Nada
más común en este mundo que buscar ayuda. Nada más común en este mundo, y
posiblemente en otros, que buscar un taller literario cuando uno inicia en los
asuntos de la escritura poética. He pensado siempre que el tallerista posee
algo similar a un mapa cuyos trazos van de continente a continente, apuntes que
señalan atajos y compendios de rutas que
deben evitarse a toda costa; un par de recomendaciones para no sufrir
accidentes y llegar de forma menos turbulenta al destino deseado. Hay, por
supuesto, lecturas distintas de este mapa por razones obvias. Un taller, desde
esta visión, es el ofrecimiento de la experiencia para evitar naufragios.
Es cierto que el tema está rodeado
de prejuicios y en ocasiones con justicia: que si el asistente debe soportar el
ego de dimensiones pantagruélicas de quien imparte; que si el tallerista cree
en cierto tipo de escritura como roca inamovible y termina moldeando una
especie de ejército de clones. Lo única certeza es que el éxito del taller no
depende del tallerista sino de la disposición de los asistentes.
En alguna ocasión, hace un par de
años, tuve la oportunidad de asistir a un pequeño taller impartido por cierto
poeta cuyo nombre omitiremos al menos esta vez. De esto recuerdo pocas cosas y,
sobre todo, cierta frase: “no le prendo fuego a esta pendejada porque me
chingan”. Si bien esta frase es común en el contexto de la corrección literaria,
debo agregar que, justo un día antes, aquel poeta dio el visto bueno y el
aplauso por ese poema primerizo e inocente. Uno termina más confundido que al
inicio. También recuerdo un (anti)consejo: leer a Pita Amor por sobre todas las
cosas. Baste eso para resumir la situación. Y es cierto: existen talleristas
que no aplican en sus textos nada de lo que proponen. La confusión va en
aumento.
Siempre, cuando joven, es difícil
enseñar los poemas iniciáticos (si es que la etapa de genio maldito y de “ya
quisiera Neruda escribir uno de estos” ha pasado) pero más difícil es
desprenderse de ellos, cambiar de página y desechar ese puñado de poemas que
por cuestión de un azar que estamos lejos de comprender resultaron ser veinte. Decía
un maestro: una cosa es un poeta maldito y otra un maldito poeta. Los
aprendizajes van acumulándose de esa forma, de frase en frase, de lectura en lectura
y de gente en gente que sin darse cuenta termina enseñándonos a escribir. El
taller, como las escuelas de escritores y las universidades, es apenas un impulso
para la escritura y en muy rara ocasión piedra angular. Cuestión de suerte, en
ocasiones.
Pero como señala Eugenio Montejo en
su Taller Blanco, si existe un taller al que debemos prestar excesiva atención
es al primero al que asistimos en la vida, ese que surge antes que el mismo
conocimiento y gusto por las palabras y su magia y fuerza. Casi siempre situado
en la niñez o la pubertad, existe un taller cuya fórmula es más efectiva que
cualquier método ideado en la cabeza de un tallerista; y aunque a menudo evito
caer en ideas románticamente ramplonas, debo decir que esta vez es imposible:
el taller primerizo es, ciertamente, el taller de la vida. Me explico: señala
Montejo en el texto referido anteriormente que si algo ha marcado con
insistencia su escritura es el Taller Blanco, en otras palabras, el
acercamiento y posterior ejecución del oficio del panadero:
Hablo de un aprendizaje poético real, de técnicas que aún empleo
en mis noches de trabajo, pues no deseo metaforizar adrede un simple recuerdo.
Esto mismo que digo, mis noches, vienen de allí. Nocturna era la faena
de los panaderos como nocturna es la mía, habituado desde siempre a las altas
horas sosegadas que nos recompensan del bochorno de la canícula. Como ellos me
he acostumbrado a la extrañeza de la afanosa vigilia mientras a nuestro redor
todas las gentes duermen. Y en lo profundo de la noche lo blanco es doblemente blanco.
Y es cierto, el oficio de
la poesía es cercano al oficio de existir, de respirar y articular palabras
desde un sonoro balbuceo. Pocos talleres enseñan semejante cosa. Y es que si
nos detenemos a pensarlo, lo que señala el autor del Alfabeto del mundo ha sido
cierto desde siempre: hay un taller cero, una experiencia ofrecida por la
infancia y que logra, antes que formulemos nuestra primera e inocente línea,
una enseñanza poética imprescindible. Similar es el caso de Simic, quien compara
las preocupaciones del poeta con las del ajedrecista:
Recientemente me di cuenta de que en mi pasado hay otra cosa que
contribuyó a mi perseverancia en la escritura de poemas, y es mi amor al
ajedrez. Aprendí el juego a los seis años, en tiempos de guerra en Belgrado,
gracias a un profesor de astronomía retirado y durante los años siguientes me
hice lo suficientemente bueno para derrotar no sólo a los niños de mi edad,
sino a muchos de los adultos del barrio. Mis primeras noches de insomnio, lo
recuerdo, se debieron a los juegos que perdí y que repasaba en mi cabeza. El
ajedrez me volvió obsesivo y tenaz. […] El tipo de poemas que escribo —en su mayoría
breves y que requieren interminables retoques— me recuerda los juegos de
ajedrez. Su éxito depende de que palabra e imagen sean puestos en el orden
adecuado y sus finales tienen que poseer la inevitabilidad y la sorpresa de un
jaque mate ejecutado con elegancia.
Si bien existen buenos y
malos talleristas, debemos tener en claro que la escritura del poema es un
fenómeno del que sabemos poco o nada, no hay certezas de su alumbramiento y, en
ese sentido, el taller ofrece herramientas y ejercicios que pueden depurar lo
ofrecido por ese taller primerizo al que todos, sin excepción, hemos asistido y
tomado apuntes de su magnífica enseñanza.
El germen de la escritura
poética nace mucho antes que la misma idea de poema. Con toda seguridad, en
esos primeros años de vida y aprendizaje del mundo, hay un taller cero cuyo
programa es infalible; huye de toda instrucción y atajo, de todo orden y de toda
nomenclatura. Se da en la página sin tener conciencia: sólo sucede.
DANIEL
MEDINA
(Mérida, 1996). Es autor de las plaquettes de poesía Mímesis para gusanos (2015) y Casa
de las flores (2016). Ha publicado poemas y traducciones en Blanco Móvil, La Gualdra (suplemento cultural de La Jornada Zacatecas) y Periódico de Poesía. Obtuvo el Premio
INBA-CEDART de Poesía 100 años de letras mexicanas y el IV Premio Nacional de
Poesía Joven Jorge Lara, ambos en 2014; así como la mención honorífica del
Premio Internacional Caribe-Isla Mujeres de Poesía 2015. Es responsable del
proyecto editorial Ediciones O. Algunos de sus poemas han sido traducidos al
inglés y al italiano.
1 Comentarios
Esa cita de Simic es la mejor exposición que he visto sobre la contundencia que buscamos en el cierre de un poema, justo cuando mis alumnos de taller iniciático me piden que se lo baraje más despacio. Pues les comparto tu columna y gracias por compartir tu experiencia y visión sobre talleres.
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