de susurros y sombras.
     Nos deteníamos delante de algunos de los cuadros –los que escogía mi tío– y él me contaba cosas. Me empezó a entrar un gran cansancio. Le pregunté si nos podíamos sentar. Asintió, mientras entrábamos en otra sala. Nos dirigimos hacia el banco de madera que había en el centro. Me solté de la mano de mi tío y me senté. Nos encontrábamos en una de las salas dedicadas a Rubens. El banco quedaba justo enfrente de Las tres Gracias. Me quedé estupefacta. Aquellas mujeres desnudas, tan blancas, que tendían los brazos para entrelazarse, formando un corro, mirándose unas a otras, como si ignorasen que no llevaban ropa o como si la carne blanda, algodonosa, que las cubría no fuera carne sino ropa, me dejaron con la boca abierta.
     –Las tres Gracias –dijo mi tío Felipe–. Un cuadro magnífico, ¡qué gran pintor es Rubens! Fíjate cómo se destacan las figuras dentro del marco oscuro, un árbol a un lado, una fuente al otro. Están perfectamente enmarcadas, luminosas, plenas.
     Yo tenía doce años y mi conocimiento del cuerpo femenino estaba envuelto en rubor, vergüenza, pudor. Esas mujeres que no le daban ninguna importancia a la desnudez de sus cuerpos no encajaban en mi mundo, ¿qué clase de mujeres eran? Yo no había visto totalmente desnuda a ninguna mujer. Yo no era una mujer, aún era una niña. ¿Sería mi madre así?, no quería ni pensarlo. ¿Cómo podían estar desnudas, con aquella carne blanca que las arropaba blandamente, en mitad de un paisaje? ¡Desnudas al aire libre!, ¿estaban jugando a algo?
     Pero no podía echarle la culpa al tío Felipe de que fuera ése y no otro el cuadro que quedaba enfrente del banco, porque era yo quien, sin decirme él nada, me había sentado en él.
     Sin embargo, le eché la culpa. Porque el tío Felipe no me sacó de allí. Hubiera debido darse cuenta de que ése no era el lugar más apropiado para que se sentara una niña. Por el contrario, mi tío se sentó a mi lado y empezó a hablar. Habló y habló. Yo no podía escucharle. Mi cerebro borró –más bien, almacenó en una parte muy escondida– todas y cada una de las palabras que pronunció mi tío. Evidentemente, me estaba explicando el cuadro con todo detalle, porque su mano se movía en el aire señalando hacia él.     
     Pero yo no oía nada ni veía nada. Caí en un estado de parálisis, de horror. Algo me decía que aquello no tenía que estar sucediendo. De hecho, no estaba sucediendo, puesto que parte de mis sentidos se habían detenido.
     En determinado momento, el tío Felipe debió de darse cuenta de mi estado, porque, poco después, estábamos en la calle, bajo los árboles del paseo del Prado.
     Empezaron a pasarme cosas así, aunque me llevó unos años tomar conciencia de ello y poder después contárselo a los demás. Creía que aquello era parte de la vida, como cuando, nada más despertar, se olvidan los sueños de la noche. Además, la gente, de vez en cuando, decía esas cosas: «De eso no me acuerdo, se me ha borrado por completo.» A todos les pasaba. Y no era algo que me sucediera con mucha frecuencia, sólo cuando surgían asuntos que me inquietaban sobremanera, asuntos, de eso sí me daba cuenta, relacionados con la sexualidad. Como yo no sabía nada de eso, y nadie me explicaba nada, hasta cierto punto me parecía lógico sentirme así. Eran asuntos raros. No sólo para mí. Hasta que, ya en edad de conocer todo eso algo más de cerca, se me hizo evidente que aquellos asuntos podían ser raros, o complicados, o difíciles para todo el mundo, pero que para mí lo eran mucho más. Era yo la rara, algo había en mi interior, una extraña lente deformante, que convertía ese universo desconocido en algo excesivamente perturbador, angustioso.
