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En el mes de septiembre de 1939, hace ya ocho décadas, comenzó el conflicto que amaría a la postre la Seguna Guerra Mundial: Hitler queriéndose apoderar del mundo para sanearlo, según él, de la inutilidad de una determinada raza humana.
Un conflicto que
duraría seis años, de 1939 a 1945.
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En otoño de 1940 la BBC de Londres
preguntó al afamado novelista alemán Thomas Mann, Premio Nobel de Literatura
hace justamente 90 años —en 1929—, si querría dirigir a sus compatriotas, por
medio de su emisora y a intervalos regulares, breves alocuciones en las cuales
comentaría los acontecimientos de la guerra generada en ese momento...
“Como el gobierno
nazi me había quitado toda posibilidad de acción intelectual en Alemania —apunta
Mann en el prólogo a su libro ¡Escucha, Alemania!, en traducción de
Juan José Utrilla Trejo, en una coedición de Colibrí y la Secretaría de Cultura
poblana—, no creí que debiera desaprovechar esta ocasión de establecer contacto
(por muy frágil y difícil que esto fuera y, desde luego, a espaldas del
gobierno) con el pueblo alemán y con los habitantes de los territorios
sometidos. Mis palabras no serían retransmitidas desde América por onda corta
sino desde Londres por onda larga y, por consiguiente, serían recibidas con
ayuda del único tipo de aparato receptor que el pueblo alemán fue autorizado a
poseer. Además, resultaba tentador volver a escribir en mi idioma, pues lo que
yo escribiría se oiría en su forma original, en alemán. Acepté enviar mensajes
mensuales y después de algunos ensayos pedí que mis alocuciones se prolongaran
de cinco a ocho minutos”.
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En un principio los textos de Mann,
enviados por cable desde Los Ángeles, eran traducidos y leídos por un operador
londinense, pero al final los receptores acabaron oyendo la propia voz del
literato que los grababa en un disco, que a su vez se retransmitía por teléfono
a Londres en otro disco que entonces se hacía sonar frente a los micrófonos.
“Me escuchan más
personas que las que se habría podido esperar —escribió Mann en su prólogo,
redactado en 1942—, no solamente en Suiza y en Suecia sino también en Holanda,
en el Protectorado checo y en la propia Alemania. La audiencia la demuestran
los ‘ecos’ que recibimos desde esos países, los cuales nos llegan cifrados de
la manera más extraña”.
La prueba más
concluyente de que Mann era atentamente escuchado (“prueba a la vez alentadora
y repugnante”, confesó el novelista) es que en un discurso pronunciado en una
taberna de Munich “el propio führer ha hecho alusión
inequívoca a mis alocuciones y me ha citado por mi nombre como uno de aquellos
que tratan de levantar al pueblo alemán contra él y contra su sistema. ‘Pero
esa gente’, bramó Hitler, ‘se equivoca de medio a medio: el pueblo alemán no es
así, y aquellos que son así se encuentran, gracias a Dios, tras las rejas’.”
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Mann fue, sin duda, un intelectual
consecuente con su pensamiento y su obra. Nacido en la provincia alemana de
Lübek en 1875, se opuso al fascismo desde su aparición y por ello tuvo que
verse obligado a exiliarse en Suiza en 1933. Los nazis, tres años después, le
quitaron la ciudadanía alemana (¡a esos grados de idiota intolerancia llegaban
los nazis, como si con esa acción burocratizada negaran el nacimiento de
Mann!), pero ya en 1938 radicaba en Estados Unidos y se naturalizaba
norteamericano en 1944, ante el azorado conocimiento de Hitler, para retornar a
la Suiza europea en 1952, a los 77 años de edad, lugar donde moriría en 1955.
Cuando Hitler se
refirió a Thomas Mann, el autor de Muerte en Venecia (1912)
escribió que “de esa boca [la del belicoso alemán] ha salido tanta basura que
yo experimento un ligero sentimiento de asco al oírle pronunciar mi nombre. Y,
sin embargo, esta declaración es inapreciable para mí, aunque su absurdo sea
evidente. El führer ha expresado, a menudo, su desprecio al
pueblo alemán, su convicción de que ese pueblo está poseído por la cobardía y
el servilismo, de que es manifiesta la estupidez de esta raza de hombres y su
aptitud ilimitada para dejarse engañar. No obstante, cada vez que habla de esto
ha omitido explicarnos cómo ha logrado ver, al mismo tiempo, en los alemanes a
una raza de ‘señores’ destinada a dominar el mundo. ¿Cómo un pueblo que
psicológicamente está establecido que jamás se levantará, ni siquiera contra
él, puede ser una raza de ‘señores’?”
