TEXTOS CARDINALES La vida a la velocidad de la luz | J. Craig Venter

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El cambio de cuerpos a luz y de luz a cuerpos es muy acorde con el curso de la naturaleza, que parece deleitarse con las transmutaciones.
Sir ISAAC NEWTON, Opticks (1718)

Cuando la vida sea finalmente capaz de viajar a la velocidad de la luz, el universo se encogerá, y nuestros propios poderes se expandirán. Unos cálculos sencillos indican que podemos enviar información de una secuencia electromagnética a un convertidor biológico digital situado en Marte en sólo 4,3 minutos, en el momento de la aproximación máxima del planeta rojo, para proporcionar a una instalación de colonos vacunas, antibióticos o medicamentos personalizados. Asimismo si, por ejemplo, el vehículo Curiosity de la NASA que explora Marte estuviera equipado con un dispositivo de secuenciación del ADN, podría transmitir el código digital de un microbio marciano a la Tierra, donde podríamos recrear el organismo en el laboratorio.
        Esta última aproximación a la búsqueda de vida extraterrestre se basa en dos supuestos importantes. Primero, que la vida marciana se fundamenta, como la de la Tierra, en el ADN. Pienso que es una suposición razonable, porque sabemos que la vida existe en la Tierra desde hace casi cuatro mil millones de años, y que la Tierra y Marte han intercambiado material continuamente. Los planetas y sus satélites del sistema solar interior (entre ellos la Tierra) han compartido materiales durante miles de millones de años, pues rocas y suelo procedentes de las sucesivas colisiones con asteroides y cometas han sido lanzados al espacio. Los análisis químicos confirman que meteoritos encontrados en la Tierra tuvieron que haber sido aventados de la superficie del planeta rojo por el impacto de un asteroide. Las simulaciones sugieren que sólo el 4% del material eyectado desde Marte alcanza la Tierra, después de un viaje que puede durar hasta quince millones de años. Aun así, se ha estimado que la Tierra y Marte intercambian del orden de cien kilogramos de material al año, lo que hace probable que cada palada de tierra terrestre contenga trazas de suelo marciano. Por lo tanto, es probable que microbios terrestres viajaran hasta Marte y poblaran sus océanos hace mucho tiempo y que microbios marcianos sobrevivieran para prosperar en la Tierra.

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Segundo, y más fundamental, es mi conjetura de que la vida existe realmente en otras partes del universo. Hay todavía muchas personas (a menudo religiosas) que creen que la vida en la Tierra es algo especial, o único, y que estamos solos en el cosmos. No soy una de ellas.
        Los científicos tienen mucha confianza en que se demuestre que Marte contiene vida, o que ha contenido vida. Tanta confianza, de hecho, que tanto ellos como los medios tienen tendencia a ser algo impacientes cuando interpretan las pruebas procedentes del planeta rojo. En el capítulo 3 expliqué el furor que siguió a la publicación en 1996 de un artículo que detallaba la evidencia que había convencido a algunos científicos de la NASA de la existencia de vida microbiana en Marte. Las supuestas trazas de vida observadas en el meteorito en cuestión, conocido como ALH 84001, no eran ni mucho menos las primeras señales ambiguas de este tipo. En 1989, un equipo dirigido por Colin Pillinger, de la Universidad Abierta, en Milton Keynes, Reino Unido, encontró material orgánico, típico del que dejan los restos de seres vivos, en otro meteorito marciano, EETA 79001, aunque no llegaron a anunciar que hubieran descubierto vida en Marte. Otros han columbrado indicaciones confusas de vida después de reevaluar los datos acopiados por los vehículos Viking de la NASA, que realizaron las primeras medidas in situ centrándose en la detección de compuestos orgánicos cuando se posaron en el planeta rojo en 1976.