     Mientras yo trataba de lidiar con mis problemas, de convertirme, en la medida de lo posible, en una persona normal, el tío Felipe fue dando cada vez más señales de locura. Hubo que ingresarlo en una residencia. La tía Gloria no podía hacerse cargo de él. Así desapareció de mi vida, sin un acto de despedida. En casa, algunas veces se hablaba de él, pocas. La misma tía Gloria también desapareció. Fue engullida, al parecer, por su propia familia, que había permanecido en un segundo plano mientras el tío Felipe vivió a su lado. Yo oía esos comentarios sin prestarles mucha atención. Vivía centrada en mis asuntos, de los que mis padres no sabían gran cosa.
     Años después, cuando yo ya había comprendido que, a pesar de que nunca podría ser una persona normal –entre otras cosas, porque las personas normales no existen–, sí podía aspirar a cierta clase de felicidad, incluso a la que tiene que ver con lo más físico y material –ni más ni menos que con el sexo–, me ocurrió algo muy extraño.
     Había oído hablar, incluso había leído sobre ello, de ciertos fenómenos neurológicos relativos al olvido. Personas que, en la vejez, recuerdan perfectamente canciones infantiles que creían olvidadas. Escenas sepultadas bajo innumerables capas de la memoria que, inesperadamente, salen a la luz.
     Iba caminando por el paseo de Prado, bajo los árboles. Era un día de luces y sombras, de nubes de algodón en el cielo azul. Pensaba en ellos, en mi marido y mis hijos, que habían convertido mi vida en un hogar, un dulce refugio. Me sentí invadida por una oleada de felicidad que traspasó los límites de mi cuerpo. Era un sentimiento cósmico. La sensación de pertenecer a un mundo superior, casi ilimitado y tremendamente hermoso. Me senté en un banco. Me parece que lloré. No estoy segura. Creo que permanecí un rato con la mente en blanco, sin ningún pensamiento, sin nada dentro de mí.
     De pronto, advertí que había una voz en mi interior. Era la voz del tío Felipe. Escuché, una por una, las palabras que me había dirigido frente al cuadro de Rubens, aquella tarde lejana en el Museo de Prado. Allí estaba el museo, por lo demás, enfrente del banco donde me había sentado. Al otro lado de los árboles, de los bancos, de la gente que paseaba o cruzaba al otro lado y de los coches que recorrían la ancha avenida.
     –Es una alegoría –escuché–, ¿sabes lo que es una alegoría? Una especie de representación, como un símbolo. Viene de lejos, de la antigüedad. Son ideas a las que, para que se comprendan mejor, les han dado forma humana. Estas mujeres representan la generosidad, por eso están desnudas. El generoso está desnudo, no necesita esconderse de los demás, quiere dárselo todo, no se guarda nada para sí. Pero el generoso lo tiene todo, no es pobre. Si fuera pobre, no tendría ningún mérito. Estas mujeres son ricas, mira sus peinados, con hileras de perlas, sus pendientes. Son cabezas de damas que tienen a su servicio doncellas que las peinan. Viven en palacios, con sirvientes de todas clases. Están muy bien alimentadas, duermen bien, no tienen problemas, son perfectamente felices. Y son serenas, eso es lo más importante. Por eso pueden dar. La serenidad es una de las cualidades más admirables que se puedan tener. Fíjate, sobre todo, en la expresión de la mujer que queda a nuestra derecha, ¿a quién dirías que está mirando, a la del centro o a la de la izquierda?
     »No se sabe bien –prosiguió la voz–, yo creo que está mirando a la del centro, quien, por su parte, mira a la otra, a la de la izquierda, pero es una mirada opaca, sin expresión. Una mirada pensativa, ensimismada. Está colmada. Fíjate, además, que está un poco más separada de las otras dos. Hay más espacio entre su cuerpo y el cuerpo de la del centro que entre la del centro y la de la izquierda. Hay un árbol, ¿no lo ves?, y la gasa que cae y una sombra bastante grande en el suelo. En cambio, al otro lado, la tela de gasa, más que para separarla de la otra Gracia, sirve para unirla a ella. Y se miran a los ojos. La de la izquierda sonríe y la mira abiertamente, posa una mano sobre el hombro derecho de la otra y retiene el brazo izquierdo con la mano derecha, ¡qué juego de manos y de abrazos!