Y es que, en su
justo momento, Mann jamás calló. Siempre dijo lo que pensaba y lo dijo
admirablemente en voz alta y de frente. “¿Qué será del continente europeo —decía
Mann en noviembre de 1940—, qué será de la propia Alemania si la guerra dura
tres y aun cinco años más? Eso nos preguntamos aquí y eso se pregunta sin duda,
con pesar, el pueblo alemán. La miseria hoy imperante sólo nos da un tenue
barrunto de lo que vendrá. ¿Y por qué tiene que ser así? ¿Por qué un puñado de
estúpidos destructores trata de utilizar el proceso de desarrollo económico y
social por el cual pasa nuestro mundo para una insensata y anacrónica campaña
alejandrina de conquista mundial? Es claro lo que sucederá al final de esta
guerra: el comienzo de la unificación del mundo, la creación de un nuevo
equilibrio de libertad y de igualdad, la salvaguardia de la dignidad individual
en el marco de las exigencias de la vida colectiva, la supresión de la
soberanía de los Estados nacionales y la edificación de una sociedad más libre,
de pueblos más responsables ante todos, con iguales derechos e iguales
deberes”.
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Los editores de la versión en español
han elaborado, acuciosamente, antes de cada discurso de Mann, un breve recuento
de los acontecimientos bélicos para ubicar, con mayor precisión, la cronología
discursiva: Hitler, desde el comienzo, parecía avanzar en sentido contrario de
toda la lógica humana. Su insania era por demás visible: películas como El
pianista, de Roman Polanski, o Amén, de Costa-Gavras, vuelven a
corroborar la demencia de aquel nazi que se sintió provisionalmente dueño del
mundo... con una pequeña ayuda de algunos debilitados amigos, tal como la sede
papal, como lo quiere demostrar Costa-Gavras en su aterradora y lenta cinta:
¿cómo es posible que una masa numerosa se pusiera a las enceguecidas órdenes de
un militar perturbado?
De eso se
sorprendía Thomas Mann. En la Navidad de 1940 su alocución radiofónica
consistió en cuestionar a sus compatriotas sobre cómo pasar dichos días bajo la
sujeción de un chiflado: “¿Me dirán cómo compaginar estos hechos con las bellas
y viejas canciones que hoy vuelven a cantar con sus niños? ¿O ya no las cantan?
¿Se les ha ordenado que en lugar de ‘Noche de paz, noche de amor’ canten los
sanguinarios himnos del Partido que, siendo una mezcla de artículos de
periodicuchos y murmullos del arroyo, elevan a un oscuro pillastre a la
condición de héroe mítico? No dudo de que le obedecerían, pues su obediencia es
ilimitada y, se los digo francamente, se vuelve más imperdonable cada día.
Ilimitada e imperdonable es su fe o, mejor dicho, su credulidad. Le creen a un
miserable impostor y falso héroe”.
La guerra se dio,
en efecto, no sólo por las locuras de un psicópata sino por la creencia de sus
fanatizados seguidores...
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La primera edición del libro, dadas las
fascistas circunstancias, no pudo ser leído en Europa, ya que fue publicado
sólo en Nueva York en septiembre de 1942. Perentoriamente impreso por H. Wolf,
el volumen es la recopilación de 25 urgentes alocuciones radiofónicas de un
total de 59 que hiciera Thomas Mann en el periodo de octubre de 1940 a mayo de
1945, emitidas todas ellas, por fin, en Estocolmo en agosto de 1945, cuando la
guerra afortunadamente había ya acabado. Pese a su importancia intelectual,
curiosamente (porque en efecto es una curiosidad que no se haya otorgado
relevancia literaria a los trascendentales discursos antibélicos de Mann) el
libro nunca fue traducido al español.
“Con el paso de
los años —apuntan los editores de Colibrí (¿Sandro Cohen en concreto, el
director editorial de dicha casa bibliográfica?)—, y sepultado bajo la enorme
producción narrativa y ensayística de Thomas Mann, este libro ‘curioso’ casi
desaparece por completo del mapa literario. Así, para las generaciones que
vieron la luz a partir de los años cincuenta, sobre todo para las de habla
española cuyos padres llegaron a la madurez durante la Segunda Guerra Mundial,
este libro de Thomas Mann se convirtió en el secreto mejor guardado de las
bibliotecas: fuera de Alemania, casi nadie lo comenta”.
Tal vez esto se
deba, subraya el editor de Colibrí (¿Sandro Cohen, él mismo judío y por lo
tanto interesado personalmente por todo aquel intento irracional de exterminio
judío por una decisión nazi?), “al hecho de que no se trata de ensayos formales
o la novelización del problema del fascismo, tal como la vemos, por ejemplo, en Mario
y el mago o en Doctor Faustus, donde se percibe la
progresiva destrucción de la cultura alemana gracias a las dos guerras. Además,
en los años cincuenta el mundo estaba mucho más ocupado en su reconstrucción
que en leer los ruegos de un escritor exiliado, dirigidos a un pueblo vencido,
su propio pueblo”.