        A finales de 2012 hubo mucha especulación febril acerca de lo que había encontrado el Análisis de Muestras en Marte, o SAM, un instrumento del vehículo Curiosity cuando estudió granos de suelo de una acumulación de arena llamada Rocknest. Semanas antes, un científico del proyecto había despertado inadvertidamente las expectativas de una revelación importante cuando dijo a la National Public Radio que los datos serían «adecuados para los libros de historia».


El desengaño era palpable cuando, aquel diciembre, a los asistentes al congreso de la Unión Geofísica Americana, en San Francisco, los científicos instrumentales les dijeron que, efectivamente, había indicios de compuestos orgánicos, pero que se había de trabajar más para determinar si eran autóctonos de Marte. Aunque estos datos revelan posibles indicios de vida marciana, necesitamos pruebas extraordinarias si es que tenemos que hacer afirmaciones extraordinarias. Estoy seguro de que en el pasado la vida medraba en Marte y bien pudiera ser que todavía exista hoy allí en ambientes subsuperficiales. Hay datos convincentes que sugieren que en la superficie del planeta fluyó agua líquida, incluidos posibles océanos, y las arcillas que rodean Matijevic Hill indican que allí el agua pudo haber sido lo bastante pura para ser potable. A finales de 2012 el Curiosity encontró señales de un antiguo cauce fluvial en el que antaño fluyó agua rápidamente. En la actualidad, sin embargo, parece existir en estado sólido, en los casquetes de hielo polares y en forma de permafrost. Hay pruebas crecientes de que hay una cantidad sustancial de agua subsuperficial en Marte que está congelada y, aunque esto ya es especulativo, que hay agua líquida a mayor profundidad del planeta. Se han hecho cálculos que estiman que puede encontrarse agua salobre a una profundidad de cuatro kilómetros y agua líquida pura a una profundidad de ocho kilómetros. La subsuperficie de Marte contiene asimismo una cantidad sustancial de metano, que también podría ser de origen biológico, aunque no podemos descartar que su origen fuera geológico, o una combinación de ambos.
        Yo ya he estado implicado en la búsqueda para identificar vida subterránea. Uno de nuestros equipos en Synthetic Genomics, en colaboración con BP, pasó tres años estudiando la vida en pozos de metano de yacimientos de carbón en Colorado. Encontramos pruebas notables, en muestras de agua de 1,6 kilómetros de profundidad, de la misma densidad de microbios que la que se encuentra en el océano (un millón de células por mililitro). Sin embargo, los organismos subterráneos era mucho menos variados en términos de diversidad específica, muy probablemente debido a la falta de oxígeno (todas las células de ambientes subterráneos profundos son anaerobias) y a la radiación ultravioleta, los principales productores de mutaciones genéticas. Una de las consecuencias fascinantes de estas condiciones, entre ellas la baja tasa de evolución, fue nuestro descubrimiento de que las secuencias del genoma de uno de estos organismos correspondían estrechamente a las de un microbio aislado de un volcán en Italia. Aunque la diversidad de las especies subterráneas sigue siendo elevada, cuando consideramos una u otra clase de organismos hay sólo entre un 1 y un 3% de variación, mientras que en los océanos vemos variación de hasta el 50% en, por ejemplo, SAR11, el microbio fotosintético marino más abundante.
        Lo que descubrimos en las profundidades del planeta fue una gama de extremófilos que son capaces de usar el dióxido de carbono y el hidrógeno presentes bajo tierra para producir metano de una manera similar a la de las células de Methanococcus jannaschii aisladas cerca de un «humero», una fumarola hidrotermal a 2600 metros de profundidad en el océano Pacífico. Cálculos sencillos indican que hay tanta biología y biomasa en la subsuperficie de nuestra Tierra como en todo el mundo visible de la superficie del planeta. Es probable que especies subterráneas hayan medrado allí durante miles de millones de años.