     »La generosidad en tres fases –siguió, tras una breve pausa–, según definió Séneca: dar, recibir y devolver. La Gracia que da está de espaldas, ¡con qué suavidad se vuelve hacia la izquierda, manteniendo a la ensimismada en un abrazo cálido, tan abierto, tan esencialmente generoso! Pero ya ves, su pulgar se hunde en el brazo de la rubia. Su medio perfil se dirige hacia ella, se lo está dando todo, por eso la Gracia rubia sonríe. Es la Gracia que recibe y agradece. Es la más favorecida por el destino. Su única misión es recibir. Es la más pasiva. El moño se le está deshaciendo, pero ¡qué importa! Unos caballos retozan en el prado, al fondo. Todo está en paz. Yo creo que esta Gracia es algo más joven que la que está de espaldas, la que da. Y creo que la que está de espaldas es una mujer casada y con hijos. La rubia, la que recibe, es recién casada, aún no tiene hijos. Debe de prepararse para recibir. La otra Gracia, la morena, es la que devuelve, de forma que está preparada para todo, pero aún no ha entrado en el círculo sagrado. La que devuelve está en otro nivel. Es más dependiente del mundo, menos autónoma. No, aún no ha formado una familia. Las dos Gracias de la izquierda se entienden muy bien entre ellas, ya sospechan de qué va la vida. La morena aún no lo sabe, sólo se ha marcado una meta: devolver. Es la imagen de la justicia, a la vez. Y la justicia no puede casarse con nadie. Es, por naturaleza, imparcial.
     »¿Has visto que ninguna de las tres tiene los dos pies posados enteramente sobre el suelo? –inquirió la voz–. Las tres se apoyan en uno solo. Todas se apoyan sobre el pie izquierdo, ¿qué significa eso? Cierta despreocupación, me parece a mí. No están aferradas a nada, no han echado raíces en ninguna tierra, andan, danzan sobre ella. El otro pie, en los tres casos, toca el suelo casi de puntillas, apenas rozándolo.
     »¿Qué representan estas mujeres? –siguió preguntando–, ¿qué nos dicen? Quizá sean las tres mujeres que hay en la vida de todo hombre. Tres mujeres, sí. La primera, la madre. La segunda, la que se convierte en parte de ti, la que será madre de tus hijos, tu destino. El complemento, la otra mitad. Y, en fin, la tercera es el sueño.
     »Las tres Gracias son finalmente, para mí, una alegoría del arte, porque el arte implica generosidad –dijo, concluyente, la voz–. Si no das, no recibes. En el arte, en cualquier arte, hay que darlo todo sin esperar nada a cambio, ninguna clase de recompensa o reconocimiento. El arte, mucho más que el amor, es generoso.
     La voz, al fin, desapareció.
     Abrí mi cuaderno y lo anoté todo. Eso era lo que mi doctora me había recomendado, que anotara las cosas que me parecieran raras, o que me gustaran o me disgustaran por algo, y los sueños, todo lo que no acabara de entender.
     Ahora lo veía. El tío Felipe, aquella tarde de invierno en el Museo del Prado, me había dado una lección de arte, pero yo no había podido acceder a ella. Fui presa de una intensa desconfianza. Me separé de mi tío, lo rechacé, me causó horror y miedo, mucho miedo.
     ¡Qué alivio!, ya había salido de todo aquello. El que hubiera recordado de pronto las palabras de mi tío, aquella especie de lección magistral que, quien sabe por qué, necesitó darme frente al cuadro de Rubens, era, indudablemente, un signo de curación. ¡Me había convertido, finalmente, en una persona casi normal! La vida estaba hecha de muchas cosas, de muchos momentos, de discursos, de lecciones, de cuadros, de alegorías. ¡Había tanta belleza en esa mezcla! Todo se elevaba dentro de ella. Todo quedaba incluido.
     Me vi, sentada en el banco del museo, con el abrigo de lana sobre mi cuerpo de niña abrochado hasta el cuello, frente al cuadro, cansada, mareada. ¡Ay!, sí, todavía estaba eso, ese instante en que prevalece la confusión, en que la corriente de la vida, sus bellos discursos y sus ambiciones más nobles se paralizan, y se intuye algo inaceptable y siniestro.


El fin, Ed. Anagrama, Col. Narrativas hispánicas, 2015.
Texto tomado de las páginas 51-57


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