Aun así (y se
podría aseverar que precisamente debido a ello), “hay muchas razones para
editar ¡Escucha, Alemania! en estos momentos —se acota en el
prólogo de este importante libro de Mann editado en México en 2003—. No sólo
porque se trata de las palabras de uno de los escritores más grandes de
Occidente. No sólo porque refleja fielmente la angustia extrema de un hombre
que observa, de lejos y con impotencia, cómo una ideología totalitaria (el
nacionalsocialismo, en este caso) puede carcomer y destruir sin piedad lo mejor
de una nación. Publicamos este libro porque, después de todo, el mundo no ha
cambiado tanto. Los nombres de los países son otros, los de sus líderes
también. Pero hace falta recordar lo que sucedió entre 1933 y 1945, cómo lo
permitimos, lo que hizo falta para detenerlo y, especialmente, el daño
irreparable que nos hizo a todos sin excepción”.
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Thomas Mann no se cansó en adjetivar a
aquel ambicioso hombre llamado Hitler. Lo califica de 70 maneras diferentes a
lo largo del libro (miserable, impostor, falsificador, insensato, bufón,
abominable, endeble cerebro, fanático, cobarde, grotesco, cruel, débil,
estúpido, brutal, tenebroso, enfermo, fraude, saqueador, falsario, violador,
necio, mentiroso, malvado, furioso, corrupto, mico infame, perverso, fanfarrón,
repugnante, bestia, indignante, desvariado, hombre de acostumbrados ladridos,
granuja, incalificable sujeto, desvergonzado, perro rabioso, morboso,
desenfrenado, exterminador, degenerado, saco de falsedades, cínico, atracador,
asesino, nuevo Genghis Kan, idiota, ilustre plumífero, engañador, loco, hombre
de afanosa rapiña y sinónimo de horror, sanguinario cómico de la legua,
lamentable, alma descarriada, mentecato, satánico, megalómano, chulo literario
de la violencia, asqueroso, sangrienta nulidad de hombre, minusvalía
intelectual y moral, alma de mentiras sin luz, alma de sastre en el fondo,
estropeador de la palabra y el pensamiento, individuo ignominiosamente
malogrado y apenas dotado de cualquier sucia fuerza sugestiva, mortífero loco,
comicastro de la grandeza, imbécil, harapiento espantajo, diabólica porquería)
y se refirió a él con el mayor desprecio que un hombre puede tener hacia otro
hombre. Y no se arrepintió nunca de ello. Ni tenía porqué.
El 30 de abril de
1945, tras haber mandado asesinar a un número aproximado de seis millones de
judíos (68 por ciento de los judíos radicados en Europa, según el porcentaje
final tras el inefable Holocausto), Hitler se suicida porque se sabe perdido,
no por ningún orgullo militar ni nada que se le parezca. Se mata cuando se
percata de que sus sueños imperiales se venían drásticamente abajo, no sin
antes dar la orden de la “solución final” que significaba acabar de una vez por
todas con la “raza judía” que ensombrecía a la “fina” —e inexistente— casta
aria.
“Cuán distintas
habrían sido las cosas si Alemania se hubiera liberado a sí misma —dice Mann en
su último discurso radiofónico, del 8 de noviembre de 1945. Si entre ustedes
hubiera estallado la revolución salvadora entre 1933 y 1939, ¿creen que yo
habría esperado el segundo tren y que no habría tomado el primero para volver a
casa? Pero era imposible. Todo alemán lo dice, y así se debe creer. Se debe
creer que un pueblo de alto nivel, de 70 millones de almas, en determinadas
circunstancias no puede hacer otra cosa que soportar durante seis años un
régimen de sangrientos granujas al que detestaba en lo más profundo de su alma,
régimen que llevó a cabo una guerra que ese pueblo reconocía como verdadera
locura, y durante otros seis años debió aplicar lo máximo, toda su inventiva,
valentía, inteligencia, amor a la obediencia, puntualidad militar; en suma,
toda su fuerza para ayudar a ese régimen al triunfo y con ello a su permanencia
eterna”.
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Así tuvo que ser, “y súplicas como la
mía”, dice Mann con verdadera tristeza, verdadera decepción, “fueron totalmente
superfluas”.
Los ciegos,
efectivamente, “no escucharon”.
Y la historia es
una y la misma secuencia sucesiva...
VÍCTOR ROURA. Posee una trayectoria de más de 40 años en el periodismo cultural. Fundador de importantes medios en el país, como Unomásuno y La Jornada, y creador de la sección cultural de El Financiero, así como de los periódicos culturales De Largo Aliento y La Digna Metáfora. Es autor de medio centenar de libros en los que ha explorado el ensayo, el cuento, la poesía, la narrativa e incluso la ilustración para hablar acerca de rock, erotismo, prensa y literatura (poética y narrativa, sin hacer a un lado las letras infantiles); se ha adentrado en la crónica de las perplejidades del medio escritural e informativo y demás jocosidades del ámbito en el que se ha desempeñado toda su vida. Subdirector cultural de Notimex.
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