        Si se acepta que el agua líquida es sinónimo de vida, Marte tuvo que estar habitado por organismos similares. Cada vez hay más pruebas de que Marte tuvo océanos hace tres mil millones de años, y de nuevo en fecha más reciente, quizá hace mil millones de años, cuando los casquetes de hielo polares se fundieron después del impacto de un meteorito. Los indicios aportados por los diversos vehículos y sondas lunares sugieren que, aunque antaño existieron en el planeta ambientes habitables, probablemente se desecaron hace varios miles de millones de años.
        Los niveles de radiación son mucho más elevados en Marte que en la Tierra, porque la atmósfera es cien veces más delgada que la de nuestro planeta, y Marte no posee un campo magnético global. Como resultado, muchas más partículas cargadas rápidas alcanzan la superficie del planeta. Es improbable que la vida pueda resistir los niveles de radiación que allí se dan, aunque no imposible, porque en la Tierra existen organismos terrestres muy resistentes a la radiación, como Deinococcus radiodurans. Es más probable que la vida se refugiara bajo tierra, de modo que habrá que obtener muestras por debajo de un metro o más aproximadamente de suelo, donde los organismos se hallarían protegidos.
        El objetivo de la búsqueda de vida marciana debería cambiar si se comprobara que no hay células vivas en la subsuperficie o en la subsuperficie profunda. (La vida podría medrar a mayor profundidad en Marte que en la Tierra, debido al gradiente de temperatura más moderado y a la superficie más fría). El siguiente paso sería investigar si el ADN se conservaba en el hielo, aunque hay un límite al tiempo que el ADN puede sobrevivir intacto. Un estudio realizado por Morten Erik Allentoft, de la Universidad de Copenhague, en Dinamarca, sugiere que el ADN tiene una vida media de medio milenio (521 años), lo que significa que pasados unos quinientos años se habrían roto alrededor de la mitad de los enlaces entre los nucleótidos de un soporte de una muestra de ADN, y pasados otros quinientos años aproximadamente la mitad de los enlaces restantes se habrían dañado asimismo, y así sucesivamente. Las pruebas actuales sugieren que el ADN tiene una vida máxima de alrededor de 1,5 millones de años cuando se mantiene a temperaturas de conservación ideales, aunque es posible que las condiciones secas y frías de Marte pudieran haber permitido que durara más tiempo.
        Pero, tal como indica el hecho de que los científicos todavía discuten acerca de la importancia de los datos de los Viking obtenidos en la década de 1970, la mejor esperanza que tenemos de detectar vida en Marte es recoger pruebas directas de la misma. Ya desde que el Apollo 11volvió a la Tierra con las primeras muestras extraterrestres en forma de veinte kilogramos de rocas lunares, ha habido una esperanza ferviente de que se pudieran obtener muestras de suelo marciano para estudiarlas en la Tierra. El argumento ha sido que en la Tierra los científicos pueden llevar a cabo un análisis más completo y detallado de las muestras de lo que sería posible por medios robóticos en el mismo planeta. Mientras una misión tripulada a Marte sigue siendo una expectativa distante, podemos emplear máquinas. La Unión Soviética fue pionera en el uso de robots que volvían con muestras, notablemente con el Luna 16, que volvió con 101 gramos de material de la Luna. En 1975, los soviéticos habían planeado también el primer proyecto de retorno con muestras marcianas, una misión con un robot de veinte toneladas conocida como Mars 5NM, pero fue cancelada.
        Desde entonces han llegado materiales extraterrestres procedentes de la misión Genesis, que pudo retornar a la Tierra con muestras de viento solar (aunque se estrelló en el desierto de Utah en 2004); la nave Stardust, que obtuvo muestras del cometa Wild 2 en 2006; y la sonda japonesa Hayabusa, que recolectó muestras después de contactar con el asteroide 25143 Itokawa (y posarse sobre el mismo). Sin embargo, estas misiones han estado plagadas de dificultades. Por ejemplo, la misión Fobos-Grunt de Rusia para volver con muestras de la luna marciana Fobos no dejó la órbita terrestre y se estrelló en el Pacífico Sur. La NASA hace tiempo que planeó una misión que retornara con muestras de Marte, pero todavía no ha conseguido la financiación para que la idea vaya mucho más allá del proyecto.
        Cualquier misión a Marte se enfrenta con extraordinarios desafíos técnicos. Si se consulta el registro de exploraciones espaciales se encontrará que el planeta rojo es el Triángulo de las Bermudas del sistema solar. Ha visto fracasar muchas misiones, desde el programa soviético Mars 1M de la década de 1960 (que los medios occidentales apodaron «Marsnik») hasta el malogrado Beagle 2, de Gran Bretaña, que se perdió después de abandonar su nave nodriza para ir saltando sobre la superficie marciana en 2003. Un retorno exitoso con muestras significaría que la nave de la misión tendría que haber sido lanzada con éxito; que se hubiera posado con éxito en suelo marciano; que obtuviera una muestra de un lugar prometedor en el que hubiera habido agua, y de preferencia varios lugares; y después que retornara con estos especímenes a la Tierra. En un proyecto de este tipo, una misión para recolectar muestras de quinientos gramos de dos lugares distintos requeriría quince vehículos y naves espaciales diferentes y dos vehículos de lanzamiento, y tardaría unos tres años desde el lanzamiento al retorno de su preciosa carga a la Tierra.
        A todo lo largo del camino tendrían que tomarse medidas para asegurarse de que las muestras no se contaminaran con organismos terrestres, aunque es muy probable que ya hayamos infectado Marte con dichos organismos después de nuestras muchas misiones allí. Cualquier parte de la nave espacial de retorno que hubiera estado en contacto con los especímenes marcianos tendría que ser esterilizada para evitar comprometer los experimentos de detección de vida. Las máquinas secuenciadoras son en la actualidad tan sensibles que si un único microbio terrestre terminara en una muestra aportada desde Marte, es probable que malograra el experimento. La contaminación ha sido la maldición de muchos experimentos, ya sea en ciencia forense o en intentos para recuperar ADN antiguo.
        Las preocupaciones acerca de la contaminación se dan en ambos sentidos. Tendrán que tomarse medidas para asegurar que ninguna posible forma de vida marciana no contamine la Tierra. (Tal como se describió anteriormente, es probable que lleguemos tarde unos mil millones de años para preocuparnos por eso, pues es posible que ya estén aquí). Una misión de aporte de muestras marcianas sería necesario que cumpliera requerimientos de protección planetaria más estrictos que los que se han seguido en cualquiera de las misiones realizadas hasta la fecha. El tratado sobre los principios que rigen las actividades de los estados en la exploración y el uso del espacio exterior, incluidos la Luna y otros cuerpos celestes (o tratado del espacio exterior) de 1967 indica en su artículo IX que «los estados partes llevarán a cabo estudios del espacio exterior, incluidos la Luna y otros cuerpos celestes, y realizarán su exploración de manera que eviten su contaminación perjudicial y también cambios adversos en el ambiente de la Tierra que resulten de la introducción de materia extraterrestre y, cuando sea necesario, adoptarán las medidas apropiadas a este propósito».
        Aunque no existen datos científicos que respalden esta preocupación, algunos creen que hay buenas razones para ser cauto, basadas en parte, así lo creo, en el miedo a lo desconocido, cuyo mejor ejemplo es la moderna Mary Shelley, el malogrado Michael Crichton. El médico transformado en escritor de ciencia ficción era un gran narrador, cuyos libros eran amenos pero, al igual que Frankenstein, contenían asimismo temas fuertemente anticientíficos, con una mezcla de fantasía, violencia y justo castigo del tipo que se encuentra en los cuentos de hadas aleccionadores de los hermanos Grimm («Cenicienta», «Caperucita Roja», «Rapónchigo» y otros), que saca partido de los temores más profundos del público. En la clásica película de ciencia ficción de 1971 La amenaza de Andrómeda, un satélite militar se estrella en el desierto y, antes de que pueda ser recuperado, los habitantes de un pueblo cercano son diezmados por una epidemia letal, que resulta ser muy distinta a cualquier tipo de vida en la Tierra. La ciencia moderna puede aplicarse para evitar la mayor parte de problemas potenciales de la llegada a la Tierra de muestras procedentes de cuerpos celestes distantes.
        La última misión a Marte (el vehículo Curiosity, que se posó en el cráter Gale el 6 de agosto de 2012) porta un conjunto de instrumentos complejos, entre ellos un espectrómetro de rayos X por partículas alfa; un analizador de difracción por rayos X y un analizador de fluorescencia por rayos X; una fuente de neutrones pulsados y un detector para medir hidrógeno o hielo y agua; una estación de seguimiento ambiental; y una serie de instrumentos que puede distinguir entre un origen geoquímico y biológico y analizar moléculas orgánicas y gases, entre ellos las proporciones de isótopos de oxígeno y carbono en el dióxido de carbono y el metano procedente de muestras tanto atmosféricas como sólidas.
        La mayoría de estos instrumentos son mucho más complejos que algunos secuenciadores modernos de ADN, como el fabricado por la compañía Life Technologies, que puede caber en un ordenador de sobremesa. Este secuenciador de «torrente de iones» emplea tecnología complementaria de semiconductores metal-óxido, semejantes a los que se encuentran en las cámaras digitales, para crear el pH-metro de estado sólido más pequeño del mundo para traducir la información química en información digital. Emplea chips semiconductores, no mucho mayores que un pulgar, con 165 a 660 millones de pozos, lo que permite realizar la secuenciación en paralelo. ADN de una sola hebra se enlaza por un extremo a minúsculas cuentas, que se distribuyen entre los pozos diminutos. A continuación los pozos se inundan con una solución que contiene cada uno de los cuatro nucleótidos y polimerasa del ADN. Si un nucleótido, por ejemplo una «A», se añade a una plantilla de ADN y después se incorpora a la hebra de ADN, se libera un único protón (ión hidrógeno), lo que provoca un cambio de pH en el pozo, que el chip detecta. El ordenador registra qué pozos tuvieron un cambio de pH y registra la letra «A». Este proceso puede repetirse una y otra vez para leer unos cuantos cientos de letras de código de ADN en cada uno de los cientos de millones de pozos. A diferencia de la mayoría de tecnologías de secuenciación del ADN, no se requiere una óptica para leer la señal, de modo que la técnica es robusta y no es afectada por el movimiento. La tecnología puede hacerse incluso más pequeña, lo que es práctico para misiones espaciales, en las que el peso y el tamaño de la carga son críticos. Aunque hay varios aspectos que deben superarse en relación a la adquisición de muestras, la extracción de ADN y la preparación para la secuenciación del ADN, ninguno de ellos representa dificultades insuperables.
        No hace falta un gran salto para pensar que, si los microbios marcianos están basados en el ADN, y si podemos obtener secuencias genómicas de microbios en Marte y emitirlas de vuelta a la Tierra, podremos reconstruir el genoma. La versión sintética del genoma marciano podría emplearse entonces para recrear vida marciana para su estudio detallado sin tener que habérnoslas con la increíble logística de hacer que la muestra nos llegue realmente intacta. Podemos reconstruir los marcianos en un laboratorio P4[*] con traje espacial (es decir, un laboratorio de máxima contención), en lugar de arriesgarnos a que se zambullan en el océano o se estrellen en la Amazonia. Si este proceso puede funcionar desde Marte, entonces tendremos un nuevo medio de explorar el universo y los cientos de miles de Tierras y Supertierras descubiertas por el observatorio espacial Kepler. Está fuera de cuestión obtener pronto una secuencia de ellos con la tecnología de cohetes actual: los planetas que orbitan alrededor de la enana roja Gliese 581 se encuentran «solo» a veintidós años luz de distancia, unos 2 x 1014 kilómetros; pero sólo se tardarían veintidós años en conseguir que los datos enviados retornaran, y si en aquel sistema existe realmente vida avanzada, quizá ya ha estado emitiendo información de secuencias, de la misma manera que nosotros hemos hecho en los últimos años.
        La capacidad de enviar equipo lógico de ADN en forma de luz tendrá toda clase de ramificaciones intrigantes. En la última década, después de que se secuenciara mi propio genoma, mi equipo lógico ha sido emitido en forma de ondas electromagnéticas, que transportan mi información genética mucho más allá de la Tierra mientras ondulan por el espacio. Cabalgando sobre estas ondas, mi vida se mueve ahora a la velocidad de la luz. Si acaso hay alguna forma de vida allá afuera capaz de dar sentido a las instrucciones de mi genoma no deja de ser otro pensamiento sorprendente que surge de esta pequeña pregunta que Schrödinger planteó hace medio siglo o más.
        Cuando terminé mi conferencia en aquella cálida tarde dublinesa, recordé al auditorio el increíble viaje que la ciencia ha realizado desde que el propio Schrödinger había reflexionado acerca de la naturaleza de la vida en sus famosas conferencias. En los aproximadamente setenta años transcurridos, hemos progresado desde no saber la identidad de nuestro material genético hasta descubrir que el medio de su mensaje es el ADN, hasta descifrar el código genético, secuenciar genomas y ahora escribir genomas para crear nueva vida. Sólo he tratado por encima las oportunidades que ahora esperan como resultado del nuevo conocimiento y del nuevo poder que procede de la prueba mediante síntesis de que el ADN es el equipo lógico de la vida. Todavía estamos sobre la cresta de las poderosas olas que emitieron las conferencias de Schrödinger. Es difícil imaginar adónde nos llevarán en los próximos setenta años, pero sea a donde sea que se dirija esta nueva era de la biología, sé que el viaje será tan potenciador como extraordinario.


Texto tomado del libro La vida a la velocidad de la luz. Desde la doble hélice a los albores de la vida digital (2015), de J. Craig Venter. [Versión electrónica]


JOHN CRAIG VENTER (Salt Lake City, Utah, Estados Unidos; 14 de octubre de 1946) es un biólogo y empresario estadounidense. Fue el presidente fundador de Celera Genomics, haciéndose famoso al arrancar su propio Proyecto Genoma Humano en 1999, al margen del consorcio público, con propósitos comerciales y utilizando la técnica «shotgun sequencing». Comenzó su carrera académica y universitaria en el colegio comunitario de San Mateo, California, tras alistarse en la Marina de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam y prestar servicios en un hospital. Al volver inició la carrera de medicina, pero cambió de especialidad y obtuvo la licenciatura en Bioquímica en 1972 y el doctorado en Farmacología en 1975, ambos por la Universidad de California, en San Diego. Después de trabajar en la Universidad de Buffalo de Nueva York, ingresó en el National Institutes of Health en 1984. Mientras estaba en el NIH, Venter aprendió la técnica para identificar rápidamente gran parte de los ARN mensajeros presentes en una célula, y comenzó a utilizarlo para identificar velozmente genes del cerebro humano. Las secuencias que usaba son las conocidas como EST. En un controvertido proceso legal, Venter intentó patentarlas, pero perdió el caso. Fue el presidente fundador de Celera Genomics, haciéndose famoso al arrancar su propio Proyecto Genoma Humano en 1999, al margen del consorcio público, con propósitos comerciales y utilizando la técnica shotgun sequencing. Celera usó el ADN de cinco individuos diferentes para generar la secuencia del genoma humano; hay sospechas de que uno de los 5 individuos teóricamente anónimos del proyecto fue el mismo Venter. A principios del 2002, Celera despidió de repente a Venter, después de quedar patente que vender los datos del genoma no sería rentable, mientras él hacía esfuerzos para oponerse a un cambio estratégico de dirección de la compañía. Uno de sus logros fue descifrar por primera vez la secuencia completa de un organismo vivo: la bacteria Haemophilus influenzae.

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